sábado, 19 de junio de 2010

EL ECO DEL CAIFÁN


Es cierto que Los Caifanes no propone nada nuevo. Cuántos films hay basados en el conflicto de: nosotros los pobres ustedes los ricos; o que contengan los motivos del pícaro. Sin embargo, no es el tema ni los motivos los que me interesan, ni siquiera el tratamiento de éste importe mucho, sino la sensación de pertenencia, de nostalgia y de tragedia que me produce la película.
La historia tiene una estructura similar a la de La Divina comedia, siendo “El gato” el Virgilio que va mostrando a estos dos burgueses los círculos de su infierno, de esa ciudad que no es de estos porque al desconocerla la niegan, pero “El gato” al irlos guiando les muestra no sólo ese incendio sino una parte de ellos mismos que desconocen: la poesía en el caos; ya representada en tantos versos de Lope, de Manrique, de Martí y de algunos otros que hablan sobre todo de la soledad, del ser desarraigado, de la muerte, del estar solo ante ella como diría algún filósofo del que he perdido su nombre o aquel escritor que nunca olvido: José Revueltas.
Libertad lírica y expresiva, vuelo festivo con que revisten su lenguaje estos personajes marginales, lleno de connotaciones, de doble sentido, pero sobre todo de color que es también un plantarle cara a esa sociedad burguesa, a su léxico, a su manera de hablar y con ello de pensar y ver el mundo.
Los caifanes nada tienen que perder y por ello todo lo pueden, sólo ellos tienen el lujo de valentonarse ante cualquiera, incluso ante la muerte, porque sólo son presente, ese instante que al tocarlo fenece.
Estos personajes abren las puertas de lo desconocido, de lo que está latente, de esos gustos viciados, inmorales para la sociedad mexicana, conservadora, pues el goce físico y espiritual carece de toda moralidad, es el más humano y a la vez el más animal, no responde a reglas ni mandatos ni a leyes, sino a pulsiones, a estar fuera del mundo pero dentro de él por la gracia del otro, de su piel, pues como dice el “Mazacote”: “Denme piel que soy pura alma”
Esas escenas nocturnas de la ciudad: el Centro y su Zócalo; Reforma y su calzonuda Diana; son no sólo representaciones del espacio sino personajes y memorias de la misma historia, personajes de piedra y hierro que se tragan a los de carne y hueso para escupirlos y machacar sus fisonomías, sus maneras de pensar. No es lo mismo una fiesta en el Pedregal que en el cabaret “Géminis”; tampoco es la misma la Diana calzonuda que sin calzones.
Los lugares tras la mirada y la palabra de los personajes que los habitan son otros, es una radiografía distinta, inimaginable, casi surrealista: diablos, prostitutas monstruosas, mendigos, ciegos, payasos desmaquillados, borrachos que parecen haber nacido ya con la barba deshilachada. Todos ellos grotescos, carnavalescos; y por ello -y con derecho- sólo del pueblo, de los outsiders, a los que pertenecen los cuatro caifanes, los que todo lo pueden, pues no están regidos por normas o por leyes, sino por la imaginación, por la picardía que la vida les ha exigido tener para ir “pasándola”, porque no tienen futuro posible, como dice “El Estilos”: “El mañana ¿qué es eso?”.
En fondas, en cabarets de barrio, en las vecindades, en las calles de la ciudad de México es donde la risa estalla como un cohete prendido, pero también sufre su otra cara, le explota en la mano el cohetón al caifán más vivo, pues la muerte siempre es una salva de coqueteo, un albur, una prostituta montada en una carrosa fúnebre.
Esos cuatro: “El Gato”, “El Mazacote”, “El Estilos”, “El Azteca”; son ciertamente una imagen sensiblera del pobre orgulloso, del que es más que el rico porque es noble aunque marrullero, despilfarrador cuando tiene y encajoso cuando no. Pero también son, no el crisol, sino el ideal del pelado, pues dinero nunca tendrán, pero sí pueden llegar a poseer y muchas veces lo poseén el ingenio que ostentan estos cuatro para irla “pasando”, es a lo que aspira un hombre relegado, la única forma de sobrevivir en los laberintos fantasmales de la urbe.
Los caifanes me recuerda esos momentos en que aprendía a valerme y hacerme valer –o al menos eso creía-, pero no sólo es un desliz de la memoria, ni una flaqueza sentimental de mis años mozos, de cuando el cuerpo no me dolía nada y podía despilfarrar la vida que al fin y al cabo tenía tanta y muy larga me la habían fiado; sino que ahora, al volver a verla, pienso que todas esas empresas que realicé carecían de heroísmo, era sólo temeridad, una valentonada de mil máscaras sin encontrar jamás algún rostro verdadero, exceptuando el de la fraternidad, el de aquellos que estaban allí para caer a lo más hondo por el otro, y tratar siempre de salir juntos al hoy, al instante porque nunca había nada más, ni se quería nada más.
También la película me recuerda ese querer explorar mis límites; pues sólo en la locura, en el furor, en la indecencia se puede hallar al otro que nos habita, a nuestro mister Hyde, y con ello poder confrontar a nuestros demonios, aunque esos actos puedan, ya sea, salvarnos o perdernos para siempre como tantos se han perdido y se han quedado allí, quebrados, mutilados en los límites de sus deseos porque no quisieron escuchar esa voz que les susurraba que el término del plazo se había por fin cumplido.

