sábado, 30 de enero de 2010

AÚN NOS QUEDA PARÍS

El cine es un azar que queremos y creemos rendido a nuestros anhelos. Uno quiero ver una película, su película reflejada en pantalla; un futuro que se intuye entre los dedos como la piel que nerviosa a nuestro lado enlaza sus manos, y la sentimos tan posible y tan impostergable al mirar su perfil, ese perfil que sólo se ha formado para nosotros; como si ese rostro de tonos monocromáticos, azules de celulosa, hubiese surgido desde y para nuestras pupilas, y en ellas ya estuviera la espera del silencio y del beso, la invitación que nos oculta su otra cara: la despedida, que creemos ahogada en ese líquido frágil que llamamos felicidad o deseo.

Entonces, aproximamos el cuerpo sin movernos apenas nada, y el corazón se va a la boca mordiéndonos rabioso los labios, hinchándolos de negrura; y las palabras, nuestras palabras, mis palabras son robadas por Humphrey Bogart o por Marcello Mastroianni que te dice lo que no te digo y también lo que te digo y soy y no soy; y son mis brazos que se deshacen en la carne de Ingrid o de Juliette buscándote y buscándome en ti y desde ti para llegar a mí, a éste, franqueado de brumas y soledad, con el sombrero calado en llanto en algún lugar del pasado que tiene un futuro en el que únicamente tú y yo habitamos y no hay cabida para el adiós, ni para el llanto, ni para heroísmos, porque allí soy sólo un hombre que ha dejado su sombra en la silla junto a los pantalones y está allí después del “the end” y de los créditos, después de que las luces se han encendido y nos veo levantarnos de las butacas, alejarnos, perdernos entre la gente, mientras nosotros, unidos en algún lugar donde las luces se han vuelto a apagar, donde el término es un comienzo, abrazándonos, buscando en la piel el ardor que no admite derrotas aunque vive en la derrota.

jueves, 14 de enero de 2010

El prólogo nonato

Abrí el libro que tanto me ha acompañado a lo largo de la tesis, y por esas suertes que uno a veces detesta, mis dedos se encontraron con el cuento exacto que abre este capítulo: “Radio Imer Opus 94.5”; y digo detesta porque no tenía ganas de empezar a encontrar “el hilo negro” del texto. En ese estado leí al azar algunas oraciones y me topé con la primera referencia –descontando el título– que pude detectar: “Concierto para Violín y Orquesta número 5 de Wolfgang Amadeus Mozart”.

En seguida me puse a buscar como desesperado ese concierto que estaba seguro de haber escuchado en alguna parte. Al encontrarlo y por fin escucharlo éste me llevó de sugerencia en sugerencia, de estado de ánimo a estado de ánimo sin imaginarme en ese frenesí de imágenes algún rostro en concreto o una presencia tangible, pero por la cual no podía dejar de sentir algo que no sabría definir. Nada sé de música, pero no pude dejar de ser sensible a lo que escuchaba, a ese violín de cuyo arco pendían no sólo mis recuerdos sino el presente mismo de éste inicio por demás, accidentado e insustancial. El concierto me arrojaba hacia algo tan efímero e inasible como la felicidad o el amor, hasta arrostrarme, conforme transcurría la música a la más ingrata de las melancolías.

¿Qué rostro o rostros eran los que imaginaba?, ¿qué hay detrás de la música que hace hundirme en esos pozos enmohecidos de sudor y carne?, no lo sé; pero es tal la fuerza de lo no visto, de lo vislumbrado, de la sugerencia, que me es imposible ser el mismo después de escuchar algo que perturba el sosiego de la sangre, y que aun sin reconocer un rostro y ni siquiera una silueta me conmueve de tal forma que hago lo imposible por dotar de algo mío a esa presencia evanescente. Y sé que por miedo no atravieso esa barrera del deseo y la imaginación, no trasgredo ese orden que vislumbro. El plácido goce del sufrimiento que llega con aires de nostalgia me es suficiente, es la dosis necesaria de tristeza que necesito para sentir desbocarse en mí algo más que huesos y carne sin el peligro de perderme y jamás hallarme de nuevo.
No, yo no puedo cruzar la frontera de la música, no puedo asir la sugerencia emanada de ésta, por ello sé que la melancolía o la felicidad jamás podrán llegar a ser saciadas. Y sin embargo, es la única manera que tengo para poder entender un poco a la señorita Irene, al mundo que ha creado ella y para ella Dávila y del cual soy un simple mirón que quizá nunca encontrará el hilo negro, pero me adentraré en el peligro de la sugerencia, en la construcción que Amparo forjó y que gracias al concierto número cinco de Mozart, he hallado una partitura de lectura y puedo ser sensible a ella.

Este Primer inciso del capítulo tratará –sí, porque ando cursi y sentimental– del amor, mas, como no puedo desligarme del motivo principal del porqué escribo, ni del otro quizá más terrorífico que los propios textos de Amparo, ustedes, mis lectores –y aquí perdonen si interrumpo la cita de Baudelaire, pero sería algo muy pedante de mi parte–, tendré, por ende, que dirigir forzosamente mis tiros amorosos hacia otra de sus caras, el horror; el horror que se ciñe en la esperanza de encontrar el amor, de lo angustioso que se muestra éste al idealizarlo y de lo crudo que es cuando nos enfrentamos a él en un mundo donde es improbable su presencia y que al darnos cuenta de ello ya es demasiado tarde, no sólo para abandonarlo, sino incluso para renegar de él.

Es quizá el amor la forma más tortuosa del horror porque es la más íntima a nosotros mismos, no necesita llegar en la noche, tampoco requiere de un espacio en específico para martirizarnos, ni de una presencia estrafalariamente ataviada de sombras y silencios para infundírnoslo. El amor –y allí está lo terrorífico– surge de nuestro interior, lo vamos alimentado lentamente y cuando es demasiado tarde –y siempre es demasiado tarde– nos mastica, nos cercena de nuestro mundo y nos devora con el más desesperado y goyesco de los horrores, el que nos excluye al incluirnos, la locura.