viernes, 24 de diciembre de 2010

ROGER WATERS Y EL MURO DERRIBADO POR LAS EMOCIONES


Por Joselo Gómez

Cada vez que topo con pared, cada que mis sentidos se ven cercados por la frontera entre lo que percibo y lo que ya no puedo vislumbrar, pienso en mis límites, en la insuficiencia de mis fuerzas humanas ante la fría sordera de la piedra, y en la necesidad primigenia de encerrarnos para protegernos, ya sea de lo desconocido, o bien, de lo que conocemos demasiado como para desear que se repita. Pienso entonces en la historia de Josué, en las murallas de Jericó, y me doy cuenta que esos muros que nosotros mismos construimos sólo podemos derribarlos con la intervención de fuerzas superiores. Pero las murallas de Jericó significan poco o nada para mi generación, que ve en la Biblia un vehículo de aburrimiento y ñoñería. Entonces viene a mi mente un muro más atractivo, uno que es creado y destruido en pocas horas bajo el hechizo de una música sin la cual nuestra época, simplemente, sería muda.

El show The Wall, de Roger Waters expone, con todos los aciertos de su creatividad artística y echando mano de todos los recursos de la tecnología audiovisual, las insuficiencias más profundas del hombre contemporáneo, sus errores y sus miedos, para construir con todas ellas una especie de tótem, un muro que hace evidente nuestra ceguera e impotencia, pero que en el fondo es un monstruo engendrado por nosotros mismos.

El muro lo construyen las limitaciones de toda índole: las sociales, las intelectuales e inclusive las físicas y espirituales. El maestro autoritario, golpeador y sarcástico, incapaz de reconocer los talentos de los niños; una madre sobreprotectora, empecinada en mantenernos limpios y saludables en su grotesco regazo; un padre que jamás volvió de la guerra; un conjunto de mujeres que representan la banalización del amor, el peligro de ser devorado por la planta carnívora del sexo, el eterno femenino que nos atrae para destruirnos… todos estos personajes, cargados de una densa significación en la dimensión psicoanalítica se proyectan a la esfera de lo social: el padre ausente es consecuencia de una guerra absurda y sucia. El cerdo de las ideologías flota sobre nuestras cabezas y tapa el cielo azul; los aviones de guerra dejan caer bombas con los sellos de religiones, regímenes sociales y empresas multimillonarias. Así, el confort de un Mercedes-Benz y los colores de un televisor HD son lujos que cuestan vidas humanas y aquí es donde la frase profética de Hobbes cobra sentido y todos somos lobos de nosotros mismos.

Roger Waters ve en el martillo el símbolo ambivalente de la construcción y la destrucción; un martillo es también un puño cerrado por la ira, y en él se concentra el poder; los muros pueden caer bajo su furia, aunque también pueden construirse nuevos. La misión “educativa” del artista –después de hacernos gozar tanto con el retrato de todo cuanto sufrimos– apuesta por la caída de los muros, porque nuestra alienación (valga el término marxista) es finalmente lo que nos convierte en “another brick in the wall” [otro ladrillo en el muro]. La forma como se nos educa para adaptarnos al tejido social es también el modo en que somos moldeados para encajar en ese muro, en esa ceguera que nos limita, y es eso lo que debemos romper y derribar. Sobra decir que la alusión al Muro de Berlín es la manera de vincular la obra de arte con la realidad histórica que contextualiza su creación.

Para poder continuar sanamente con esta perorata tengo que reconocer su origen en una reseña fallida: mi misión era reseñar la serie de conciertos ofrecidos por Waters en nuestra ciudad, sin embargo, la profundidad de sus significados me llevó por rumbos muy distintos, y para darle a esto cierto tinte periodístico me gustaría desarrollar cómo es que se refleja en el espectador una obra de arte como la que tuvimos el privilegio de presenciar hace unos días en el Palacio de los “Rebotes” que, milagrosamente, afectaron muy poco la acústica del concierto.

