jueves, 29 de diciembre de 2011

Tarde de lunes en la Alameda Central



Uno siempre vive cometiendo errores, por eso se dice que es bueno aprender de ellos. Por lo general no afectan a las demás personas, vaya, quizá hieran a los miembros de la familia o a los pasajeros de algún coche, pero hasta allí. Pues un hombre común, un individuo como cualquier otro no puede causar un daño a gran escala. Aunque hay veces que sí. Por torpeza, por falta de cultura, de sensibilidad se puede llegar a atentar contra el patrimonio de una nación o de la humanidad.
En un funcionario público o en algún personaje poderoso estos descuidos por torpeza o falta de cultura o sensibilidad son intolerables. No hablaré de los intencionales, que por obvias razones son imperdonables.
Ahora bien, esta perorata viene a colación porque hace unos días decidí bajarme una estación antes de Bellas Artes para recorrer la Alameda central. Era lunes y el clima estaba agradable –lo único.
Los jardines estaban completamente invadidos por el ambulantaje, al igual que la acera que los circunda. Sé que la gente necesita trabajar, ¿quién lo niega?, pero, al igual que nadie se pone a vender algodones de azúcar dentro de Catedral o –para no ir tan lejos- en cualquier iglesia sin el menor valor arquitectónico o en la casa de usted o en la mía; tampoco se debería permitir hacer negocio en lugares que son patrimonio de la nación o de la humanidad: de usted y mío y de su vecina y de cualquier persona viviente y por nacer     –usted dirá que es innecesaria la aclaración, pero los hechos demuestran lo contrario.
Sé que es por falta de educación, de sensibilidad artística, pero por sentido común se debe respetar lo que no pertenece a unos cuantos, como el Hemiciclo a Juárez. Los leones son estatuas, no juguetes de zoológico para que, ya no digamos los niños, si no los adolescentes se suban en ellos y maltraten algo que le costó meses u años de esfuerzo a alguien esculpir.
Ahora bien, si este error en un ciudadano común y corriente es imperdonable, qué pensar del jefe de gobierno del Distrito Federal. Marcelo Ebrard. Que por sus pantalones manda talar los árboles de la Alameda… Pretextando que están muy viejos y son un peligro, pero que en su lugar replantará y añadirá florecitas para que se vea retechula de bonita la Alameda.
En principio no le veía nada malo a lo que argüía, son árboles viejos, ¿qué duda cabe? Que se planten nuevos, me parece excelente idea; pero ¿cuántos meses han pasado desde que el jefe del DF  anunció reavivar a este pulmón del centro histórico? A la fecha yo veo media Alameda pelona, y dígame: ¿Qué calva es atractiva?
Varias preguntas se me vienen a la cabeza a partir de mi mal andada caminata: ¿cuántos pulmones tenemos en el centro histórico?, ¿de dónde si no de los árboles obtenemos oxígeno?, ¿cuánto tarda un árbol en crecer?, ¿por qué han tardado tanto en plantar nuevos árboles?, ¿por qué se permite el ambulantaje en una zona que pertenece a todos los mexicanos?, ¿por qué la gente se orina atrás del hemiciclo a Juárez –ese siempre ha sido un misterio que me gustaría resolver, bueno a mí y a María Felix, que dios la tenga en su gloria?
Me siento agredido al ver la mutilación de un lugar que ha servido de punto de reunión por siglos, de crítica social, modelo de artistas para plasmar sus obras. Pero al ver la manera en que estamos sembrando escombros y podredumbre en ella, me da por pensar: ¿es éste el parque por donde caminaba Carlota?, ¿en esos charcos verdosos imaginó Mathurin Moreau chapoteando a su Venus y a sus Céfiros?  Porque si es así, yo sinceramente ya no entiendo nada.
El hedor a caño y a meados se entrelazan con el tufo de la grasa quemada de las fritangas y de la basura en descomposición. Los raterillos, los lazos de los puestos, los comerciantes y sus carritos, hieleras, parrillas hacen que el caminante esté atento a no perder el paso y la cartera.
La vista de la Alameda es una invitación a no cruzar por allí. Pero eso sí, los policías, muy monos, digo, charros con sus trajecitos y sus caballitos cagando por todas partes. Claro que ellos tan afables y comprensivos, no les dicen nada, ni a los comerciantes que cuelgan sus lonas en alguna de las múltiples estatuas que hay en la Alameda ni a los párvulos que miden sus fuerzas con la cabeza recapitada del águila o el hercúleo león del hemiciclo a Juárez que –dicho sea de paso– lo saben mansito.
Yo no sé quién aún puede afirmar que la Alameda central sea digna de ser recorrida en la actualidad. Si Ebrard ya empezó las obras para embellecerla –al menos ya taló los árboles–, debería hacer que su charra policía cuidara lo que todavía la falta de cultura e insensibilidad artística y sentido común del ciudadano no han terminado por destruir.  