martes, 15 de junio de 2010

EL CIELO BOCABAJO


Hoy el umbral de mi casa me parece tan lejano. Recuerdo cuando era niño y me quedaba aguardando a que pasara alguna mujer para grabarme su rostro y soñarme allí mordido por sus sonrisas; o esperando a los amigos y al juego; o sentado observando las nubes y entre las figuras que iba creando pensar en todo aquello que desconocía y sigo desconociendo.

Pensaba que ciertos reflejos, que cierta gradación de luz y colores a una hora precisa iban formando una cartografía de sentimientos y deseos: la melancolía llegaba siempre al caer el atardecer, siempre en medio de algo, jamás al final ni al principio del día, siempre cuando el sol era más pálido y rojo y las nubes parecían brillar como la espera, como una promesa que minutos después desaparecería en naranjas, violetas y granos de viento como guijarros que se han ido acumulando sobre mí en el tiempo.

El cielo todavía me parece un mar intangible, como la muerte pero como ella tan real, tan definitivo, tan voluble y al mismo tiempo constante, siempre allí aunque con diferentes máscaras. Pues la muerte no siempre es dolorosa ni amarga, a muchos les concede descanso, inmortalidad, mito; ejemplos en el arte y en la historia sobran y no quiero hablar de ello, la muerte hoy no es mi tema.

Mi tema es este cielo que hoy se agita en forma de cantiga, de mujer que espera por su amado cercada por los zarpazos de las olas. Que me recuerda a mí en el umbral de mi puerta sin poder ir más allá, sin dar esos pasos justos, necesarios para emprender mi primera empresa, para mostrar esa heroicidad que en aquel tiempo de la infancia era hablarles a esas niñas que pasaban frente a mí y que sin darme cuenta, aquel cielo estaba allí como presagio, como vaticinio de lo que jamás hice en aquellos años.

Hoy veo ese cielo y sólo ha cambiado la forma de la espera; y me figuro, como antes, parado en el umbral de mi puerta, refrescado por las sombras que esconden mis rasgos y mi deseo, pero no mi mirada; fija en la calle, en la gente que pasa, en los recuerdos que no se alejan, en el futuro que siempre estuvo allí y que tantas veces me ha rebasado y seguirá haciéndolo.

Fijo allí, donde no estoy, en esos labios que no encuentro y no he probado y sin embargo los tengo dulces en mi boca; en estas palabras que tienen cierto agror a mar, a cielo volcado en mis ojos; a ella, a ella y a esta tinta que no escribe su nombre y sin embargo cada letra es un pretexto de hallarlo y dejarlo ir para volver a buscarlo y encontrarlo más mío, más hondo como estas nubes que tienen la forma de un latido, de una raíz que va creciendo hacia arriba, hacia donde yo me miro aguardando en aquella puerta, desesperado de la espera que ya rompe mi cuerpo, este cuerpo.

Adelanto un paso, dibujo la primera letra de tu nombre que no conoce de alfabetos y sí de mares y sí de misterios y ahogos; por ello la dibujo y la grito dentro de este silencio, que ya el cielo y el otro -el que me mira desde la distancia y el asombro buscándote-, alumbran; porque ha caído la tarde, se ha quebrado y la saudade requiere de ese brillo, de esa tristeza al final del vino, parecida a la de estas horas que caen sobre el umbral abandonado de alguna puerta, porque el mar ha menguado las flamas de sus tizones y alguien ha dado un paso.

sábado, 5 de junio de 2010

Lunes

“Lunes” es un cortometraje que habla desde el cuerpo pero mostrando la interioridad del ser, el drama de ser y estar siendo. El corto inicia con un génesis; la creación de un individuo por medio de la costura, actividad tan femenina que nos lleva a una doble vertiente: el hacer y el componer, que será el hilo conductor en el tejido fílmico.

