martes, 20 de julio de 2010

zapatos chinos


ZAPATOS CHINOS

Parece que últimamente tengo un Karma con el calzado. Por lo regular yo no compro zapatos, prefiero la comodidad sobre todo; pero tengo unos cafés comodísimos, tanto que podrían ser unos tenis disfrazados, y fueron precisamente esos los que desencadenaron los turbios acontecimientos de un viernes.

Ese día llegué al centro con ganas de aplastarme en el café, sin coartada siquiera, simplemente sentarme y perderme en las horas viendo a las posibles mujeres de mi vida. Pero antes, como la mayoría de los viernes, pasé por la esquina donde trabaja el “Chino”, es bolero, aunque nunca me los ha boleado por la sencilla razón de que nunca llevo zapatos, pero ¡malhaya fue la hora! en que yo y mi calzado nos acercamos al cajón del “Chino”.

La primera cosa extraña que noté es que no me miraba a la cara cuando hablábamos, ni siquiera notó un par de chamorros que pasaban airosos por nuestro lado. Recuerdo sus taconcitos negros que eran el complemento justo de esas hermosas pantorrillas, pero el “Chino” no les dedicó ni siquiera la más desganada de las miradas; y eso que se detuvieron un instante frente a los vidrios del edificio más cercano para comprobar su rotundidad, o para que nosotros, simples fetichistas, pudiéramos calentar esas horas en que el frío parece detenerse y llevar todo a un extremo de lentitud y de pereza.

Cuando le pregunté al “Chino” qué le pasaba, me dijo que nada, pero su respuesta estaba desteñida; mi voz era un punto muerto en su atención. De pronto soltó la primera bomba: ­­—¿Y son nuevos? ­­—De ¿qué me hablas pinche “Chino”? ­­—le respondí con toda la propiedad que pude—. —De esos, son de gamucita ¿verdad? -Yo, sinceramente no sabía ni qué responderle y empecé a contestar con puros monosílabos de acuerdo a lo que me preguntaba.

Entonces el “Chino” frotó el asiento de plástico tristísimo, casi ocre como tratando de sacarle una sonrisa, una juventud que quizá jamás tuvo, y él al comprobar algo en el asiento que yo no pude distinguir, me dijo: ­­—Pero siéntate, siéntate, al fin que ahorita no hay ni clientes. -La verdad lo hice sin saber por qué. Era arrastrado por la voz meliflua o de pito —que para el caso es lo mismo­­— del “Chino”, éste se relamió los labios, y con un tono tímido, como el de una damisela que ve por primera vez las vergüenzas del hombre, me dijo: ­­—¿puedo? Y yo, aún con entereza, despabilando mis sentidos que el frío había embotado, le contesté: ­­—No mames pinche “Chino” ya vas a empezar de puto. -Con ello traté de bajar la tensión en el ambiente, pero el “Chino” como volviendo de un ensueño se sacudió el rostro entre sus manos y me dijo: -Qué pasó mi Juancho, si ya sabes a qué me refiero.

Quiero hacer énfasis en que su mirada, ni un mísero segundo se apartó de lo que veía, mis zapatos; su mirada era de esas pesadas, incómodas, fue entonces que sin pensarlo, en un movimiento reflejo, los dedos de mis pies se contrajeron, se enroscaron ante aquellas pupilas medio idiotizadas del “Chino”.

Como mejor pudo explicarse señaló: -Ya sabes a lo que me refiero, a “los gamucitas”. Mira, te juro que no te cobro nada, por la amistá, somos casi carnales, quiubo pinche Juancho.

La verdad yo no podría considerar al “Chino” como tan, tan amigo. Es cierto que hemos tomado algunas veces como dos guerreros y también que hemos sido infatigables mirones de tantas piernas que han pasado por aquel faro que es su estación de trabajo, pero de allí a llamarlo, ya no amigo, ¡sino carnal!, pues hay una gran distancia. Además ¡que no mame! cuando me dijo eso de “los gamucitas” pues sí me paniqué.