miércoles, 21 de diciembre de 2011

EL DESTINO Y SUS SOMBRAS



La imagen es una historia que, paradójicamente, a pesar de haber sido, está por contarse. Una buena fotografía es como el libro de Las mil y una noches, pues, si es buena, sugerirá mil y una historias al espectador.
La foto del inicio podría ser un fotograma de alguna película de suspenso –pienso en Hitchcock– o la portada de alguna novela policiaca o del género negro. He aquí dos contrarios que se complementan: la solidez de la puerta y la sombra de la mano. Este contraste es lo que me hace intuir una historia. Podría pensar que esa sombra pertenece a la mano de un hombre que, al regresar a casa por diversas razones que está demás contarlas, escucha ruidos en el primer piso, específicamente en la recámara, donde la desnudez y la intimidad tienen sus fueros.
Ese individuo, en un comienzo, no distingue aquellos sonidos o no puede aceptarlos, pero el balazo de gemidos empieza a lamer su mente. No quiere darle realidad a lo que estaba fuera de su mundo, de su horizonte de hace unos minutos cuando creía que era mejor retornar cuanto antes a casa. 

Sube peldaño a peldaño, cada paso va marcando sus latidos, las maderas de la escalera crujen aplastadas por su silencio. Se acerca a la habitación; la sombra va cercando el pomo de la puerta. Su carne está detenida, contempla la sombra de su dedos que avanzan con más seguridad que su propia mano, que los disparos de su cerebro incitándolo a cerrar sus falanges sobre esa redondez, apretarla, ahogarla y girarla desesperadamente.
Se toca el saco, es inútil, no lleva arma, nunca ha llevado, pero por un momento se sintió parte de esas películas que tanto le gustaban. Se lamenta que no fuera sólo un actor, que su casa fuera su casa y no un set de filmación; y que esos gritos y ese sudor que se escurren por debajo de la puerta no sean fingidos. 
Sabe que la pistola está en la habitación, pero ella también conoce el lugar exacto donde él la guarda. Los gemidos son impúdicos, desesperados, un lamento dorado de pescadería. Su esqueleto se empieza a quebrar, las astillas de los huesos se le clavan en los músculos, en la sangre, lo fustigan, siente ya en sus pupilas la quemadura del odio y la tristeza.
Tiene miedo, necesita ser más rápido que su mujer. No debe detenerse a ver la escena, el dolor y la decepción tienen que esperar hasta que tenga sobre sus manos la última carta fría y dura que los condene y juzgue a los tres. Directo al buró –se repite–, jalar el cajón, sacar el arma: un disparo para erguir el silencio.
Por primera vez sabe que la muerte está a un paso. Teme, nunca fue valiente, pero la hombría no es un pensamiento ni una cualidad, es un impulso que lo obliga a castigar y a sentenciar el simulacro de felicidad que ha sido su vida. Imagina el mueble y siente que cada vez está más lejos; sabe que cuando abra la puerta no habrá retorno, pero piensa que no llegará, que son demasiados pasos, pero ya no puede irse, ya no, desde que empezó a subir las escaleras estaba condenado a terminar el acto.
Su mujer sólo tendría que estirar el brazo, ¿sería capaz de dispararle? Sabía la respuesta, si no, ¿porqué aún estaba afuera de la habitación pensando todo esto? Imagina un sinnúmero de posiciones en que los puede hallar; una que le diera cierta ventaja, pero la olvida enseguida, es demasiado obscena para creerla posible. No quiere imaginarla, no puede. Traga saliva y la sombra de su mano parece adelantarse a sus pensamientos, firmemente empuña la manija, está a punto de girarla…

jueves, 15 de diciembre de 2011

LOS ESPEJOS DEL FRÍO

                                                       
                                                                           I

El frío no se va, nunca se va, jamás se aleja. Ni en verano ni a mediodía; el sudor no lo calma porque éste siempre es una gota de hielo, un colmillo, un veneno que no cesa, que va resbalando, encarnándose lenta y agudamente. Y a veces es rojo o azul; negro o violeta; del color y del peso del barniz que nos hiera.
Pensaba que uno puede acostumbrarse a padecerlo, como se acostumbra el cuerpo o la mente al dolor, al hambre, al olvido; pero no es costumbre, no puede serlo, es impotencia. Nadie puede cubrirse completamente de él, ni partir el aire en dos, pues éste se deshebra y empieza a enredarnos, a tejer lentamente nuestra mortaja.
El frío no es una presencia, es ausencia y vacío; reflejo y distancia; vuelve una y otra vez desde la charca del olvido intentando ahogarnos. Endurece los ojos, los hincha como rocas podridas, como rocas huérfanas, petrificadas en el recuerdo del crepitar que fueron.