En este tenor los siguientes cuadros del corto también recrean este oficio de ser dios: el dibujo, la representación de un ser en la hoja; trayendo a mi mente el mito del Golem y las representaciones de las cuevas de Lascaux o Altamira cuyas pinturas principalmente de animales eran hechas, no por concepción artística sino parte de un ritual para capturarlos, pues se creía que al dibujarlos se les poseía, siendo estos no ya representaciones pictóricas sino los animales mismos a quienes se iba a cazar.

Ahora bien, el trazo de la mujer en el corto de Mónica Romero Aguilar carece de vida en ese momento, pero lo más importante aquí es que carece de rostro, ni siquiera puede ser considerado un individuo aún porque no tiene rasgos propios. La postura del dibujo también es muy interesante porque los brazos atrás de la espalda connotan timidez pero al mismo tiempo el cuerpo desnudo es ya una confrontación tanto en lo interno como en lo externo, en este caso pienso en una pugna en el querer ser, el miedo de ser y ver lo que se es o lo que se puede llegar a ser, tanto para uno mismo como para los demás.

La desnudez de la figura nos remite además a la imagen de Eva por todo este proceso que ya comenté muy someramente de la creación que se lleva a cabo en el film, pero una Eva que aún no se sabe, que no está recortada del todo, delineada y que surgirá nuevamente de otro instrumento utilizado en el oficio de corte y confección: las tijeras. Donde al recortar el dibujo éste adquirirá vida, carne. Pero este nuevo ser aún no sabemos quién es, ni él mismo lo sabe, sigue sin rostro y de allí la importancia de los dibujos colgados en los “ganchos”: bocas, dedos, ojos; dándoles a estos últimos una importancia mayor, y que retomaré en un momento.

Estos recortes que definen el rostro son las posibilidades de ser, es el proceso de individualización de ese dibujo que se convirtió en un ser de carne y hueso, y es además la forma en que uno puede aprehender el mundo, el primer acercamiento que los individuos tienen con él; los sentidos: el gusto, el tacto, la vista –presentes en este corto-; lo curioso es que el olfato ni el oído están aquí, al menos no en los recortes, quizá porque los sentidos relacionados con la nariz y las orejas son muy individuales, no requieren de la intervención del otro, son percepciones íntimas e intransferibles.

Ahora bien, la importancia de la mirada; pues es a través del sentido de la vista que captamos inmediatamente nuestro entorno, no es el más íntimo -ciertamente-, que esos serían el gusto y el tacto -íntimos, pero también compartido, necesitamos de lo otro para poder tocarlo, sentirlo-. La vista por ser el más inmediato es quizá el más superficial pues sólo puede conocer por el exterior y no se necesita una reciprocidad con el otro como si lo requerirían el tacto o el gusto.

Por la vista viene el primer juicio de y hacia los demás, y muchas veces el único: el estético y de allí se concluye con un juicio moral; pues como dice Segovia: “Es en otra mirada donde somos coronados de esplendor” y de obscuridad -añado.

De los otros partimos, pues sólo somos en los demás, entonces sería válida la pregunta: ¿quiénes somos? Quizá es precisamente lo que “Lunes” plantea, nos hace esa pregunta detrás de esa máscara, de ese rostro a la que nuestra mirada en primera instancia no puede acceder, no puede definir, pero quizá tampoco la persona oculta detrás de ella sepa quién es, y los ojos y las bocas que se va sobreponiendo la actriz son no sólo su cara hacia los demás, ni siquiera su rostro hacia ella misma, sino la búsqueda de encontrarse, de asumirse y que va más allá de lo físico porque surge de una necesidad de ser y estar en los demás, pero también y lo más importante, en ella misma; y al final de nueva cuenta volvemos a la desnudez y a la aceptación, pero ya no una desnudez física sino interior, de fondo, una desnudez que viene cifrada en una sonrisa que apenas se atreve pero está despojada de máscara y que culmina en la creación de una individualidad, de un ser que mira y es mirado desde sí y hacia sí mismo.