jueves, 4 de noviembre de 2010

EL EXILIADO


El exiliado jamás podría ser comparado con Odiseo, pues su viaje no es un regreso a casa ni parte pensando en el misterio que impera en la aventura. No, el viaje es incoloro, las olas, las nubes o simplemente los edificios que se suceden en cada paso representan lo perdido, el olvido que se empeña, como el cíclope, en cerrar las salidas de la memoria hasta imponernos el Nadie, Nadie. Pero a lo único que el exiliado está obligado es a conservar su nombre, pues en él está cifrada su vida, su tierra, el honor –quizá– , algunas calles, ciertos encuentros con el azar que le mostraron el umbral de pequeñas dichas.
Ese encuentro llamado felicidad que tiene la forma de un esbozo de sonrisa, de hormiga en sus manos que hace que el tiempo del retorno, si es que lo hay, o la sola esperanza en el regreso, haga habitable su eterno desarraigo, el constante extranjerismo al que está confinado. Pues esos tinacos que ve muriendo en las azoteas o el frío que vacía la calle y abofetea su cara, rasga su ropa y su sombra, lo van disolviendo, haciéndolo el fantasma de sí mismo, de sus propios pasos que siempre avanzan hacia atrás aunque se quede fijo, mirando los charcos o las hojas de los árboles que le recuerdan su patio y ese aire tan familiar redomado en el aliento de la sangre, del amor o el deseo y que ahora sólo el erotismo lo salva con su soledad de tantas otras soledades.

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