II
La puerta está cerrada y las cortinas corridas. Miro el reloj: las cinco; últimamente todas las horas son las cinco de la tarde. Es cuando el frío, con más virulencia, se adhiere al sol reflejado en el muro de enfrente. Los colores empiezan a sufrir, a perder la memoria de su lustre; la baba del frío va escurriendo sobre ellos, chupándolos, lamiéndolos. Bufan tratando de detener la hemorragia, de tomar del aire los pigmentos que por derecho eran suyos; tiemblan, empiezan a adelgazar… Es demasiado tarde, el frío los deja secos, como una cáscara vacía.
Mis dedos me dicen que no; se atiesan mis falanges, me encomian a que pare, se revelan al teclado, tratan de convencerme que la ignorancia es lo mejor; que uno puede olvidar lo que dice, pero lo escrito es el arma y la mano del suicida. No sigas –prosiguen–, mira, hay tiempo, el reloj avanza, pronto pasará y serán las seis, quizá antes deje de dolerte la sonrisa y los ojos; espera, detén tu mano y deja la hoja hasta aquí, aún podemos…
Pero no, no es posible, porque el frío me envicia, porque el dolor estimula la vida, la folla; lubrica la sangre y la mirada; y entonces, sé que aceptaré, no, querré, suplicaré por las llagas, por los estigmas del pasado y de lo que vendrá.
Con sumisión mi cuerpo se desgarrará por cosas muertas, por cadáveres mal enterrados, por un pubis o una axila que ya no guardan su olor, que puedo imaginarlos con notas de ciruelas y arándanos, pero quizá, sólo era el hedor de un pulpo cercenado, aliento negro que incitaba las dentelladas del deseo y a creer, como una verdad de piedra, que el día era una noche de veinticuatro horas, un hotel que me iba encerrando dentro de los espejos del techo y atornillando a los gemidos de la cama.
Por ello, no podía, no, no puedo evitar escribir o seguir pagando por uno de aquellos cuartos donde partes de mí aún tiritan, sangran y se vacían; y que algún día –quizá–, terminaré por entrar a cada una de esas habitaciones en las que he quedado mutilado y congelado en una incesante hemorragia de deseo.

jueves, 8 de diciembre de 2011

El contemplado


No sé por qué en un clima frío me sobreviene el pasado o los recuerdos que quizá ni viví. Tal vez la falta de calor sea propia de la vida retirada, del asceta, del estar a solas consigo mismo y rememorar algunas de las infinitas posibilidades que pudimos o podemos ser.
Desde finales de noviembre mi cuerpo empieza a padecer cierta hibernación: el paso es más calmo, la mirada transita sin premura por todos los objetos y siluetas que se apresuran a su alrededor, la sangre se relaja y arde parsimoniosamente, los movimientos dejan atrás el frenesí, la valentonada; sin embargo, el ansia de mirar rostros y muslos femeninos no cambia, aunque se paladean de distinto modo.
No es ya el relincho lo que impera sino la perversidad. El erotismo empieza a ganar terreno al mero aguijón de la libido; y entonces, unas medias de red, un escote indulgente o unos glúteos bien pertrechados en unos pantalones de mezclilla sin pinzas -porque en este tiempo, un buen voyeur debe saber cuáles pantalones son únicamente espejismos y cuáles nos ofrecen un oasis para saciar la humedad de las pupilas-  hacen que el invierno sea una época de refinamiento sensitivo.
Todo aquello me obliga a mirar con ánimo contemplativo, como el tigre admira la fragilidad y agilidad de su presa antes de aniquilarla -que no es sino otra forma de poseerla. Pues la codicia inicia por el goce estético y por las pocas probabilidades de obtenerlo. En otras palabras, es dejar fluir los sentidos sin ser arrastrado por su corriente que parece acelerarse más y más conforme el año termina.
Es ir en contra del tiempo y el impulso de diciembre que parece querer ser bebido de un trago. La premura nos hace perder instantes que sólo el cuerpo y la mente reposados pueden abstraer y gozar.
Por ello, en este instante me siento desfasado, como si fuera el fantasma, ya no digamos de los demás, si no de mí mismo que está escribiendo, mientras que yo, inexpresable, mudo, lo contemplo desesperado, nervioso, tomando tazas y tazas de café, sufriendo, mirando al horizonte como si allí estuviera el pensamiento que necesita para terminar de escribir esta crónica-artículo-desvarío; lo observo sin que lo sepa, mientras yo aún estoy pensando en la forma que tendrá la primera letra de este texto que no me decido a comenzar. Y quizá, cuando termine de urdir cada letra, sean otras las palabras y otro el contenido que exprese mejor lo que va floreciendo por los ramajes serenados de mi cabeza, mientras éste que está por poner punto final, no ha tenido la paciencia necesaria para apreciar los senderos menos oteados de su mente.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