En su ensayo La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa habla del efecto que suele traer consigo la música en esta era del rock. El autor apuesta por la banalización de la cultura, y por la muy evidente caída en la calidad de los “productos culturales”; en su afán, habla de la música moderna como un sustituto, o un disparador, más bien, de un comportamiento equiparable al fenómeno religioso de las culturas antiguas:

No es forzado equiparar estas celebraciones a las grandes festividades populares de índole religiosa de antaño: en ellas se vuelca, secularizado, ese espíritu religioso que, en sintonía con el sesgo vocacional de la época, ha reemplazado la liturgia y los catecismos de las religiones tradicionales por esas manifestaciones de misticismo musical en las que, al compás de unas voces e instrumentos enardecidos que los parlantes amplifican hasta lo inaudito, el individuo se desindividualiza, se vuelve masa y de una inconsciente manera regresa a los tiempos primitivos de la magia y la tribu. Ese es el modo contemporáneo, mucho más divertido por cierto, de alcanzar aquel éxtasis que Santa Teresa o San Juan de la Cruz alcanzaban a través del ascetismo y la fe. En el concierto multitudinario los jóvenes de hoy comulgan, se confiesan, se redimen, se realizan y gozan de esa manera intensa y elemental que es el olvido de sí mismos.

Estoy de acuerdo con el reciente ganador del Nobel, sin embargo creo ver una palabra que no aplica en el caso de Roger Waters: inconsciente.

Corro el riesgo de caer en la idealización del público de este artista, del cual me confieso como parte activa. Sin embargo también me considero parte de otros públicos musicales totalmente encasillables en la postura de Vargas Llosa, así que no se trata de defender mi ego intelectual. Yo estoy convencido de que el público de The Wall estaba perfectamente consciente de lo que iba a ver, pero consciente en un sentido más profundo, en uno que va más allá de “la civilización del espectáculo”: la gente no iba a ver a la “leyenda del rock” o el gran show audiovisual. Este público iba a reafirmar junto con su artista una postura y una forma de ver la vida, el mundo. Sí había una comunión, un éxtasis y una magia, pero también esa intención de ir a derribar un muro de opresiones, de cruzar los puños en alto y evocar el martillo que abre la brecha para liberar a cada ladrillo, a cada uno de nosotros, del entramado que nos asfixia con la comodidad de la parálisis. Los niños crecen y los sueños se van, todos los que asistimos a ese concierto fuimos a buscar infancia y sueños perdidos detrás de un muro; quizá sólo los encontramos por momentos, fue por eso que lloramos como con la emoción de ver a un padre volver vivo de la guerra y gritamos con la euforia que usaríamos en un mitin político que pregona mandar a la mierda la política de mierda, por ello perdimos una noche de comodidad frente a un televisor y finalmente lloramos otra vez porque sabíamos que, al salir de ese recinto, los sueños volverían a perderse, seríamos adultos de nuevo y el muro seguiría ahí y ya no tendríamos más fuerzas para derribarlo.

El bíblico Josué y el contemporáneo Roger son los profetas; el rock hace sonar las trompas guerreras de los israelitas; la muralla de Jericó y el muro en el Palacio de los Deportes caen simultáneamente. Es la catarsis que genera toda obra de arte...





Joselo Gómez nació en el DF, en 1984. Desde niño ha sido aficionado a la lectura. Ha cursado e impartido algunos talleres literarios. Estudió la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM y participado en varios eventos literarios, así como en diversas publicaciones independientes. En 2010 recibió Mención Honorífica por su participación en el Concurso 41 de la Revista Punto de Partida. Actualmente se desempeña como profesor de Literatura, traductor y editor de textos.

sábado, 4 de diciembre de 2010

ÉCHAME UNA MIRADA AL MENOS DE…


A veces me descuelgo del alumbrado eléctrico, sólo a veces, cuando el vértigo me hace mirar hacia abajo; entonces veo cómo mi sombra se columpia en las paredes, en el pavimento, en los parabrisas de los coches estacionados, en las miradas de los conductores que tienen mucha prisa y yo siempre he sido muy lento para atravesar las calles, para decidirme entrar en algún bar o para salir de él. En ocasiones ni tomo, porque ya voy ebrio de tantas cosas y quiero pensar que el camino me ayuda a irlas dejando, pero sé que es un espejismo, porque el caminar no hace más que hacerlas girar y girar en mi mente.

Cuando de verdad noto que estoy jodido es al llegar a Bellas Artes, digamos que es el punto de todas mis catarsis. Siempre me ha gustado sacar muchas fotos o ver a las mujeres pasar, me complazco en la belleza, es quizá una de las pocas cosas que aún me ponen contento. Colecciono cuerpos, rostros, a veces una sonrisa y si no lo hago, si llego con este pinche frío de invierno a sentarme en alguna de las jardineras del palacio y ni siquiera me fijo en el peso de un perfume o en la carcajada de un esmalte de uñas es porque realmente estoy fregado.