El “Chino” viendo que yo permanecía callado ­­—pues cómo no, estaba aún freakeado con su comentario de “los gamucitas”— me mostró sus manos como diciéndome: mira, están bien limpias; y como si eso no fuese suficiente, echó la carrera hacia el café, y cuando yo me preguntaba qué estaría haciendo el pinche “Chino”, él llegó con las manos igual que su sonrisa: orgullosas, prístinas. ­­—Ahora sí, ahora sí hasta jaboncito me eché; huélele, huélele. -Y Yo (sin poderme dar el lujo de responder a tal requerimiento, pues el pinche “Chino” estampó la palma de su mano en mis narices) asentí después de sobarme un poco mis fosas nasales, y un poco nervioso le dije que en efecto olían a jabón y sí, no puedo negarlo, olían a jabón. Él sonrió y entonces: ­­—Ya puedo ¿verdad? -Sin esperar mi respuesta, ya tenía puesto el dedo índice, codicioso, lentísimo sobre mi pie derecho, y yo, pasmado, y para qué mentir, nervioso, volví a retirar mi pie.

No que ya habíamos quedado ­­—me dijo entre triste y molesto­­—. Y yo: ­­—Pero “Chino” si en nada hemos quedado. ­­—De verdad que los sé tratar ­­—me dijo­­—, juro que hasta he boleado zapatos de pura piel de víbora. ­­—Pero no es eso “Chino”, yo la verdad no soy alguien que le guste que le boleén los zapatos. –Pero ¿cómo vas a saber si te gusta o no si nunca lo has probado?, además, mira, juro estrenar este trapito ­­—acto seguido sacó un trapo rojo casi negro como la sangre, de la bolsa trasera de su pantalón, nuevecito; lo desdobló lentamente, como si fuese necesario hacerlo de ese modo para que el pañuelo no perdiera nada de esa calidad y prestigio que dan las cosas nuevas; y al juzgar por los pliegues tan marcados al desdoblar el dichoso trapo, me di cuenta de todo el tiempo que había pasado guardado en el pantalón del “Chino”, —Lo he estado reservando, mira, ni una mancha de grasa, además lo haré suavecito, como si fueran nalguitas de princesa porque yo sí sé tratar a “los gamucita”. ¿Ya viste?, mira cómo brillan desde el primer pasón, como si fueran nuevecitos, hasta el polvo se hará a un lado, ¿ya viste?, ¿ya viste?

—No “Chino”, la neta espérame, no mames. ­­—No te pongas así, es que la neta, ya hablando al chile, están bien bonitos, ¿son hechos a mano verdad? Mira, yo sé de eso, de costuras, de líneas, es más hasta te puedo decir su origen, son españoles qué no, eso lo sé por el puro olor de la piel, el curtido, y el color que es característico de… (Mientras el “Chino” dejaba traslucir todo el conocimiento acumulado por sus años en el oficio, poco a poco el ladino, como si yo no me diera cuenta, fue pasando su índice por los bordes de las costuras de MIS zapatos).

La verdad el “Chino” no lo hacía nada mal. Empezó suavemente, casi con ternura a frotarlos. Mis zapatos son cómodos, se ajustan perfectamente a mis pies, pero juro que mientras el “Chino” los boleaba parecía que en lugar de tocar la piel del calzado tocaba cada uno de mis dedos, los lados de mi pie, el talón, el empeine. Llegó un momento ­­—he de confesar, no sin cierto pudor­­— que me dejé llevar; cerré los ojos y disfruté del mejor masaje que he tenido en mi vida.

