viernes, 24 de diciembre de 2010

ROGER WATERS Y EL MURO DERRIBADO POR LAS EMOCIONES


Por Joselo Gómez

Cada vez que topo con pared, cada que mis sentidos se ven cercados por la frontera entre lo que percibo y lo que ya no puedo vislumbrar, pienso en mis límites, en la insuficiencia de mis fuerzas humanas ante la fría sordera de la piedra, y en la necesidad primigenia de encerrarnos para protegernos, ya sea de lo desconocido, o bien, de lo que conocemos demasiado como para desear que se repita. Pienso entonces en la historia de Josué, en las murallas de Jericó, y me doy cuenta que esos muros que nosotros mismos construimos sólo podemos derribarlos con la intervención de fuerzas superiores. Pero las murallas de Jericó significan poco o nada para mi generación, que ve en la Biblia un vehículo de aburrimiento y ñoñería. Entonces viene a mi mente un muro más atractivo, uno que es creado y destruido en pocas horas bajo el hechizo de una música sin la cual nuestra época, simplemente, sería muda.

El show The Wall, de Roger Waters expone, con todos los aciertos de su creatividad artística y echando mano de todos los recursos de la tecnología audiovisual, las insuficiencias más profundas del hombre contemporáneo, sus errores y sus miedos, para construir con todas ellas una especie de tótem, un muro que hace evidente nuestra ceguera e impotencia, pero que en el fondo es un monstruo engendrado por nosotros mismos.

El muro lo construyen las limitaciones de toda índole: las sociales, las intelectuales e inclusive las físicas y espirituales. El maestro autoritario, golpeador y sarcástico, incapaz de reconocer los talentos de los niños; una madre sobreprotectora, empecinada en mantenernos limpios y saludables en su grotesco regazo; un padre que jamás volvió de la guerra; un conjunto de mujeres que representan la banalización del amor, el peligro de ser devorado por la planta carnívora del sexo, el eterno femenino que nos atrae para destruirnos… todos estos personajes, cargados de una densa significación en la dimensión psicoanalítica se proyectan a la esfera de lo social: el padre ausente es consecuencia de una guerra absurda y sucia. El cerdo de las ideologías flota sobre nuestras cabezas y tapa el cielo azul; los aviones de guerra dejan caer bombas con los sellos de religiones, regímenes sociales y empresas multimillonarias. Así, el confort de un Mercedes-Benz y los colores de un televisor HD son lujos que cuestan vidas humanas y aquí es donde la frase profética de Hobbes cobra sentido y todos somos lobos de nosotros mismos.

Roger Waters ve en el martillo el símbolo ambivalente de la construcción y la destrucción; un martillo es también un puño cerrado por la ira, y en él se concentra el poder; los muros pueden caer bajo su furia, aunque también pueden construirse nuevos. La misión “educativa” del artista –después de hacernos gozar tanto con el retrato de todo cuanto sufrimos– apuesta por la caída de los muros, porque nuestra alienación (valga el término marxista) es finalmente lo que nos convierte en “another brick in the wall” [otro ladrillo en el muro]. La forma como se nos educa para adaptarnos al tejido social es también el modo en que somos moldeados para encajar en ese muro, en esa ceguera que nos limita, y es eso lo que debemos romper y derribar. Sobra decir que la alusión al Muro de Berlín es la manera de vincular la obra de arte con la realidad histórica que contextualiza su creación.

Para poder continuar sanamente con esta perorata tengo que reconocer su origen en una reseña fallida: mi misión era reseñar la serie de conciertos ofrecidos por Waters en nuestra ciudad, sin embargo, la profundidad de sus significados me llevó por rumbos muy distintos, y para darle a esto cierto tinte periodístico me gustaría desarrollar cómo es que se refleja en el espectador una obra de arte como la que tuvimos el privilegio de presenciar hace unos días en el Palacio de los “Rebotes” que, milagrosamente, afectaron muy poco la acústica del concierto.