El frío


El frío siempre es una presencia difusa, no se puede medir por la velocidad del viento o por los grados centígrados del termómetro. Se mide en la forma en que se mira fuera y dentro de la ventana, del espejo hacia su reflejo. Es el espacio que media entre el cuerpo y su sombra.
El frío nunca llega de frente, siempre es una puñalada por la espalda, un colmillo helado rasgando y dislocando vértebra a vértebra los horizontes del esqueleto, petrificando la miel de las cosas cotidianas, de los objetos hechos para una sencilla alegría, para justificarnos en el presente; aunque, si se piensa, no hay justificación posible que nos valga en esta vida.
El frío a veces es compañero del miedo o su túnica y su osamenta. Es la sangre sembrando en el sueño los insomnios del tigre; las interrogantes, la hoja en blanco del que ha perdido la esperanza en las palabras o las palabras que la lengua pegada al paladar nos impide exhalar para hablarle a la mujer que está sentada al lado nuestro en el metro, más cerca de nosotros de lo que ella misma se imagina, quizá mucho más de lo que está de sí misma.
El frío es un estado de la memoria que nos anquilosa el día.  Puede personificarse en los cables de luz agitados por nuestra ansia de fatalidad o en el canto dormido del pájaro muerto en nuestros silencios y trastabilleos; en nuestros por qués que nunca definen una pregunta; de hecho, no quieren una respuesta si no sólo, por puro vicio, lamer la tristeza de cada una de sus heridas.
Hoy, finales de noviembre, me viene el frío quizá de un mayo, de alguno que no quiero recordar con exactitud; porque todo este día he estado tratando de guarecerme de tanta intemperie, de tanto pasado que se me adhiere a la piel; y viene agudo y sádico y avanza como un remolino de alas muertas, de arenas blancas que inundan mis pupilas, se incrustan en ellas y todo lo empiezo a ver, a rememorar a través de un cristal doloroso, como esas gracias o dones divinos que uno no espera, que no merece y no quiere.
Porque únicamente soy un hombre como cualquier otro que apenas resiste el peso de la cara con que amanece, para soportar ahora, sobre y dentro de ella, este clima que congela el río de mis olvidos.

jueves, 24 de noviembre de 2011

El noble oficio del borracho (13)




Tal vez me hubiera gustado no traer en la mente esa especie de catálogo que empecé a urdir en aquel primer caballito de mezcal; pero entonces, también debí ignorar las palabras de mi amiga, pero ¿cómo hacerlo? o lo que es peor, ¿cómo decirle a alguien que no diga algo que sin saber qué será, nos incomodará, irá aglutinándose a lo largo del día y cuando no se pueda soportar más, empezaremos a expulsarlo en un monólogo absurdo, como la situación en la que me encuentro en este momento?
Cómo negar ahora este rostro que tanto me estaba gustando, las palabras que iba ajustando al paso, que construían el arco de mis cejas, mi altura agigantada, mi rostro construido de una humildad heroica y tosca; y esta piel menos peluda y menos negra de la que dibuja el espejo.
¿Con qué imagen describirme si ya no puedo tener otra?; además, ésta me place y no la voy a cambiar porque hay cosas que no deberían ajustarse a la realidad, no tienen porque aceptarla. He luchado tanto para dar forma a mis manos, para alargar, engordar las falanges, bruñirlas en el respeto de la violencia y la fuerza. Y yo no tengo que darle explicaciones a nadie, este cuerpo me gusta, es como un bosque en madrugada: rústico, sin amaneramientos, exhalado de la propia tierra, de esos paisajes nórdicos que tantas veces he soñado respirar y que sólo intuyo a través de la televisión.
También me gusta la forma en que hacía de la pared situada frente a mí una ventana con su tarde y su sonrisa pálida, riguroso luto a tanta luz. Donde la justeza de la vida y de la tarde estaban embridadas en el gusto que la bebida iba dejando en mi boca, desdibujando esa sed que pacientemente iba labrando con la desesperación de librarme de ella, de poder domarla sabiendo que el ahogo es necesario para conciliarme con la vida, con esta puta vida que me hace querer tener una ventana junto a la mesa donde quedan sólo las cenizas del mezcal y el caballito en su orfandad de cristal.
Resbalando los dos en una espesa sombra de luz que no sé de dónde viene, pues aún no enciendo el único foco de la habitación y la noche sigue rodeándome en este cuarto sin ventanas, que me hace sentir esa sonrisa sobrepuesta sobre mi rostro que últimamente ha exorcizado un poco mi suerte y mi soledad y que he terminado por aceptar como algo mío, como esta mano que tiembla sobre la mesa golpeando una melodía que quiero recordar desde hace tiempo y que quizá nunca haya escuchado. 

jueves, 17 de noviembre de 2011

El noble oficio del borracho (12)



