martes, 27 de abril de 2010

LA NAVAJA

Pensé en la navaja, vi mi rostro en el cristal del micro y pensé en la navaja; me miré y mi cara estaba demasiado cansada, me pesaba la barba y las horas. Pensé en la navaja como una resolución que enderezaría mi vida. Mis dedos tocaron mi mentón, las líneas de mi rostro y en el vidrio escurrían los reflejos y las sombras de esa cara de la que ya estaba harto.
Mis dedos apretaron mis pómulos como si quisieran cortarlos, cercenarlos, como si la piel ya estuviera podrida y necesitara arrancármela; un ritual de purificación que conlleva odio y rabia. A mi alrededor las personas veían las tenues marcas rojizas hechas por mis dedos que segundos después desaparecerían de mi rostro; yo como si tuviera lepra, como si un millar de hormigas empezaran a devorarme la piel poco a poco, no podía dejar de rascarme, de perforarme no ya con mis dedos, sino con algo dentro de ellos, de mí que el reflejo del vidrio y de las pupilas de la gente no podían reflejar.
Me bajé y al llegar a casa busqué la navaja; hace meses que no la usaba, estaba allí: sucia, llena de pelusa; la enjuagué un poco, sin esmero; apreté el mango como si al hacerlo buscara hacer pedazos mis falanges, como si mi propia espina dorsal estuviera confinada en ese pedazo de metal. Un dolor me llegó desde el animal que soy, desde el que se resiste a desaparecer, como si me clavaran un picahielos por debajo de la quijada; después un calambre me engarrotó la boca y tenía la mueca de una bestia enferma, aún imaginando una última dentellada que nunca llegó.
Apreté la navaja sobre mi pómulo, hacia abajo, pero mi brazo se resistía a herirme y yo no pude porque siempre he sido un cobarde y así sucedía navajazo tras navajazo, me sentía un poco más imbécil cada vez; en mi garganta el pulso y la fuerza aún fueron más pusilánimes. Lloré a medio rasurar, a medio llanto, a medio rostro y no sabía qué demonios hacer con él, con este otro que de pronto se burlaba también de mí, pero que me era tan desconocido y su burla por ende era más implacable, más estruendosa.
Proseguí en silencio y en resignación; al terminar mis dedos no quisieron tocarlo, como si la peste aguardará en esas líneas, en ese gesto que no dejaba de arrinconarme. Yo cerré los ojos, quise cerrarlos pero nada me apartaba de esa cara que me miraba con tanto desprecio y quise la navaja y la navaja estaba allí, brillante, y cerré los puños y mis uñas no pudieron siquiera sangrar las palmas de mis manos, y la navaja seguía allí, fija, mirándome, yo me di la vuelta con la espalda convulsionada y cerré la puerta del baño.

jueves, 22 de abril de 2010

para los Javieres que me habitan

Releyendo esta carta que originalmente era para Xavier Villaurrutia y fue para un concurso -por parte de la UNAM- del cual resultó premiada, me di cuenta que no la escribí sólo para él sino para mi padre, pero al leerla hoy, vi que también y más que nada es una carta dirigida para mí; Dónde estoy, no sé, siento que me necesito y no me encuentro y me busco en la habitación y sí me siento, pero entonces, por qué no me respondo en esta soledad, porque no me doy un abrazo cuando más lo necesito. Bueno ya me dejo de estas cosas y mejor transcribo la carta, perdonen por no escribir nada nuevo, pero sí, es algo que estoy viviendo en este momento.

Estimado Xavier:

Escribo estas palabras, no mías, hermano que has venido vertiéndolas noche a noche en esta habitación; soledad en que aguardo el silencio de tu palabra, de tu nocturna palabra Xavier, pues aquí ya no hay sueño ni estatua, y sin tu voz, tampoco grito ni eco; el muro yace quebrado ante un espejo que llora desconsoladamente, llora buscando tu tacto, buscando su muerte que sólo en tu rostro encontraba.
Xavier, ¿por qué precisamente esta noche en que más me hiere tu recuerdo vienes a mí?, ¿por qué detener tu voz en mi boca en el instante que siento una sed de muerte, un vacío de muerte que ha dejado tu ausencia? Ya no es mía mi voz Xavier, ya no es mía, está llena de tu sombra; y en este papel, en esta sábana blanca amortajo tu voz con mi palabra, lenguaje de muertos amigo mío.
Hoy sé que vivo muriendo, que estoy tan vivo como muerto, pues, “¿qué prueba de la existencia es mayor que la muerte?” No sé si agradecerte, no lo sé amigo mío, pero no hallo mejor forma de hablarte sino es a través de este lenguaje que he aprendido de ti y a la vez tan mío, como esta sombra que sube de mi boca y es nostalgia, ¿de tu partida?, ¿de la falta de tu palabra?, ¿de la forma en que me mostrabas y entendías al mundo?, ¿de qué?, no lo sé Xavier, no sabría decirte, es quizá todo eso, es quizá… abusando de nueva cuenta de tus palabras: nostalgia de la muerte, de la muerte diaria, de la muerte vivida.
Hoy tu imagen circula en el árbol quebrado de mis venas, y es una herida que aviva mis dudas, no sólo de lo que nace y muere de la noche, de lo que duerme y despierta en ella, sino es saber de ti, saberte lo que me desvela, ¿tendrá mi voz su eco?, ¿estarás despierto esta noche?, ¿vagarás sonámbulo en mis ojos muertos viendo cómo trato de llamarte, de charlar contigo?, ¿Acaso alguna de estas palabras, de mi voz será quemadura suficiente para matar tu muerte y afrentar la soledad de la alcoba? “Todo en la noche –decías- vive una duda secreta.”, pues a esa duda me amparo Xavier, en esa duda vagan mis pasos sin rumbo buscando tu misterio.
Está desierto, todo está desierto, “como la calle antes del crimen”, como mis pupilas aún cerradas al cuchillo de tus alas negras, de tus dos alas que hieren el aire, el encierro de este cuarto en que a solas he abierto la botella. Desaparecen los ángulos, y sólo se escucha caer gota a gota en el fondo del vaso la soledad sin paredes, la soledad sin sangre que me habita y que te llama como este espejo que me nombra y te ha nombrado; y en ese angustioso juego, en el caracol de mi oreja, espero tu voz.
Quizá no vengas, pero vendrás. Está la luna muerta de tanta luz, de tanta muerte que me hace pensar en ti, su luz hace más hondo el silencio sobre el cristal de mi oído, mudez a la que me rebelo y revelo el velo de vocales distraídas que amortiguan el descenso a los olvidos en que se hiere el laberinto de mi aliento.
Apago la luz -no es suficiente-, en la cama, con la botella a punto de entristecerse, cierro los ojos y acallo el último latido de alcohol; en mi boca, entre mis labios, en vuelo vertical, unas cuantas palabras Xavier: primero ajenas, después mías, entonces tuyas… Algunos de tus versos vienen con la respiración, con la misma velocidad que la noche y sus sombras imprimen al tiempo: “La MUERTE toma siempre la forma de la alcoba que nos contiene. Es cóncava y oscura y tibia y silenciosa, se pliega en las cortinas en que anida la sombra, es dura en el espejo y tensa y congelada, profunda en las almohadas y, en las sábanas, blanca…”
La alcoba nos habita Xavier, nos llena de su silencio, de nuestro silencio: “duro cristal de dura roca”; nos sumerge en su sombra, nos ahoga entre las sábanas, crudeza que ostenta como su manto la muerte; húmedo como el mar que llevamos dentro, como el temblor de un olvido que de pronto nos quebrara los labios, y sílaba a sílaba dijera su nombre, el nombre, ese nombre que tantas veces nos recorrió a ciegas buscándonos el pecho, y que hoy arde sobre la boca de nuestra tristeza.
La alcoba es el único lugar posible para llamarte, para escribirte, para nombrarte, donde el tiempo está al capricho de la noche, de la muerte: nocturno mar amargo que nos circunda, en el que por fin, lentamente has llegado. “Entonces, sólo entonces, los dos solos, sabemos que no el amor sino la oscura muerte nos precipita a vernos cara a cara a los ojos…”

Roberto Javier Acuña Gutiérrez

viernes, 16 de abril de 2010

LO FATAL

Elías Canetti decía que uno muere de una manera tan simple, que no era posible que la gente muriera con tanta facilidad. Él hablaba de ese modo por la época que le tocó vivir: la segunda guerra mundial. Ciertamente no puedo estar más de acuerdo con sus ideas, matar no requiere más que apretar un gatillo o violentar un cuchillo hacia adelante, hacia el otro. Canetti habla desde lo fisiológico, desde el acto físico, desde el daño que los demás pueden hacer sin sentirlo siquiera, quizá esa sea la muerte más azarosa, la que no se gesta en el propio hombre que la sufre.

