jueves, 27 de mayo de 2010

TRAZOS


Tengo ganas de vomitar, de que el sonido deje de moverse en mi cabeza y de que los colores sean lo que son en la paleta cromática y no más, que sugieran sólo su crudeza como una madera sin tallar, sin matices de olor, sin sensitiva porosidad.

Todo está en movimiento y firme, nada está quieto, sólo mi mente busca asirse de algo, quiere tomar un poco de rojo y de violeta, pero que sea únicamente rojo y violeta para hacerse de su sangre y de sus vísceras y poder salir y tomar lo que va quedando de la lluvia en los charcos y en el rocío sobre la hierba; pero no en las flores, jamás de las flores que siempre me han parecido pintadas con escuadra y transportador, por alguien que no sabe que una flor no es, que jamás puede ser y menos en una mano, menos en la mirada, menos en el fondo del pecho donde navega un ciego guiándose por la furia de sus ríos subterráneos.

No, lo mío es la hierba entre la tierra y los zapatos; así siento florear en mí los riñones, el trueno del hígado, el bostezo del aire y el moho que va fertilizando el enjambre de mis músculos, que lubrica en su aleteo el derrumbe de mis huesos y deja su rúbrica en mi sombra; una sombra que es menos que un hombre y más que un aullido que va dejando boronas de sí sobre sí misma y sobre este vértigo que me hace acongojarme y querer tener algo: un sonido, una nota fija en mis ojos; como la hoja de un recuerdo que apretamos entre la mano porque tiene algo que es sólo nuestro, algo que se ha quedado como prueba de nuestra eternidad e identidad, como un segundo perpetuo que creamos a pesar del tiempo y de nuestros dioses; y sé que si aflojo el puño se irá como todo este día, como los amarillos del invierno, como los verdes del otoño, como los muslos de las muchachas que hoy me dejaron con la baraja partida y sin marcar; como yo perdido en “re” en la calle y en mis pasos que no encuentran el descanso de encontrarme, de mirarme en algún aparador y ver que mi rostro aunque trazado con desgano sigue siendo mío y solo, mío y llorado y escurrido por la lluvia en el cristal de un escaparate.

domingo, 23 de mayo de 2010

La espada guardada


Hoy tengo ganas de escribir, pero las pastillas que estoy tomando no me dejan concentrarme, esta semana he tenido muchas que me queman, pero hay algo que me impide expresarme, el miedo quizá. Transcribiré un poema viejito dedicado a un poeta que para mí ha sido muy importante en mi vida, y que sus poemas hoy más que nunca me hieren demasiado, me hieren porque deseo y el sólo desear y no tener lo que se desea es suficiente para el dolor y la tristeza.


A Rubén Bonifaz Nuño

Decirlo yo,

decir lo mío,

decir el quebradero de mi garganta;

decirte que estoy roto y me has salvado,

y que ha sido tu voz mi espada y manto.

Pero hoy…,

hoy desde la boca de mi tristeza,

con el tiempo enterrándose en tu espalda,

digo que no es justo, ¡qué no es cierto

que se marchite el canto!; que el asombro

se nos vaya escurriendo de las manos.

Aunque sé, aunque comprendo…, no puedo.

Y el amargo puño de tu silencio

deshuesa la ahogada plegaria de mi voz;

Y te miro

mirando el tiempo;

y te miro

ante el reloj guillotinando el aire,

el agua de la palabra, la flor

que muere buscando tu voz, tus labios;

y te miro

buscando guadañas en cada instante;

y te miro

buscando un réquiem en los segundos;

y te miro mirando…,

y tu búsqueda…

me deshoja la mirada.

martes, 11 de mayo de 2010

Autobiografía (parte I)

la intimidad de tu frente clara como una fiesta

la costumbre de tu cuerpo, aún misterioso y tácito y de niña.

