sábado, 27 de febrero de 2010

PANDORA EN SU CAJA

Hace unos días vi en el escaparate de alguna tienda de antigüedades una cajita de caoba, abierta como si fuera una concha ofreciendo su tesoro; en el interior una espigada bailarina de tutú tornasolado, blanquísima piel y cabellera negra desplegaba el antiguo arte del hipnotismo con sus giros, con la línea de su cuerpo engarzada a la perfección con la melodía que bien podía provenir de la caja, pero no, era la propia bailarina quien imponía el sueño tanto de la música como de la danza.
Al verla bailar recargué sin darme cuenta las manos sobre el cristal en la inconsciencia de querer poseer o ser poseído por ese sortilegio en movimiento. Entonces sentí lo que debió haber sentido Epimeteo al ver descender hasta el umbral de su puerta a la mujer que era la suma de la belleza y cualidades divinas: Pandora.
Esta mujer —según nos cuenta Hesíodo— llegó sosteniendo una jarra cuyo contenido ella desconocía y el cual era el de todos los males acompañados por la esperanza; y Pandora al levantar la tapa de la jarra, por curiosidad, dejó escapar todas estas calamidades con excepción de la esperanza. Pero yo, al ver el sinuoso baile de aquella escultura, no puedo sino poner en duda esa versión.
Quizá la jarra no contenía más que agua o vino para la sed, para engañar al deseo que ya se agitaba en la sangre de Epimeteo al presentir la figura de aquella mujer que hería con su blancura el descanso de las sombras que guardaban la entrada de su casa. Pandora no sabía, no podía saberlo pues al ser creada en el templo de la belleza no tenía conciencia de lo que ésta puede formar y destruir, entre iguales jamás hay punto de comparación.
Zeus sí, conocía perfectamente al hombre y su imperfección. Ningún mortal podría mirar de frente ni el rayo ni la hermosura más clara cifrada en la dulzura de unas formas bondadosas. Epimeteo sin escuchar las admoniciones de su hermano la hizo su mujer. Epimeteo quiso ser dios, domar el rayo, buscar la única forma de eternidad que se le concede al hombre, la del goce de la carne.
Pero este querer eternizarse en y con Pandora, en verse en su belleza desató quizá el único mal que Zeus había deparado al hombre: la esperanza, cuchillo que desangra con el deseo que se piensa alcanzable; como el mío que parecía derrumbarse para en ese instante, como la fuente, surcar el aire en gotas de color; el mío, mi Pandora estaba del otro lado, en el escaparate bailando para mí, para la soledad de mi deseo.
Mis manos se fueron deslizando poco a poco por el cristal; como un caracol, iba dejando el camino de mis huellas digitales sobre el vidrio, lo acariciaba como si mi tacto pudiera rozar esos muslos, ese movimiento que producía el mismo efecto que el canto de las sirenas, con la diferencia que yo no era ni Odiseo y carezco totalmente de ingenio.
Por un momento quise entrar y cerrar la caja, parar aquella crueldad que incitaba mi mente, que me hacía otro, como si en cualquier momento pudiera aquella persona cometer algún delito. Miré a todos lados y entré en la tienda, la melodía llenaba el aire; el baile, la habitación; pues adentro una infinidad de espejos me sugerían detalles que antes conocía parcialmente de mi bailarina. Pude ver la firmeza de sus glúteos, el transitar de su sonrisa como un río que comienza, avanza, regresa y es siempre el mismo. Quise cerrar los ojos, atarme a alguna silla o escapar de la tienda, pero no pude.
Mis manos temblaban, sudaban, jamás se me hubiera ocurrido que yo… No, imposible, pero tan sólo era cuestión de estirar la mano, de cerrar mis dedos alrededor suyo, pero la música… no podía detenerla, sería una crueldad que dejara de bailar, que por mí los espejos quedaran vacíos, que la tienda desapareciera de los transeúntes, que esa calle de la colonia Roma se borrara de la memoria.
Y ella seguía bailando, como si el tiempo se hubiera hecho para tener la certeza de cada uno de sus compases, de cada giro, de esa mano lánguida que pareciera que de un momento a otro iba a desmayarse desde aquella altura a la que estaba confinada y cuyo brazo se recargaba tiernamente en su frente como un pensamiento: quizá el de la belleza eterna la torturaba o quizá el del amor; tal vez bailaba para su enamorado, ese baile que pensé para mí, era un baile de espera, pero… ¿para quién? Solamente yo estaba allí, nadie más nos miraba, no podía ser otro, su baile tenía que ser mío, sólo para mí, para mis manos.
De repente la melodía comenzó a demorarse, ella interpretaba ahora un susurro, un pestañeo, su baile era un coqueteo, mirada que es una invitación. Lentamente la tarde fue cayendo tras la ventana y un rubor rojizo bañó la piel de mi bailarina; sus mejillas se encendieron un poco, su cuello parecía más suave que antes, un cosquilleo recorrió cada una de mis falanges, yo abría y cerraba las manos sin control, de repente rocé con uno de mis dedos el tutú, su consistencia era de nube o quizá de espuma; al hacerlo sentí una sonrisa mezclada en la música, después fui bajando el dedo con mucha delicadeza, como si el reloj hubiera metido diez años de mi vida en cada segundo, como si fuera un ciego que no quiere perder un solo detalle del cuerpo amado, un escultor que va reconociendo cada curva, cada borde de su escultura. La ternura y la fiebre se mezclaban en mí.
Una sensación cálida recorrió el torrente de mi sangre, me sentí parte de la música, del baile, pero sólo mis manos se movían al ritmo de ese prodigio; entonces la sombra de toda mi mano rodeó su blanca piel, como si otro cuerpo estuviera sobre ella, como si la sombra fuera también su sombra, pero en el instante de cerrarla, de robarme el don de su cuerpo… no pude; todo terminó en una caricia, casi como esos besos al final de una historia de amor, de un amor que no puede ser y se despide bajo la lluvia.
Ella continuó bailando, y yo, yo no pude más, salí con el gesto de la despedida y de la derrota, salí pensando en volver, salí solo, sin mí cargando un peso más agobiante que mi propio corazón. La tarde iba plegándose a los faroles de la noche, y yo me quedé con la esperanza de volver a verla, sí, quizá mañana pueda volver a verla…