Y hoy precisamente estoy así porque necesito que me echen aunque sea una mirada de arriba abajo; bueno, el plural fue una putería de mi parte, porque realmente lo que quise decir es que necesito que tú me eches una mirada de arriba abajo y…

Es por ello que no quisiera tener que salir hoy, precisamente hoy, hoy, hoy que tengo que ir al centro y cumplir con esos rituales sociales; temo no querer fijarme en nadie más, de comprobar esta jodidez tan rotunda como la de mis bolsillos, como la de mis zapatos o la de mi cara recién rasurada.

Ya veo mi mano que sostendrá una cerveza tratando de ser parte de algo, de pertenecer a un grupo de gente: sonriendo alguna gracia, tararear las mismas canciones de siempre, poner la sonrisa como puerta cerrada a las preguntas.

Sé que tomaré tratando de mendigar algo de olvido, pero en mi tacto –porque sé que la vida no da tregua- no el olvido, ni el vidrio de la cerveza sino la humedad que imagino en tus labios, la de tu entrepierna que se agita quizá como los gatos que no se dejan definir hormigueará en mis manos. Y entonces pediré otra y otra más para traerte a mi lengua que ya habrá olvidado el peso del alcohol, pues serán tus senos, tus muslos, tus glúteos ebrios de ambar, de ciudad a las doce del día, de pared empalada por la miel negra de tu aliento lo que calara en mis huesos por cada trago que tenga que pagar por traerte a mi lado, para imaginarte en los reflejos de la ventana donde mi rostro dejará de tener un reflejo triste, pues tú te agitas en todas esas cosas solitarias, abandonadas en los ángulos de polvo que sólo yo veo entre el tintineo de sonrisas, entre los bailes, entre bar y bar que enmascaran esos silencios que señalan tu presencia y mi ausencia mientras choco la botella y digo salud y tú te adelantas al ruido, a la palabra, a la fiesta y por eso mi voz surge entrecortada porque una parte se ha quedado esperándote en ese rincón donde nadie más sino tú, sólo tú puede reclamar como suyo.

Y probablemente, porque de verdad sé que es muy probable, me diré esos versos en medio del griterío de mi carne o quizá me torturen en voz alta: “échame una mirada al menos de arriba abajo, mira cómo estoy de cabo a rabo…” y habrá quien -porque así son los amigos- que derrumbe mi felicidad con alguna de sus puterías tan oportunas y yo tenga que aplaudir la gracia y volverte a guardar únicamente para mí, en esos ángulos, en esa soledad que se humedece de mis labios hacia dentro.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

LA MUERTE Y LA FLOR


Recostada sobre mi pecho,

en la risa de tu edad me dijiste

¡mátame!,

pero qué sabes de la muerte;

tu cuerpo es una plaza de pájaros,

de senderos abiertos, sin término.

Me miras como crees que se miran

las cosas importantes:

llenas de polvo la palabra

con la torpeza de la solemnidad.

Yo entonces surco tu cabellera,

tu labio inferior, tu cuello;

la Codicia va descendiendo por ti…

Susurras que te mate…

pero en tus ojos

un parque se columpia.

Y tú no lo sabes, cómo podrías;

y yo quisiera negarla, negar esta muerte

que hace tiempo

se acuesta entre nosotros.

sábado, 20 de noviembre de 2010

HORAS INDECISAS


A ciertas horas indecisas, cuando no sé si mi mano se desdibuja en la obscuridad o es dibujada por ella, en esos momentos temería verme al espejo o encontrarme conmigo mismo, con mi mirada dentro de las sombras, oculta a medio camino sobre un puente solitario, donde el alumbrado eléctrico no hace más que acentuar la negrura y la sensación de desamparo, de pérdida, alargando mis pasos en el camino, ese eco que sólo yo y quizá el otro escucha lleno de odio, irritándole los músculos y los abismos donde me espera para tomar mi mano, para quebrarme con un hola, desmoronando los castillos de polvo y sangre en los que he sustentado mis huesos y de los que me he aferrado para vivir sin él.
El exiliado, el vagabundo, el único de los dos quien podría sonreír, escupir su aliento sin vergüenza, su rabia, arrancarse la ropa para sentir el frío y la muerte; aceptar los cuchillos que hieren mi cerebro y que he tratado de dormir en el alcohol, reconciliar en la escritura.
Ahora mismo, cuando tiemblo en este cuarto sin luz, lo invoco por necesidad tomando la precaución de alejarme de los espejos, aunque no sé cuál sea esa mentada necesidad ni deseo que él aparezca; más aún, quisiera creer que jamás ha existido, que yo me lo he inventado o que aquel que verdaderamente se oculta soy yo; yo el expatriado, el que necesita pedir y cobrar las cuentas que el otro por cobardía nunca quiso tomar en sus manos, arrancar esos tres pelos que le mostró la calva del azar.
Pero no, sería absurda la máscara, disfrazar la mediocridad, la pusilanimidad y pretender que jamás se regresó sin el rostro deshecho, con el alma llena de orines, sostenida por mí, expulsada en este odio que ha formado la boca con la que tantas veces he intentado salvarlo, aunque la sangre cada vez pesa y puede menos.