Yo no podría sumar nada a lo que Canetti ha dicho, porque ese tipo de muerte no me pertenece, no me ha tocado de cerca, no la vivo ni la sufro; pero la otra, la que cargamos con nosotros todos los días no ha dejado de fastidiarme desde el momento en que tomé conciencia de mí mismo, en que vivo como una serie de interrogaciones que sé indescifrables y que al mismo tiempo me acotan y borran mis límites.

La muerte es un hoy, es un ir muriendo cada día, es verme al espejo y no encontrar nada en ese rostro que me mira mirándolo.
Pero la pasión está embrollando mi pensamiento y antes quisiera detenerme y mencionar que de las muertes que he sentido en algún momento de mi vida éstas han sido de dos tipos: la sensitiva y la indolente.

Hay un poema de Rubén Darío que empieza: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque ésta ya no siente/ pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,/ni mayor pesadumbre que la vida consciente…”

El hombre que es sensible al mundo y a sí mismo está condenado a sufrirlo, es un ser agónico que está en pugna con y por la vida. El hombre barroco, por ejemplo, vomitaba su agonía desde el interior hasta hacer de su dolor una mueca terrible; los romántico del XIX veían la expresión de su ser en la naturaleza tanto para asemejarse o contrastarse con ella o negarla ya en el periodo decadente; el hombre del XX al contrario se encerró en sí mismo, creo una jaula a su alrededor y sus batallas fueron internas y desesperadas, estaba solo, abandonado, había perdido el soporte de la divinidad y el arte y sólo le quedaba él mismo, derrotado de antemano.

Pero no todos los hombres son éste del que hablo. Yo pienso solamente en ése que conoce el peso de su respiración, de cada paso, del que piensa y se siente, y por ello puede pensar y sentir a los demás. Es el que se sufre y se vive en cada cosa que aprehende, el que puede hacer suya una tarde o el rubor o la tristeza en un compás musical, en una pintura, en el agua encharcada sobre la banqueta; es éste quien verdaderamente sufre pues sus máscaras -si es que las tiene- no pueden ocultar ni negar su verdadero rostro a él mismo.
Desgraciadamente este es el hombre que sufre de esas muertes diarias; las sufre porque las vive desde lo hondo de sí mismo, desde su desnudez más dolorosa, la muerte siempre es un asunto íntimo y privado.


El sentir todo es un dolor de fondo; abrir los sentidos es tener una hemorragia que no para y nos va consumiendo "arder como la vela y consumirse" decía Lope de Vega. Todo hiere de tan claro y de tan obscuro. Mi piel está aquí sin estar pues está viviendo el recuerdo de unos labios, la amargura de un ombligo y eso hace que yo, el que escribe, quede fuera de este momento en que mis dedos surcan el teclado.

Mi pensamiento duele porque es mío, porque allí estoy solo tratando de buscarme un mundo, tratando de catalogar a la persona que está aquí sentado, sin saber realmente quién es, pero el sólo acto de formular la pregunta ya es una respuesta, una verdad, una herida y un acto de rebeldía.

Esta manera de sentir y de pensar es un morir viviendo, es saber que esta luz nunca volverá a rozar de esa forma mi cuerpo, es perder al otro, es sucumbir a un olor, a un segundo en que éramos y a una hora en que nada queda ya de mí, en que he perdido todo y no me he cansado de seguir perdiendo aunque la caída cada vez es más negra y no se ve aún el suelo que me haga sentir el peso de la distancia ni el de mi cuerpo y el de mis huesos destrozados por el golpe que anuncia el final de la caída. “Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,/y el temor de haber sido y un futuro terror…/ y el espanto seguro de estar mañana muerto,/y sufrir por la vida y por la sombra y por…”