Ilusorio como el cristal, como el aire, como el líquido que hace un segundo cayó por mi garganta: transparente, inocuo como si nada nos marcara ni nos doliera; como si la vida no tuviera un color al cual asirse, como si el tiempo fuera una larga sucesión de olvidos, un fantasma en un reino sin paredes. 
Todo se va vaciando, nada se ayunta, al final todo nos disgrega. Y no puedo pensar o creer una historia que tenga futuro. La única realización está en el pasado, en la capacidad que tengamos para armonizar el recuerdo, la carne y sus instantes. Como aquel que Salomón tuvo en sus manos. Allí debió morir, quedar sepultado en esa galería, ser tapiado con la muerta, sufrir la podredumbre del deseo y del tiempo.
Pero es difícil apaciguar lo que va segregando la mente, no querer conocer más de lo debido. Se tendría que escribir primero, ver el borrador y corregir, borrar y dejar quizá un par de renglones, una cuartilla, a lo mucho, de todo lo que vamos pensando, pero es tarde.
He vaciado una botella recordando una historia que no sé si alguien me contó o fui yo quien la trajo de muy lejos, no sé de dónde, de alguna parte de mí que reniega de este medio borracho, medio lúcido, medio infeliz que idea historias ya contadas por otros; y aunque todo mundo las conoce, él se niega a terminarlas en el punto que ellos lo hicieron.
Un engaño, pues ningún azar o destino termina de esa manera como lo hacen todos esos cuentos que no son más que patrañas, que han sido remendados una y otra vez hasta desfigurar su esencia, su razón, que no es otra que contar un instante, nada más; porque sólo eso podemos tener de la vida, únicamente eso dejamos al partir y eso nos llevamos. Sin considerar si es bueno o malo, si es triste o alegre, no podemos saberlo y para nada serviría que lo supiésemos.
Es una ilusión pensar que escogemos algo y mucho más que lo obtengamos. ¿Qué es mío?, ¿esta carne?, ¿este cuerpo que puedo recordar, imaginar o ver un segundo en alguna superficie?, ¿cuál de esos que se reflejan es mío?, ¿cuál acepto? y aún más, ¿cuál es el que otra persona nos da? El que siente como nuestro, aun cuando no cabemos en él o no lo llenamos.
Si una persona vive 20 años con alguien, ¿cuál de nuestros rostros hizo suyo, atesora y cuida sin importar las arrugas, el desapego? y ¿qué pasa con ese otro, el que cada uno lleva de sí y que muchas veces es sólo la posibilidad del último y quizá, sólo quizá del verdadero?

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El noble oficio del borracho (11 parte)




¿Cuántos peldaños bajaron?, ¿cuántos fueron necesarios?, ¿en qué momento ya no fueron sentidos si es que por fin pudieron ser olvidados? ¿Habrán salido de palacio?, ¿cruzaron las puertas del reino? Y Salomón en su beodez, en su furor ¿habrá reparado en ellos?, ¿vertido una lágrima o mesado por un instante sus luengas barbas?
Los carbones dorados del sol retumbaban en la rectitud de las puertas, en los escudos negros, en las plantas de aquellos pies que parecían señalarles que la expiación estaba en el sacrificio y en el exilio. Renegados sin saberlo, probablemente cruzaron las ardientes hojas y el rey no supo, hasta más tarde, que estaba siendo mutilado de su corona y de su sabiduría.
Rasgado por el recuerdo, por la vida y la muerte que la Sunamita había enterrado en él, empezó a llorar y con ello paulatinamente volvió al habitáculo de su cuerpo. De nada se arrepentía, de nada tendría que hacerlo –se dijo. Las voces que intentaban sostenerlo aún no alcanzaban a tocarlo, pues todavía no fincaba totalmente sus sentidos en su carne. Probablemente no sabía de esos hombres condenados a una marcha gris e infatigable; mucho menos sospechaba –pues nadie podría darle razón de ello- que la mujer desollada era una de tantas doncellas que le escanciaban la mirra y se acunaban en aquellos pensamientos que salían de su boca, que no eran suyos, sino de aquel que seguía atizando, a pesar que la noche estaba por caer, su odio rutilante en las osamentas de su reino.
Él desconocía lo que minutos antes había acontecido, estaba completamente encerrado en la rememoración de aquella que lo había devorado, que lo había amputado de todo lo que no se fincara y tuviera sus raíces en su carne y en el dolor de sus vísceras y de su aliento, por completo entregados al arbitrio del tiempo.
Él, sólo quería preguntar por ella, exigir su presencia, el olor de sus axilas, de su pubis para sostener su peso, para terminar de aceptar ese parto que lo había dejado allí, desnudo y sangrante sobre los mármoles del suelo, sobre la ascética geometría de las paredes que habían representado un orden que jamás pudo comprender ni sostener del todo.
Ahora, al mirarse en su sombra dispersa y alargada por los cuatro puntos cardinales, que parecía no salir de él si no reptar hacia él, meterse como el incienso por su garganta, por su boca y por sus ojos, se dio cuenta de otro tipo de arquitectura, quizá igual de inaprensible que la otra, aunque menos ilusoria; pues no necesitaba de durezas ni de pesados muros para constatar su omnipresencia y omnipotencia; ya que la sombra, el humo son los otros rostros de la luz y del fuego. Las sutilezas de la memoria son mil veces más convincentes que la palabra esculpida en piedra. La voluptuosidad más avasalladora que la sobriedad y la continencia.
Miró las rojas cortinas golpeadas por la luz, atravesándolas, olisqueando el hedor de su cuerpo, negándose a permanecer fuera, a respetar su intimidad; pero a pesar del agror que subía por su garganta y de la deformidad que no podían seguir conteniendo sus labios, se sintió feliz al ver el movimiento ondulante de las telas, la opulencia con que se agitaban, torciendo las rectas sombras de las columnas, sus columnas, pariendo otra silueta sobre su silueta, ayuntándose, jadeando su futuro.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El noble oficio del borracho (10 parte)