lunes, 15 de noviembre de 2010

NADIE EN EL ESPEJO


Hay tuercas que nunca se ajustan del todo a la vida, que me hacen ir con los huesos enflaquecidos y con la sonrisa amarga. Juro que mi primera intención al escribir estas palabras era para hablar en tonalidades verdes y azules, para mostrar mi rostro en los vidrios de los espejos con una sonrisa que raye el cristal, que niegue la memoria irrecuperable de las veces en que he tratado de buscar alguna seña de identidad, algo que me haga sentir que estoy yo en ese nombre que repito ante esa otra cara que me refleja esa misma palabra que ya no termino de pronunciar; irrecuperable porque no llega a empañar el espejo donde yo la miro, mucho menos mi carne que escucha el “Roberto” seco, sin intención de apretar mi garganta ni dejar un regusto en la lengua. Los colores nunca tienen el matiz con que se les sueña.
Me gustaría sentirme como ese Nadie que va en camino de recuperar las letras que lo invoquen, que lo conformen más allá de la escritura, que le devuelvan toda una ciudad o sino, al menos, una calle, un cuarto y una voz que lo restituyan al tiempo, a ese devenir al que de nuevo es parte, es herida, es pregunta que se abre pues alguien ha pagado el oro al barquero por su nombre; y la muerte otra vez duerme en los remos que ya ha olvidado por causa de ese rostro en el espejo donde al fin se mira mirar y traza con el vaho de su aliento en el vidrio esas letras necesarias para ir enfocando cada día el esqueleto sobre esos colores que nunca son los que se esperan.

jueves, 4 de noviembre de 2010

EL EXILIADO


El exiliado jamás podría ser comparado con Odiseo, pues su viaje no es un regreso a casa ni parte pensando en el misterio que impera en la aventura. No, el viaje es incoloro, las olas, las nubes o simplemente los edificios que se suceden en cada paso representan lo perdido, el olvido que se empeña, como el cíclope, en cerrar las salidas de la memoria hasta imponernos el Nadie, Nadie. Pero a lo único que el exiliado está obligado es a conservar su nombre, pues en él está cifrada su vida, su tierra, el honor –quizá– , algunas calles, ciertos encuentros con el azar que le mostraron el umbral de pequeñas dichas.
Ese encuentro llamado felicidad que tiene la forma de un esbozo de sonrisa, de hormiga en sus manos que hace que el tiempo del retorno, si es que lo hay, o la sola esperanza en el regreso, haga habitable su eterno desarraigo, el constante extranjerismo al que está confinado. Pues esos tinacos que ve muriendo en las azoteas o el frío que vacía la calle y abofetea su cara, rasga su ropa y su sombra, lo van disolviendo, haciéndolo el fantasma de sí mismo, de sus propios pasos que siempre avanzan hacia atrás aunque se quede fijo, mirando los charcos o las hojas de los árboles que le recuerdan su patio y ese aire tan familiar redomado en el aliento de la sangre, del amor o el deseo y que ahora sólo el erotismo lo salva con su soledad de tantas otras soledades.

domingo, 31 de octubre de 2010

DESCARNE


Te miro y siento
tus uñas alrededor de mi cabeza,
raspando mi cráneo
hasta hincar en mi cerebro
tu boca: roja como un chirrido;
devolviéndome al cuchillo de la sangre;
al de tus labios hirviéndome el pecho,
amaestrando mis venas dilatadas
hasta ahormar el horror y el deseo
a mis pupilas que palpitan
como alas arrancadas y enloquecidas
en el espejismo del vuelo;
quebradas costillas, invertidos
rompecabezas de sombras
armados en y por los vasos del sexo
que aúllan mutilados hacia ti;
sobre las babas de tu sonrisa
o mi falo encarnado en medio de esta rabia
que desea una hoguera para escaldar su sed.

lunes, 20 de septiembre de 2010

BLANCO


El mediodía en la plaza se me revela como un puño que se abre en hilillos de luna, como un cielo que ha encerrado sus azules en la cerrazón de los labios dejando una pared de humosa nubosidad; desnudez en la cita, blancura en el azar que es arma y escudo, filo herido y heridor.