Pero esta muerte sensitiva llega un momento en que nos vacía, nos hace estériles al sentir y nos conduce tarde o temprano a la indolencia, al sabernos derrotados y sentirnos tristes de que ya no nos sabe la derrota; qué digo tristeza, ¡no!, ¡no!, ¡eso es falso!, pues en esta muerte que sigue a la del sentir ya no se siente nada, se han quemado los caminos del sentimiento, del dolor y la alegría, de la vida y de la propia muerte. Porque esta muerte es un dejarse ir de sí, es como verse acuchillado y seguir caminando en una ciudad destruida sin sufrir ni preguntarnos por la destrucción ni por la propia cuchillada. Ya no se buscan los pasos alguna vez perdidos, ni los pedazos de sombras que se nos han ido cayendo en el camino, ya el tacto no existe, es como ser un exiliado no sólo fuera de sí sino en sí mismo, y ésta es la muerte que no tiene retorno. Un suicida es un hombre que se queda sin caminos, que la vida o bien lo quemó en un instante o lo fue enfriando tanto que ya no siente que se le han ido cayendo poco a poco los dedos de las manos o quebrado el pulso de la sangre.

Yo he gustado el peso de la muerte en mi carne y he sentido lo que es no sentir; me he puesto una pistola en la boca, he probado el sabor del acero y jalado del gatillo porque ya no me quedaba nada, o al menos en ese momento pensaba que ya nada tenía, que no había una razón que justificara este levantarse día a día, este ponerse la cara, ajustarse el cuerpo y salir como si se buscara algo; yo me quedé sin nada qué buscar, yo dejé de reconocerme en ese hombre que se levantaba, que se veía las manos y se sentía ajeno de sí, del que ya no le queda piso para seguir cayendo, del que ya no tiene salidas pues todas las puertas se han cerrado en torno suyo y no hay más dolor que le haga sentir o por lo menos sufrir la vida.


Apreté el gatillo, pero esa vez no había balas en la pistola -en el teatro sería algo así como tragicómico, patético sin el sentido etimológico, sino peyorativo que nada tiene que ver con el pathos-.

Me acuerdo que lloré; vi mi llanto, sentí mi llanto, gusté mi llanto y dije que la vida era una hija de puta. Me jalé los cabellos para sentirme yo y otro, uno que comenzaba en ese instante, me golpeé los muslos, el pecho y reí sin saber cómo reír y por qué reír; me mordí los brazos para sentir mi carne. Quise hablar, gritar algo, quizá mi nombre que no sabía cuánto me pertenecía, pero no pude; quise apuñalar ese silencio abriendo la boca, mordiéndolo con mis dientes y la sangre manchó mis labios, mi barbilla, mi playera y ahogó mi gusto, perforó mi saliva y yo entré de nuevo en mí para empezar a caer de nuevo… y quise decir que ya no, que jamás, pero no pude porque sabía que la vida seguiría siendo una hija de puta.

Y hoy tengo que volver a jalar el gatillo y sentir el cañón de la pistola en mi boca aunque ya no haya nunca más una pistola, pero necesito recordar al imbécil que era para volver a sentir al imbécil que estoy siendo y seré; quiero tener presente todo lo que se ha muerto en mí para llegar al ser que soy ahora; lo necesito en este día en que se ha cercenado una gran parte de mí.

“lo que no conocemos y apenas sospechamos,/ y la carne que tienta con sus frescos racimos/ y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,/ ¡y no saber a dónde vamos,/ ni de dónde venimos…!”
Pero estos versos finales de Darío, estos versos de su poema "Lo fatal", aunque encierran la incertidumbre y la certeza del "Eros" y el "Thanatos" no son para mí una desesperanza como lo fueron para el poeta, sino una incógnita que quiero seguir indagando; y si es preciso morir cada día para seguir deseando cada día, lo seguiré haciendo, pues prefiero ser un hombre que sabe y ha gustado y sufrido de la muerte a lo largo de su vida, a ser uno que sólo la verá al final de su jornada o por el azar que alguien más le tiene preparado a la vuelta de la esquina.

lunes, 12 de abril de 2010

FATALIDAD




Y al salvarte yo me salvo si me escuchas.
Rubén Bonifaz Nuño.