martes, 16 de febrero de 2010

APOLOGÍA DEL REGGAETON

Entre más grande es la ciudad más difícil es conocer a alguien, o tener cinco minutos para que la memoria fije un rostro o su propio deseo. Sino fuera por esos espacios donde el ocio se recrea quizá el hombre estaría condenado a la soledad, al onanismo, y por qué no, a la desesperación, a la locura, pues sólo en ella no estamos abandonados, pero al fin y al cabo todo sería un espejismo que tarde o temprano conduciría a la muerte.

La música se creó para la fiesta, para poblar en el silencio la sonoridad de la vida; los rapsodas, los bardos iban cantando las historias de sus pueblos, de sus reyes, de sus dioses y demonios. Nuestras grandes épicas, aquellas memorias colectivas fueron llenando el espacio por medio de esa alada y tornasolada sustancia en las voces de aquellos que podían darles los tonos adecuados a esas historias matizadas por la poesía. La música es una conmemoración que aglutina y nos da certeza y realidad.

Pero ¿Cuál es la finalidad de la música?, ¿exacerbar los sentidos?, ¿calmarlos?, ¿entristecerlos? Quizá no nos es dado saber el fin de la melopea, mas no por ello es imposible ser traspasados por ésta: la música, que atañe tanto a nuestro espíritu como a nuestro cuerpo; que gira en torno al hombre y quizá sólo a él pertenece.

La música clásica tal vez sea, junto al jazz, dos de sus manifestaciones más cerebrales, más excluyentes, pues sobre todo en la música que no es acompañada por la voz, por las palabras, ésta se convierte en líquido abstracto, aire estasiado de color, de tesituras que hacen que el hombre sienta algo, se conmueva y se vuelva símbolo de sí y de lo que escucha. Un adagio vale una lágrima, una juguetona trompetada de Amstrong establece la complicidad, el juego de miradas, la picardía y porqué no, a veces un caos azarosamente estructurado que toca alguna fibra de nuestro ser que nos lleva desde el recuerdo hasta el presagio.