No sé cuánto tiempo el infatigable “Chino” estuvo allí con el trapito, pero de pronto ¡qué vuelve a cagarla!: ­­—¿Y si te los quitas? ­­—Ahora sí no mames “Chino” hace un chingo de frío y tú quieres que me quite los zapatos, estás pendejo. ­­ —Mira, así exploto todo el potencial, si los pongo entre mis manos pues serán más manejables, tú sabes, me cae que ni el FECAL tendrá unos zapatos como los tuyos. Anda, lo hago rapidito para que no se te enfríen los pies; ¡es más!, para que no empieces de maricón te presto los míos y listo, y eso que ni calcetas traigo, así, a lo warrior te los boleo. ­­—¡No ma-mes “Chino”!, en primera tu calzas del ocho, y no seas pinche puerco, cómo sin calcetines, te ha de rugir la pata. ­­—Nel, juro que ni me huele, mira… ­­—Pinche asqueroso güey, no mames, no me los voy a quitar y punto, ya ponte tu pinche zapato. ­­—Bueno, al menos puedo seguir dándole otro ratito. ­­—Ay pinche “Chino” no mames, bueno cabrón, pero sólo un ratito porque la neta aún tengo que ir al café. ­­—Ay sí tú, bien pinche literato, no mames si lees todo el día, por un ratito que... ­­—Bueno güey ¿le vas a dar o no?, ultimadamente culero, te estoy haciendo el pinche favor. —No te esponjes Juancho, además te van a quedar que ni pintados.

El “Chino” siguió con su masaje, recorrió cada uno de los bordes con tanta paciencia, con tanto esmero que yo, si me atengo a la verdad, no hubiera querido que terminara nunca. Poco a poco iba desmayando el pie para hacerlo aún más dúctil en sus manos, que no les diré sabias, porque sería alabar demasiado al pinche “Chino”, pero estaban muy cerca, muy cerquita de la sabiduría.

Así continuamos, yo cerré mis ojos y sólo escuchaba la caricia del “Chino” con el trapo, los olores del cuero, de las grasas, de la cera, toda esa plaza sensitiva que antes, y con vergüenza lo digo, jamás le había prestado la suficiente atención.

Esa sensación que tenía en los pies fue embriagándome completamente, humedecí un poco mis labios, mis párpados de pronto se apretaron, mis músculos se tensaron y el “Chino”, el “Chino” infatigable, infatigable en su faena, y yo como en un sueño, vibrando en ese paraíso sensitivo.

Entonces llegó el fatídico momento, tuve que abrir los ojos, el “Chino” contempló su obra, su mejor obra se dijo. Yo tardé un poco en regresar a los vericuetos de la memoria, del mundo. El “Chino” me dijo: —listo, qué te parecen. Lo repitió como tres o cuatro veces, no sé cuántas, la verdad me costó mucho hilvanar cualquier palabra.

Mi mirada se quedó a medio camino de mi cuerpo, aun así dije con la voz más articulada y propia que pude emitir: —Te rifaste “Chino”, nunca había visto unos zapatos tan vergueros. —La verdad yo no hice nada, con unos zapatos así cualquiera puede, bueno, no cualquiera, pero ya sabes, es más fácil dejarlos como nuevos si alguien con algo de experiencia y sensibilidad… porque has de saber que la boleada se debe de sentir, uno siente por dónde hay que empezar, es como acariciar un cuerpo papá, igual tú no entiendas mucho de esto pero…

Yo aún sintiendo el medio camino en que se quedó mi mirada, agradecí que el “Chino” siguiera hablando, pues pude recuperar y apaciguar un poco la compostura, aunque ese momento me pareció eterno pues no le veía para cuándo. Por fin, el “Chino” dijo lo que inevitablemente tenía que decir: —Pos ahora sí, para que no ande diciendo ya puede ir el damito por su café. Aún dudaba en levantarme pero me levanté, vacilante, con las rodillas guangas y con la rapidez que la adrenalina y la vergüenza me permitieron; metí las manos empuñadas entre los bolsillos del pantalón y me fui sin despedirme, sin mirarlo siquiera.

Apreté el paso y en la primera esquina que encontré giré; olvidando el café, tratando de olvidarlo todo, pero las mejillas seguían calientes, de rabia, de rabia y sólo de rabia y más vergüenza, eran como un estigma, como un rasgo que no puede negar el origen étnico, me traicionaban y hacían que odiara cada momento más esos malditos zapatos que me habían hecho pasar tan mal trago.

Apuré lo más que pude el regreso a casa, bajé la mirada, no quería encontrarme de casualidad con nadie, ni ver a nadie, se me hizo tan larga esa hora del centro hacia mi cuarto, que cuando llegué, cerré la puerta con llave, cerré la puerta como el juramento de que nadie, y cuando digo nadie es nadie, volvería a bolear mis zapatos.