En su ensayo La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa habla del efecto que suele traer consigo la música en esta era del rock. El autor apuesta por la banalización de la cultura, y por la muy evidente caída en la calidad de los “productos culturales”; en su afán, habla de la música moderna como un sustituto, o un disparador, más bien, de un comportamiento equiparable al fenómeno religioso de las culturas antiguas:

No es forzado equiparar estas celebraciones a las grandes festividades populares de índole religiosa de antaño: en ellas se vuelca, secularizado, ese espíritu religioso que, en sintonía con el sesgo vocacional de la época, ha reemplazado la liturgia y los catecismos de las religiones tradicionales por esas manifestaciones de misticismo musical en las que, al compás de unas voces e instrumentos enardecidos que los parlantes amplifican hasta lo inaudito, el individuo se desindividualiza, se vuelve masa y de una inconsciente manera regresa a los tiempos primitivos de la magia y la tribu. Ese es el modo contemporáneo, mucho más divertido por cierto, de alcanzar aquel éxtasis que Santa Teresa o San Juan de la Cruz alcanzaban a través del ascetismo y la fe. En el concierto multitudinario los jóvenes de hoy comulgan, se confiesan, se redimen, se realizan y gozan de esa manera intensa y elemental que es el olvido de sí mismos.

Estoy de acuerdo con el reciente ganador del Nobel, sin embargo creo ver una palabra que no aplica en el caso de Roger Waters: inconsciente.

Corro el riesgo de caer en la idealización del público de este artista, del cual me confieso como parte activa. Sin embargo también me considero parte de otros públicos musicales totalmente encasillables en la postura de Vargas Llosa, así que no se trata de defender mi ego intelectual. Yo estoy convencido de que el público de The Wall estaba perfectamente consciente de lo que iba a ver, pero consciente en un sentido más profundo, en uno que va más allá de “la civilización del espectáculo”: la gente no iba a ver a la “leyenda del rock” o el gran show audiovisual. Este público iba a reafirmar junto con su artista una postura y una forma de ver la vida, el mundo. Sí había una comunión, un éxtasis y una magia, pero también esa intención de ir a derribar un muro de opresiones, de cruzar los puños en alto y evocar el martillo que abre la brecha para liberar a cada ladrillo, a cada uno de nosotros, del entramado que nos asfixia con la comodidad de la parálisis. Los niños crecen y los sueños se van, todos los que asistimos a ese concierto fuimos a buscar infancia y sueños perdidos detrás de un muro; quizá sólo los encontramos por momentos, fue por eso que lloramos como con la emoción de ver a un padre volver vivo de la guerra y gritamos con la euforia que usaríamos en un mitin político que pregona mandar a la mierda la política de mierda, por ello perdimos una noche de comodidad frente a un televisor y finalmente lloramos otra vez porque sabíamos que, al salir de ese recinto, los sueños volverían a perderse, seríamos adultos de nuevo y el muro seguiría ahí y ya no tendríamos más fuerzas para derribarlo.

El bíblico Josué y el contemporáneo Roger son los profetas; el rock hace sonar las trompas guerreras de los israelitas; la muralla de Jericó y el muro en el Palacio de los Deportes caen simultáneamente. Es la catarsis que genera toda obra de arte...





Joselo Gómez nació en el DF, en 1984. Desde niño ha sido aficionado a la lectura. Ha cursado e impartido algunos talleres literarios. Estudió la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM y participado en varios eventos literarios, así como en diversas publicaciones independientes. En 2010 recibió Mención Honorífica por su participación en el Concurso 41 de la Revista Punto de Partida. Actualmente se desempeña como profesor de Literatura, traductor y editor de textos.

sábado, 4 de diciembre de 2010

ÉCHAME UNA MIRADA AL MENOS DE…


A veces me descuelgo del alumbrado eléctrico, sólo a veces, cuando el vértigo me hace mirar hacia abajo; entonces veo cómo mi sombra se columpia en las paredes, en el pavimento, en los parabrisas de los coches estacionados, en las miradas de los conductores que tienen mucha prisa y yo siempre he sido muy lento para atravesar las calles, para decidirme entrar en algún bar o para salir de él. En ocasiones ni tomo, porque ya voy ebrio de tantas cosas y quiero pensar que el camino me ayuda a irlas dejando, pero sé que es un espejismo, porque el caminar no hace más que hacerlas girar y girar en mi mente.