Mil escudos, de pronto, tañeron sus negros metales. Sobre ellos, desasido de la vida, el cuello blanco y abierto de una doncella iba surgiendo de la obscuridad de la recámara hacia la claridad que invadía todo el palacio.
Como un haz desecho de luz era su piel, un fulgor carcomido de sangre y de muerte. Miraron hacia aquel que se agitaba en la frialdad del mármol rodeado por otros soldados, al igual que ellos, tampoco sabían qué hacer, ni a dónde mirar ante la impudicia de su rey.
Con la mujer sobre sus manos, parecían columnas sosteniendo los escombros de un templo, de un dios olvidado. Todos sus esfuerzos –inútiles, pues en la muerte no hay ternura posible- estaban en no presionar demasiado, de suavizar el tacto nervudo, curtido en el hierro y en la cólera para no desgarrar aún más aquel cuerpo.
La mudez no sólo era impotencia ante la muerte, si no soledad, pues un desierto se abría ante ellos, ya que su destino estaba ligado al de su rey y éste parecía haber enloquecido. Trataron de formularse preguntas, buscaron alguna razón que justificara tal acto. ¿Qué había hecho la joven para merecer tales vejaciones? Al verla, parecía que no sólo había sido descuartizado su cuerpo si no también su alma.
Avanzaron silenciosos hacia las escaleras. Uno, con la hiel quemándole la garganta terminó por atragantarse las palabras dispuestas a morder las barbas del anciano. Las manos, los brazos y cada músculo comenzaron a pesarles del modo en que pesa la derrota; no por el hato de mieses podridas que llevaban sobre sus cabezas, si no por la sensación de ultraje, por haber dado a la luz lo que no debía de salir de las sombras. En alguno de ellos pasó la idea de clausurar la entrada, tapiar la galería completamente, dejarla lisa y blanca como cada uno de los muros del palacio.
Siguieron bajando, cada una de sus pisadas eran precisas y repetitivas; no trataban de verse ceremoniosos ni engalanar su marcha; al contrario, la monotonía de su ritmo era una suplica para ser enterrados en el olvido.
Iban obscuros, cada uno encerrado en su noche, tratando de perderse en el tiempo, de olvidarse de ellos mismos, de sus propios nombres. Sus piernas empezaron a vaciarse por la inercia de la marcha, nadie parecía gobernarlas. No pensaban, no debían, pues sentían el peso y el odio de dios en todo su cuerpo. Trataban de refractar su ardor con sus escudos, pero era inútil, éste era acrisolado en ese pedazo de carne que caía en forma de ternura y horror en la penumbra de cada uno de esos pares de ojos.
Siguieron bajando y el calor se hizo más intenso, más sofocante, pero nadie decía nada, a ninguno se le ocurrió dejar allí lo que quedaba de la mujer. Las lenguas del sol les lamían las plantas de los pies, se metían entre el cuero de las sandalias, en el tejido de las túnicas, entre el sudor que escurría perezosamente por todo su cuerpo, marcándolos, inflamándolos, cobrándoles una afrenta que no era suya, pero tan acostumbrados estaban a obedecer y a sufrir las decisiones de otros que no renegaron de esa carga, no sabían que podían hacerlo.

martes, 25 de octubre de 2011

El noble oficio del borracho ( 9 parte)


Ya no sabía por qué buscaba la entrada, cuál era la necesidad de salir de sus aposentos; no quería encontrarse de frente con las horas, con  las miradas de su guardia personal, de los sacerdotes, de cualquier persona que pudiera levantar sus ojos hacia los suyos. Le gustaba la negrura, la ceguera que le permitía percibir con mayor claridad el pasado, el peso de los glúteos de la Sunamita, sus olores, el mundo que en ese cuerpo breve y opulento era más vasto y rico que su propio reino.
Tendría que salir, lo sabía, el aire ya no era suyo, estaba fincado en el hoy, en la carencia y en la consciencia, obligándolo al exilio. Dijo su nombre con toda la ternura que el asco le permitió, quería una tregua con el tiempo, pero el metal sonoro de la entrada se fincó en sus falanges más raudo que esas ocho letras que lo habían felizmente minado.
Un golpe bastó, sólo uno y las puertas se abrieron… La claridad lo trituró, sentía sus zarpas en sus ojos, sus colmillos en su garganta. La frialdad de la armadura matutina chirriaba en su carne; su sombra tanteaba en la luz, buscaba el reposo de la galería abandonada, la tranquilidad de la penumbra que ahora lo invadía en fragmentos de nostalgia y desesperación.
Más ruidos, palabras quizá, un lenguaje familiar que había perdido: suave como un río, un aleteo de refulgencias que hacía más toscos sus gestos, más seco su cuerpo ennegrecido por las costras de sangre. Se detuvo como queriendo negarse, ser una piedra en el camino de nadie pero fue horadado por innumerables manos que lo sostuvieron, que lo ataban a ese mundo que le iba causando una profunda nausea.
Se dejó llevar, su sombra se iba alargando y alargando a todo lo largo del pasillo, parecía que el sol quería desmembrarla, separarla del abrevadero del que surgía, de aquella cámara que aun, con las puertas abiertas, continuaba obscurecida. La luz se colaba por cada uno de los arcos de palacio, Salomón parecía perder la consciencia, volverse loco, su cuerpo ardía completamente, se empezaba a llagar, a pudrir como una fruta recién cortada.
Los soldados apretaron el paso, pero el ardor no cesaba. Mandó, imploró que corrieran cada una de las cortinas de palacio. Se soltó de sus captores y cayó de bruces al suelo; reptando, sacudiéndose en la frescura del mármol; restregó su cuerpo y la Sunamita iba surgiendo de la piedra pulida, del frío, de la propia sangre coagulada de Salomón como si de pronto volviera a lubricarlo, a descender por él, surgir de lo hondo de su respiración, de las raíces de su aliento que era más un deseo que una realidad.