No, no es agua ni transparencia; su consistencia resiste al tacto aunque acepta sus dentelladas de sal y sangre; su escamado ir y venir entre esa espumosidad de peces, de arena blanca, hondura de la caricia. Llaga que tiene la anchura del deseo y cuya altura de su silencio no es más que la certeza del abismo.

Mi lengua busca la humedad del fuego no su ceniza; el hormiguero que ha prendido la mecha de la sangre y alborotado los colmillos de la piel que con más ahínco buscan lo profundo, excavan en las salivaciones del diablo buscando el eco o las sombras de ese goteo que se atragantan en la punta del falo.

Se agita la arena, tiembla en el cielo la blancura de contornos heridores; la muerte quiere abrirse paso, no puede; su tormenta sólo es una de las danzas del misterio que abre alguna de las interrogaciones tatuadas en la palma del sexo.

Orgasmo que no es fin ni medio, sino un estar deshecho en la carne, mutilado en el instante que es siempre circular y allí radica su belleza, la perfección de lo eterno que siempre se está irguiendo y destruyendo, vida y muerte; tiempo entre el tiempo; pues los relojes han mutilado sus manecillas como un espejo que sufre el rostro de su vampiro.

La luna: plaza; rostro y pestañeo que no puede ceñirse en el espejo, uno sólo, uno piel, uno cal arena, conejo y jaguar. La luna surcada por las codornices del instante.

lunes, 16 de agosto de 2010

HOJAS SUELTAS


Hace unos quince días que estoy obsesionado con los objetos y no he hablado aún del más importante para mí, del libro. El problema que tengo es que es genérico, vamos, no hay una individualización del objeto, es como las medias en unos muslos femeninos, no importa mucho ni el material ni el color –aunque el fetichista que soy me diga lo contrario-, incluso ni siquiera si el modelo es de red o de raya de gis o si son de medio muslo. Bueno, me estoy desviando del tema, lo importante de las medias es la sustancia, las piernas; sucede lo mismo con el sostén, a veces el encaje o la seda salen sobrando. Con los libros el caso es muy parecido; no importa ni las tapas, ni el tipo de hoja —al menos no es lo esencial al comprar un libro—, lo importante es el contenido, el valor literario de la obra.

Por ello me cuesta mucho hablar de este objeto en general, podría mencionar —claro— ciertos poemarios o libros de cuentos que me han llegado: como El manto y la corona de Bonifaz Nuño: “Hasta en mi contra, estoy de parte tuya:/soy tu aliado mejor cuando me hieres.”, o esa edición azul cielo de La realidad y el deseo de Cernuda editada por el FCE: “Y mi vida es ahora un hombre melancólico/sin saber otra cosa que su llanto.” y ni qué decir de ese librito de Borges: Ficciones. Aunque desde este enfoque hablar del objeto dejaría de tener sentido, pues ya se trataría sobre obras y no del libro como realidad concreta. Así que para no complicarme y dejar un poco la mamonería intelectual de lado, hablaré desde lo que soy, desde el fetichista, desde lo accesorio pero vital al comprar una obra literaria.

Para los viciosos de la literatura, o al menos para éste, la primera cosa secundaria después de haber seleccionado la obra que se quiere leer es el tipo de papel; pues no es lo mismo deslizar los dedos y sentir la textura en un papel cebolla, delicado como los senos que por primera vez se redescubren, se sienten en otras manos, en otra boca y en otro olfato; pues hay que tener en cuenta que un buen libro es aquel que se desea ver, tocar y oler.

Pero hay otros tipos de papeles que sin dejar de ser nobles pierden la delicadeza, pues uno siempre gusta de diversos manjares. Pienso en una hoja más resistente, como los dedos empotrados en unas nalgas buscando el alarido de olores más profundos e intensos como la boca en la codicia del sexo; como un grito que al leer se deshaga en la necesidad de la siguiente y la siguiente página con la misma fruición que se degustaron las primeras; como un gemido sí, pero sin desgarrarse del todo. Así deben de ser los papeles para la batalla, bien apretados como unos concupiscentes pantalones de mezclilla o como el botón de una blusa a la altura de los senos que está a punto de estallar, pero sólo a punto. Estas son hojas muy representativas de los libros de la UNAM o el FCE, hojas de guerra, asequibles para la codicia del estudiante, de su olfato, preludio de placeres insospechados.