J. L. B.

No escribo para que me crean, no son éstas unas memorias a lo Bradomín, ni soy un émulo de Don Juan, ni tengo la suerte ni la inventiva ni siquiera el arrojo de un Casanova. Lo que pretendo es un simple repaso de vida, hacer un balance en estos veintiocho años de existencia, nada más. Si lo escribo es para tratar de entenderme y pasar ese tiempo en que no estoy prendado de las drogas a las cuales me he consagrado: el sexo y el arte. A la primera adicto confeso; la segunda es una válvula de escape para mantener la cordura en este mundo tan pitero, cruel y a veces bello según Simic. Las dos con sus altibajos, quizá más derrotas de las que quisiera tener, pero no podría dejar de mencionarlas pues toda experiencia va configurando nuestro carácter.

Pues bien, toda historia tiene un comienzo, pero yo no iniciaré por él. Contaré mis experiencias en el orden en que pululen por mi cerebro, no quiero decir con esto que las primeras sean más significativas que las últimas ni viceversa, simplemente mi historia será como una buena chaqueta o como esos juegos dadaístas del collage. Lo que imperará será, sobre todo, el pulso de la entrepierna.

Son tantos años y es tan grande el olvido que a veces conservo de todos estos años únicamente un nombre, unos senos, la dulzura de unos pezones o un coño que valía por sí sólo para borrar entera una tarde. No se piense que toda mi vida ha sido así, la mayoría de las veces recuerdo la elasticidad de un cuerpo, toda una sonrisa y su tarde, el más mínimo detalle de un cuarto de hotel o las diversas caras de una noche, en fin, espero ser únicamente fiel a mí mismo.

Empezaré hablando de dos de mis fetiches. Mi hermana me ha dicho que tengo unos gustos muy raros, que me encantan las mujeres narizonas y frentudas, quizá tenga toda la razón, amo “esas frentes amplias como de fiesta”, no sé, quizá porque imagino, me miento, por supuesto que sólo es parte del juego, creer que la pureza está tatuada en ellas, que allí la inocencia tuvo su origen y si aún se conserva amplia y bruñida es señal de que aún está allí esa inocencia y ésta, decía Bataille, es lo más atrayente en ese arte que es la perversidad y que lleva en mi caso al erotismo.

Para mí la frente es un fetiche tan excitante como los pies, las medias o los lentes pueden ser para algunos, tampoco me daré baños de pureza, puesto que comparto todos los ya mencionados. Pero regresando al tema, al ver una frente vasta me dan ganas de rozarla, pasar los dedos como si se acariciara la testa de un recién nacido, tímidamente, como un sacerdote tatuando la cruz en un miércoles de ceniza; después humedecerla con los labios, con la sal de la lengua e imaginar que ese insignificante acto revela una llaga, un vicio que no podrá ser saciado.

En esos besos más que una confesión va el estigma de un secreto, una necesidad que ahoga la piel abriéndose paso por toda la carne, quemando la entrepierna, haciendo surgir una gula que estaba allí, latente; y que con sólo unos besos, con anunciar apenas la lengua por esa superficie lisa, demasiado lisa, despertará esa porosidad, ese cosquilleo implacable que atosigará de manera discreta pero incesante el hormiguero del pubis. Y entonces la frente ya no será algo aislado sino formará parte de unos labios, de un rostro, de unos senos agitándose al ritmo de los muslos que poco a poco van perdiendo su discreción, y sólo la respiración, el aleteo casi imperceptible de las fosas nasales pondrán en evidencia.

¡Ah!, y las narices, qué decir de las narices. Las narices grandes me vuelven loco, me figuro mordiéndolas, besándolas, macerándose en mi cuerpo, oliéndolo todo. Debo confesar que verlas desfigurarse al contacto con mi bajo vientre es algo que hace que mi miembro se ponga como un gato rabioso. Me fascina sobre todo el descenso, esa caída milimétrica que los labios van ejecutando mientras la nariz se deshace, pierde su noble forma hasta alcanzar la avidez de mi verga que, al menos yo, espero sea proporcional a ella.