miércoles, 19 de octubre de 2011

El noble oficio del borracho (octava parte)

A la mañana siguiente o en una de tantas mañanas -pues Salomón ignoraba el tiempo que había pasado en la cámara con la Sunamita-, cuando el fuego por fin había encanecido sus barbas sobre el pebetero y el humo había abandonado las peripecias y malabares de la orgía para agonizar en una espesa modorra encima de un dolor o un cuerpo que yacía desnudo y quebrado; Salomón palpaba las sombras en pos de la alforja de vino para darle consistencia a sus labios, a su lengua que no creía que fueran ni sus labios ni su lengua, pues todo él se desvanecía en el silencio y en la negrura de la habitación tapiada por el deseo y ahora por la soledad.

Empezó a recordar, y sin quererlo, sintió un dejo de vergüenza y dio gracias que no hubiera luz que pudiera reflejar su rostro. Se sentó en las alfombras que le habían servido de lecho; llevó sus manos a la cara y su olfato se llenó de oxido y de lujuria. Se lamió los dedos y dijo para sí: -El olor de tus olores sobre todas las cosas olorosas. -Y un panal de sangre y de miel sintió que lo iba cubriendo, marcando nuevamente, infinitamente y no quiso abrir sus ojos, al contrario, apretó hacia la memoria sus párpados, hacia aquella noche en que la Sunamita se los cerraba con su boca.
Aguzó el olfato y presintió el sudor de ese cuerpo, la realidad que había perdido y que no quería olvidar y por ello quiso tatuar en lo profundo de sus ser, como una llaga en el tiempo, esos olores que aún habitaban a su alrededor; y se imaginó su reino -desde las cumbres de Amana, Senir y Hermón, desde las cuevas de los leones y de los montes de las onzas- cubierto por la sangre y la miel de aquella, perdiéndose y enroscándose en el viento, en las frondas de los árboles, acariciando la pelambre de los tigres y panteras, voluble como estos; cercando los huertos y las fuentes de su palacio que desde ahora se imaginaba iguales a los huertos y a las fuentes del sexo y la boca de su amada. Fuente de huertos, pozos de aguas vivas –escurrieron pesadamente en la saliva del patriarca.
Lentamente fue abriendo los párpados, pero la obscuridad era absoluta, los olores se empezaron a amortizar a su alrededor, las flores ya no eran una armonía sino un zumbido en las fosas nasales, sintió la hiel correr por su garganta, la proximidad del vómito; el hedor fue apretando su cuerpo, sus años que hasta ahora sintió vivos, pesados sobre sus huesos frágiles, pero erguidos y orgullosos ante la conciencia del tiempo, de la muerte que por primera vez lo invadía.
Trató de incorporarse: una vez, dos, tres veces tres. A gatas y con las manos extendidas buscó la pared, por fin, lentamente pudo incorporarse, siguió el camino de los muros buscando la entrada; cada relieve trazado en ellos le encendían el tacto; y ya no eran esas curvas si no otras las que morosamente recorría.
Por momentos parecía detenerse, ser una columna enroscándose sobre sí misma, sosteniendo el peso del mundo, de la vida, de su reino que no era más que extensión de su cuerpo, del de ahora, jardín cerrado al goce de la memoria. Y esas paredes eran su historia, los trazos de esa noche enclavada en el tiempo, detenida en sus manos, sobre esos muros que en su inmovilidad la hacían eterna, cíclica, pero al mismo tiempo irrepetible…

miércoles, 12 de octubre de 2011

El noble oficio del borracho (séptima parte)