Desgraciadamente esta música intelectual, se quiera o no, pertenece a una cierta élite, aquella que puede acceder a la cultura; el arte siempre será de minorías, es sectario porque requiere espacio y tiempo para el ocio; y en un mundo en que la vida se va en el trabajo de calmar las necesidades fisiológicas, muy difícilmente se puede tener tiempo para alimentar las espirituales. Es por ello que el arte se vulgariza, se hace asequible en detrimento de su inmortalidad; pues el hombre únicamente cuenta con un momento, un pestañeo antes de regresar a la brutalidad de la vida, y es por ello que tanto la música como las demás artes sufren una desfiguración, un menoscabo de sí a favor del ser que le ha dado vida.

Las artes pierden su calidad de arte para empujar al hombre a la crudeza del sentir; no hay espacio para exquisiteces, para paladear como se debe degustar un buen vino, o la gran literatura o la música o la pintura, etc. No hay espacio para que el hombre explore por completo su corporeidad, para que se reconozca y se asuma como tal, como un todo; apenas hay tiempo para la premura, para sintetizar la tristeza, la violencia, la muerte, el deseo, la pasión…

No hay matices posibles, el ritmo debe ser primitivo, digerible y básico, pues tiene que ser socialmente concomitante, debe crear un espacio para el recreo, para el desfogue de la vida diaria, para dejarse ir y caer en la primera capa de un ser que comienza a sentir y ser sentido, y allí encontrar, sin ahondar más, porque nunca hay tiempo, la salida de lo cotidiano. Por ello no puedo hacer una crítica del reggaetón, no debo hacerla, pues en un mundo en que somos un extraño para el otro, en que la vida pesa mucho más que ayer, el incendio del instinto es necesario para que la maquinaria social siga lubricada.

Necesitamos del otro, su piel, un contacto que nos haga ser y nos designe. No hay sociedad sin comunicación y sin metas; el reggaetón es una esperanza de conocer a alguien, quizá por unos minutos estar en el otro y el otro en nosotros y con el otro encontrarnos a nosotros mismos. Es cierto que no hay lugar para la erotización, pues ésta requiere de su tiempo, de todos los sentidos puestos en juego; pero el deseo siempre está presente en el hombre, y el perreo no hace más que acrecentar la rabia de la carne, el relincho del animal que ya llega herido al baile y por ello sus zarpazos son más peligrosos y más desesperados, pues desea existir, sentirse en comunidad, imaginar-se –aunque es una fantasía- amado, deseado, y presentir, quizá muy superficialmente, uno de los muchos pulsos de esa humanidad latente que lo habita y desgraciadamente jamás llegará a conocer del todo. Por ello sería un crimen, una canallada desposeerlo de esas hijas bastardas del arte, que aunque muy parcialmente, le enseñan algo más sobre su ser, o por lo menos le dejan un aroma, un sabor que aunque no logre descifrar, lo hacen ahondar más en sí mismo.

viernes, 5 de febrero de 2010

TÉ VERDE

Todo el día he traído en el cuerpo el sabor del té verde, un verde modernista, ambiguo y definido, cristalino en su negrura; y me figuro un haiku de tablada, me lo imagino, lo creo: de té es el verde del espasmo y la rabia de la calma.

Bulle desde mi lengua un hervor asiático de honor y de tragedia, seppuku de sangre serena que se eleva en bruma y en follaje; y un trueno verde velardiano lorea en la laguna en que amantes esperan dos labios desnudados.

Un fauno de cuernos hondos y de mirar versada arde en los vapores en que una lengua incendia su violeta de memorias. La espera. La espera —siente el fauno—y llora sangre y deseo desbordando las aguas de la taza, asentando en el plato una tristeza carcelaria; y el dedo sobre la porcelana una tras otra las olas va elevando y la cuchara zozobra y es un espejo cóncavo de lágrimas.

Y Leda, Leda es otro nombre del abandono; pero una negra como un bloque de sombra, gorda, fea y desnalgada llega con la cuenta; y yo, sin mirarla, sé que espera como los labios, como el fauno, como la lengua, como los dedos, como yo que apuro el último trago de la taza.