Ahí, cuando el rostro se calca por instantes en mi carne, cuando se machaca contra mí y observo esa nariz enorme desfigurarse segundo tras segundo, esclavizándose a ese movimiento pendular, asidos sus dedos a mis glúteos, al vicio de ese dolor que el deseo impone; es ahí, precisamente ahí al contemplar sus miradas embrutecidas –que no han de ser diferentes de las mías–, sus sonrisas huérfanas, sus labios escurriendo en hilos de impudicia; es ahí, cuando esas narices rojas por la terquedad del ardor, rojas como mejillas de chicuelas recreándose en el duro invierno, con gorritos tejidos a mano y chamarras gruesas y guantes para protegerse del clima en sus juegos con otras niñas igual de felices y risueñas, espejo de esas narices enormes que tanto deseo y que no son ni remotamente diferentes a los enrojecidos cachetes de esas criaturas revolcándose entre la nieve mientras sus padres se deshacen en el ardor de la habitación como sus hijitas de narices, digo, cachetes enfebrecidos; es ahí, es ahí al verlas, no buscándome, ni sonriéndome, es ahí cuando están absortas en los oficios de la lujuria, ¡es ahí!, ¡ahí!, ¡ahí!... que entiendo cuánto las quiero y las necesito…

lunes, 3 de mayo de 2010

Variaciones sobre la realidad y el deseo.


I
Tiembla tanto cada trazo que las palabras nacen partidas, deshechas antes de probarse. Dudo en marcar la hoja, es mejor contemplarme en su ignorancia, sin verdades que duelan y persigan desde el silencio y la quietud de una blancura rota.
Siento mi pulso, mi sangre dando palos de ciego, la veo pálida, desangrándose ante la certeza de un cuerpo, de una boca, de un adiós que no termina de pasar aunque hace tiempo la estación ha quedado vacía y el reloj avanza, avanza, avanza en cada golpe del segundero, en cada latido que niega la muerte mas no la soledad.
La carne se ha dormido, anestesiada y estesiada en un cauce sin agua y sin sendero. Mi sangre quisiera detenerse, salir por cada poro, abandonar este cuerpo que busca una geografía perdida, una ciudad que nunca ha existido, un perfume huérfano de olor; nada puede decir, cae gota a gota en un pozo ciego, sin goces y sin orgasmo.

II
Lamer un coño no es ya una búsqueda de mí mismo ni una definición. Escurren las sales entre la lengua, los vinagres del placer, el espasmo que vislumbra los colmillos del tigre. Pero la sangre, ¡ah, la sangre!, aunque pétrea permanece licuada. El tacto tiene la sabiduría entristecida. La matemática erótica se impone a la improvisación y al juego. Cada gemido provocado es la resultante de una ecuación, puta que conoce y realiza su oficio, nada más, sin arte, así el cuerpo responde y trabaja.
Estoy desposeído de mí mismo, confinado en algo que no soy, que no quiero. ¡Carajo!, ¡Qué fue de tanto galán!, ¡de tanta vida, de tanta sangre, de tantos putos besos!; ¡para qué tanta saliva, tanto coño, tanto aliento!. Ni plumas ni ceniza de lo que fui. Y me duele la verga de tanto tratar de regresar a lo que era. Y los toros de la carne parecen tan muertos, muertos, muertos.
Aun así me impongo el oficio de calzarme, de la camisa, de la calle, y sé que la única certeza es la negrura de las horas, de mis pasos dirigiéndose a una cita con la esperanza de reencontrarme, de volver armar los rompecabezas del deseo en su carne, en esos labios rubios y pequeños; quizá sus manos puedan hacer algo con este cuerpo que precisa de sus derrumbes, de ser girón de sueño, papalote herido entre sus nalgas; necesito mi verga enamorada de los jugos de la inmediatez, sin recuerdos ni simulacros de futuros, no quiero fijar un rostro sino la insinuación de todos ellos.
Requiero de todos los alcoholes y perfumes de mis infiernos particulares porque no sé qué hacer con esta piel que ya no responde ni respira, no sé qué hacer con este ermitaño que quiere sembrar su desierto en estas selvas que han ido enredándose poco a poco en mis huesos, en mis entrañas, en mi boca, nutriendo mi semen; y que ahora la esterilidad quiere arrancar de tajo todo lo que me ha forjado hasta ahora.