Cuando de verdad noto que estoy jodido es al llegar a Bellas Artes, digamos que es el punto de todas mis catarsis. Siempre me ha gustado sacar muchas fotos o ver a las mujeres pasar, me complazco en la belleza, es quizá una de las pocas cosas que aún me ponen contento. Colecciono cuerpos, rostros, a veces una sonrisa y si no lo hago, si llego con este pinche frío de invierno a sentarme en alguna de las jardineras del palacio y ni siquiera me fijo en el peso de un perfume o en la carcajada de un esmalte de uñas es porque realmente estoy fregado.

Y hoy precisamente estoy así porque necesito que me echen aunque sea una mirada de arriba abajo; bueno, el plural fue una putería de mi parte, porque realmente lo que quise decir es que necesito que tú me eches una mirada de arriba abajo y…

Es por ello que no quisiera tener que salir hoy, precisamente hoy, hoy, hoy que tengo que ir al centro y cumplir con esos rituales sociales; temo no querer fijarme en nadie más, de comprobar esta jodidez tan rotunda como la de mis bolsillos, como la de mis zapatos o la de mi cara recién rasurada.

Ya veo mi mano que sostendrá una cerveza tratando de ser parte de algo, de pertenecer a un grupo de gente: sonriendo alguna gracia, tararear las mismas canciones de siempre, poner la sonrisa como puerta cerrada a las preguntas.

Sé que tomaré tratando de mendigar algo de olvido, pero en mi tacto –porque sé que la vida no da tregua- no el olvido, ni el vidrio de la cerveza sino la humedad que imagino en tus labios, la de tu entrepierna que se agita quizá como los gatos que no se dejan definir hormigueará en mis manos. Y entonces pediré otra y otra más para traerte a mi lengua que ya habrá olvidado el peso del alcohol, pues serán tus senos, tus muslos, tus glúteos ebrios de ambar, de ciudad a las doce del día, de pared empalada por la miel negra de tu aliento lo que calara en mis huesos por cada trago que tenga que pagar por traerte a mi lado, para imaginarte en los reflejos de la ventana donde mi rostro dejará de tener un reflejo triste, pues tú te agitas en todas esas cosas solitarias, abandonadas en los ángulos de polvo que sólo yo veo entre el tintineo de sonrisas, entre los bailes, entre bar y bar que enmascaran esos silencios que señalan tu presencia y mi ausencia mientras choco la botella y digo salud y tú te adelantas al ruido, a la palabra, a la fiesta y por eso mi voz surge entrecortada porque una parte se ha quedado esperándote en ese rincón donde nadie más sino tú, sólo tú puede reclamar como suyo.

Y probablemente, porque de verdad sé que es muy probable, me diré esos versos en medio del griterío de mi carne o quizá me torturen en voz alta: “échame una mirada al menos de arriba abajo, mira cómo estoy de cabo a rabo…” y habrá quien -porque así son los amigos- que derrumbe mi felicidad con alguna de sus puterías tan oportunas y yo tenga que aplaudir la gracia y volverte a guardar únicamente para mí, en esos ángulos, en esa soledad que se humedece de mis labios hacia dentro.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

LA MUERTE Y LA FLOR


Recostada sobre mi pecho,

en la risa de tu edad me dijiste

¡mátame!,

pero qué sabes de la muerte;

tu cuerpo es una plaza de pájaros,

de senderos abiertos, sin término.

Me miras como crees que se miran

las cosas importantes:

llenas de polvo la palabra

con la torpeza de la solemnidad.

Yo entonces surco tu cabellera,

tu labio inferior, tu cuello;

la Codicia va descendiendo por ti…

Susurras que te mate…

pero en tus ojos

un parque se columpia.

Y tú no lo sabes, cómo podrías;

y yo quisiera negarla, negar esta muerte

que hace tiempo

se acuesta entre nosotros.