También hay hojas que uno nunca sabe que esperar de ellas, pues si bien su olor no es como el de las dos primeras, tampoco es desagradable; digamos que el misterio radica más en la calidad de la obra que en el libro mismo. Si lo comparara con una parte del cuerpo serían los ojos más que la boca, pues son una guía; y a veces una mirada muestra más de lo que se pretende esconder. Son libros como esas mujeres musulmanas a quienes se les impone el hiyab, el ocultamiento del cuerpo, pues uno nunca sabe qué esperar al descorrer el velo, al quitar el Burka.

En los ojos se encuentra el principio y el final del camino a recorrer, pues quizá no sea una carne voluptuosa lo que nos espera, mas el placer está allí, latente, pues no es el río lo que importa sino el ímpetu de su corriente; y así tenemos papeles como las ediciones de bolsillo de Alianza o las hojas de los libros de muchos títulos de Anagrama.

Por último hablaré de esos libros esperpénticos que deberían ser abortados o quizá son precisamente eso: abortos; pues más que libros parecen creaturas malformadas hechas para el vituperio y la mofa, pues no hay nada, pero nada que los salve. Son aquellos libros cuyas hojas parecen deshacerse en la mano y ya ni se diga al cambiar de página, pues ésta se destripa al instante.

Lo peor de todo es que son como un lunar peludo al lado del labio que se besa por necesidad; pues el verdadero horror de esas hojas blancas con letras minúsculas y de flatulente supuración —un agravio para todo lector maratónico, un crimen que además no lleva a ningún editor a la cárcel— radica en que por desgracia, al ser yo un hombre de letras, entiéndase: jodido; la mayoría de las veces termino bailando con ellas, las más feas.

miércoles, 11 de agosto de 2010

EL PARAGUAS


Hay días que se definen por un objeto; por ejemplo un anillo, un termo o un paraguas. A veces por todos ellos, pero hay uno entre todos que necesariamente sobresale; en mi caso fue un paraguas; podría ser de cualquier color, y mentiría si dijera que era amarillo, pero no podría definir el día sin ese color pues a pesar de que la mañana-tarde no tuvo el clima más afable, el amarillo de esa sombrilla se imponía sobre la lluvia y sobre la monotonía de un paisaje del todo conocido, dando una claridad que embotaba todo lo que estuviera fuera de su área.

Ciertamente el paraguas ni estuvo abierto todo el santo día para recordarlo de una manera obsesiva, de hecho un anillo o una fotografía parecerían ser elementos más seguros para que mi memoria los eternizara. Pero este objeto siempre tiene algo de intimidad; sí, lo admito, el anillo también pues tiene interacción con la carne y ni qué decir de la fotografía, pues trae hasta una distancia enfermiza a la persona fotografiada pero, por más cerca que la tengamos o sintamos, siempre se impone el trecho entre el objeto, la persona y nosotros.

Bajo la sombrilla los colores cambian, el paisaje pasa por un crisol que en el mejor de los escenarios lo diluye, pues nos protege de él y además —y lo más importante— la temperatura dentro del paraguas es otra. Sí, sí, a eso me refiero, una sombrilla si es compartida vale un hombro empapado pues el otro sino es que todo el brazo y hasta la pulposa mano —si hay suerte— compensa por mucho, infinitamente por mucho cualquier mojada.

Por ello, hoy que vi una multitud de paraguas arremolinándose entorno mío, me quedé buscando uno en particular y un rostro en especial que sabía de antemano imposible de encontrármelos; pero esa cara junto a la mía estaban allí frente a estos ojos y este cuerpo que no son los míos, pues éstos son testigos de aquellos que se veían, que caminaban como un malformado cuerpo que poco a poco se amoldaba a la necesidad que dibujaba la sombrilla alrededor de ellos. Otros son estos ojos que me veían allí, cautivo mas no enjaulado, otro quizá ese tiempo que trastabillaba -afortunadamente- en sus horas.

Por ello la sombrilla no podía ser monótona, no podría ser gris, ni negra, quizá azul, pero sólo quizá; debía de tener su propia personalidad, negando -afortunadamente- una buena parte de la temática impersonal de Magritte y quizá al mismo instante, a ese objeto amarillo, instrumento de mi dicha; pues todo es del color del paraguas y de la persona con que se mira.