sábado, 20 de noviembre de 2010

HORAS INDECISAS


A ciertas horas indecisas, cuando no sé si mi mano se desdibuja en la obscuridad o es dibujada por ella, en esos momentos temería verme al espejo o encontrarme conmigo mismo, con mi mirada dentro de las sombras, oculta a medio camino sobre un puente solitario, donde el alumbrado eléctrico no hace más que acentuar la negrura y la sensación de desamparo, de pérdida, alargando mis pasos en el camino, ese eco que sólo yo y quizá el otro escucha lleno de odio, irritándole los músculos y los abismos donde me espera para tomar mi mano, para quebrarme con un hola, desmoronando los castillos de polvo y sangre en los que he sustentado mis huesos y de los que me he aferrado para vivir sin él.
El exiliado, el vagabundo, el único de los dos quien podría sonreír, escupir su aliento sin vergüenza, su rabia, arrancarse la ropa para sentir el frío y la muerte; aceptar los cuchillos que hieren mi cerebro y que he tratado de dormir en el alcohol, reconciliar en la escritura.
Ahora mismo, cuando tiemblo en este cuarto sin luz, lo invoco por necesidad tomando la precaución de alejarme de los espejos, aunque no sé cuál sea esa mentada necesidad ni deseo que él aparezca; más aún, quisiera creer que jamás ha existido, que yo me lo he inventado o que aquel que verdaderamente se oculta soy yo; yo el expatriado, el que necesita pedir y cobrar las cuentas que el otro por cobardía nunca quiso tomar en sus manos, arrancar esos tres pelos que le mostró la calva del azar.
Pero no, sería absurda la máscara, disfrazar la mediocridad, la pusilanimidad y pretender que jamás se regresó sin el rostro deshecho, con el alma llena de orines, sostenida por mí, expulsada en este odio que ha formado la boca con la que tantas veces he intentado salvarlo, aunque la sangre cada vez pesa y puede menos.

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