Por fatalidad,
por la desgracia de estar naciendo
a cada instante de mis sentidos todos,
con estos mundos amordazados
que siento desesperarse dentro y fuera de mí,
que veo a cada segundo ahogarse
sin palabras que los formen y los salven del olvido
que tanto me entristece,
que nadie merece, y veo reírse
en la intimidad de tantos labios;
en los hombres que estiran sus manos
y se sienten perdidos, solitarios,
y ven su angustia agitarse en las ramas
de la noche
negándoles hasta el consuelo de sus sombras…
y temen;
yo también temo y sufro con ellos.
Y temo la desdicha que procede a la espera;
a la sonrisa de la soledad
como un sol impacientado en algún parque
a medio día, calentando una banca
hasta pudrirse en sus horas, lentamente
en todo su ardor;
y temo al hoy que no puedo
engarzar con un nombre;
al día que no admite futuros;
al hombre que he perdido y nunca seré;
a la mujer que se me ha olvidado
y nunca conocí y dediqué mis manos
toda una noche mientras mi cama dormía;
temo tanto a mi corazón que no admite treguas
aunque siempre ha vivido en la derrota;
y sobre todo, temo a las palabras
que siempre ocultan más de lo que muestran,
que dan la herida exacta de nuestro dolor,
a veces sin nombrarlo,
pero al nombrarlo siempre;
temo a mis dedos sobre el teclado,
a la escritura,
rabioso animal que sabe trizar
los huesos de lo que soy,
de lo que deseo ser.
Por fatalidad llevo esta crónica
de causas perdidas,
de hechos inútiles,
de cuentas que nadie espera cobrar,
de listas con nombres, con fechas, con lugares
que ya no existen y quizá jamás
existieron, y sin embargo, piden
su puño de tierra,
una mirada que los salve,
de algún modo,
al formar las precisas
palabras que hagan sangrar su muerte,
los salven,
sin una mano a quien dar las suyas,
de caer desbarrancados y solos.

lunes, 5 de abril de 2010

ADAGIO SURREALISTA


Piedra, cicatriz, coágulo fermentado en mis ojos; ni raíz ni fruto, sólo golpe pudriéndose en el suelo. Sólo golpe a lo bruto, sin destino, nudillos quebrados doliéndose como perros recién paridos; orfandad de mariposas, de panal sin miel, estéril vuelo de caracoles sin música ni silencio. En la ventana una flor va mutilándose los pétalos, las nubes a lo lejos sueltan su sopor y las cortinas son pañuelos y despedida.


La calle baja sin infiernos y sin rencor, yo subo por mi sangre y caigo en el agror de mi garganta. Los recuerdos son mimos que se quedan sin brazos y piernas y su cara es un espejo mirándome, nada veo. ¿Sufro? No, tengo miedo, la muerte no sabe de sentimientos pero tengo la cara pálida y la derrota no ha querido seguir su camino.


La tengo parada y me gusta verla y sentir la erección, quizá pueda perforar el universo ¿pero me alcanzaría para tus nalgas? el esperma cae como la soledad, me la sigo jalando, me gusta, ¿y la moral? y ¿la religión?, ya sabes, mi única divinidad últimamente ha sido pensar en tu cuerpo y en mi saliva, en tenerte quebrada en mis ojos.


Te amaría sino tuviera miedo a amarte. El tiempo siempre ha sido relativo, una hormiga ha tardado años en cosquillearme la verga y en deletrear tu boca, cómo empienza, mmmm: Líquidamente Idealmente Literalmente Idiomáticamente Antes Nada Aparece. Estoy jodido porque he perdido el gusto de mi boca. Mi verga anda cabizbaja muñeca, las mías están ya dislocadas; ayúdame que yo te ayudaré. Ah, pero la muy puta me tiene escribiendo que la luna está a la distancia de tu meñique, de ése, el pequeñito, me gustaría tener tu meñique en mi boca…, también a la puta le gustaría tenerte...


¿cuál es la raíz cuadrada de un beso, pero uno tuyo? Los otros no me importan.


Digo fotosíntesis y es la palabra más erótica del mundo, estoy jodido, sí, ¿por qué fotosíntesis y no helio?, hasta cadmio me parece más sensual, pero es fotosíntesis, ¿dime sino es para estar jodido? Estoy verde y la clorofila me pinta el esperma y los cuadernos y los versos están clorofiliosos, ¡chingá!… sería Hulk de no estar panzón, pero sé que todo es relativo ¿o me puedes decir el peso exacto de un beso?


Yo podría calcular el color del deseo y el color de un helado sobre tus labios, si te hubieras visto hoy a la cara con mis ojos me entenderías, desgraciadamente el color de este día es el de un diccionario abierto a media noche.