Entre más virtuosos o inocentes más era su goce y más su gula, y a tal punto llegó que quiso demostrarle a ése, que hasta sus más fieles sirvientes se hincaban a lamerla para después ir a besar su santa palabra, La palabra, que no era nada comparada con la suya, con su Cantar de los cantares, escrita por uno de sus virtuosos. Herida abierta, recuerdo incesante en medio de sus libros proféticos, acusándolo, señalándole que no hay tregua ni olvido.
“Metióme en la cámara del vino, la bandera suya en mí es amor.//Forzadme con vasos de vino, cercadme de manzanas, que enferma estoy de amor.” ¿Se acordará Salomón de aquella galería teñida de sangre y deseo; del aroma a manzanas de su sombra que iban ciñendo a la Sunamita hasta hacerla enrojecer a sus ojos?; esos ojos embrutecidos, llorosos ante aquel cuerpo vencido; ante aquella columna de humo que iba ahogándolo, viciándole la mirada y el pensamiento; mientras las lenguas de luz que despedían las velas, la bruma y el picor de los inciensos y del opio iban flagelándolo, mostrándole la sabiduría de su carne que se había negado a conocer y que ahora desgajaba sus secretos, agitando su respiración, cada poro de su piel que se alejaba de la virtud, no así de la revelación.
Ese cuerpo apretado por la negrura, por la marcha de la noche que parecía ir enfriando sus pezones, endureciéndolos, como si bramaran sus pechos como cabritos mellizos paciendo entre violetas, impulsaban al rey al desmayo y al vértigo. La Sunamita movía sus brazos y todas sus pulseras empezaron a agitarse como un cascabel erguido y orgulloso; escanciándose hacia aquella boca reseca que desconocía el placer de libar una piel ávida y sabia.
Salomón sintió la cera amarilla de aquella mirada quemándole el sexo; las plegarias se empastaban en su lengua al sentir el fuego dorado de aquel vello ensortijado y felino. Se quitó la túnica y su cuerpo casi muerto, casi nada afiló el asta de sus banderas y fue clavando y envolviendo a la Sunamita; y ella reía y gemía de satisfacción y se encajaba los dientes en su propio labio para no reír demasiado fuerte y su sangre manchó la boca de Salomón y éste empezó a devorarla, a arrancarle las uvas de su boca, a chupar los corderos de sus senos y las violetas de su cuerpo mientras ella repetía: -Salomón, Salomón, suéltame Salomón;  -pero éste no paraba, sus dentelladas le arrancaron los pezones a la Sunamita, sus dedos le fueron desgarrando los muslos, el sexo; y su lengua era un río de sangre sobre el cuerpo destrozado y vivo de la Sunamita que parecía gozar en la repetición del nombre de Salomón y en su ruego; como si se lo dijera a alguien más, como si el nombre del virtuoso fuera otro, un  nombre innombrable confinado en cada una de las siete letras de Salomón…

miércoles, 5 de octubre de 2011

El noble oficio del borracho (sexta parte)


Condenada al olvido y al tiempo, la Sunamita después de que dios la alejó de sus manos, sin poder ir hacia lo infra ni supranatural, se quedó vagando en este limbo humano y así fue injertándose en todo lo que era de su gusto: en las panteras y en las perras y en todo animal que le recordara su naturaleza. 
  Fue allí donde decidió para sí el color amarillo de sus ojos y para todas sus creaturas, pero no era suficiente, ni el león ni el tigre sabían lo que era la bajeza.

Violencia había, sangre a montones, aunque la lascivia sólo la encontró en los chimpancés que podían cogerla diez días seguidos, matarse por una gota del vinagre de sus pezones, por la selva de su sexo; pero a pesar de aquellas lenguas escurriéndose por todo su cuerpo, de aquella fuerza que casi le arrancaba los brazos y le destrozaba la columna y el cráneo; del hedor a jungla y a flora podrida y del silbante zumbido amotinándose como el sudor y el deseo en su boca, ella era desdichada; en ninguna de aquellas creaturas existía ni la fatalidad ni la conciencia de la perversidad, también ignoraban la muerte y nada sabían de ése, el que la había confinado a una tierra inmerecida, pues ella era parte de la belleza, su dentellada; y en este mundo no había un sólo ser medianamente hermoso.
Ella, aún mutilada y desfigurada por la rabia y el celo, era mil veces más tentadora y perfecta que cualquier efigie que aquellas malogradas creaturas habían hecho de su dios, del odiado. Tanto se reía de éstas, tanto, que llegó a imaginárselo así, como ellos: tan poca cosa, tan simple como unos cuantos trazos, tan vulgar como uno de aquellos que lo habían imaginado a su imagen y semejanza. Lo único que compartían con él era la soberbia, la lascivia y la hipocresía. Y por esas características y no por otras, decidió robarse las obras de aquel y hacerlas suyas, que serían –se dijo- un espejo más fiel de ése que hace mucho tiempo la había arrojado y desfigurado.
 Buscaba a los que se consideraban virtuosos, a los que se creían libres de cualquier tentación: sacerdotes, monjas, ermitaños, aquellos que jamás habían asesinado a nadie, ni siquiera a un animal para buscarse el sustento; hijos que nunca renegarían de sus padres; matrimonios que tenían trazados en el rostro la tortura de la fidelidad; niños, sobre todo niños que tenían la torpeza de la inocencia en cada gramo de su cuerpo y sobre todo en sus ojos; odiaba esas miradas llenas de ingenuidad, de bondad hacia los demás. Cómo detestaba cuando le estiraban las manos buscando sus brazos o cuando le sonreían de lejos; eran peor que animales, ignorantes de que su cuerpo había sido forjado para la locura, para dar placer y desesperación. A ellos los raptaba y los devolvía insensibles, secos o simplemente los masticaba hasta matarlos de dolor…

jueves, 29 de septiembre de 2011

El noble oficio del borracho (quinta parte)

Ahora hablaré del demiurgo que me habita: el súcubo. Esa diablilla de formas opulentas que goza en enredarse entre mi lengua, que parece hecha de una especie de sal líquida, medio viscosa y que disfruta de ir escurriendo la hiel de sus pezones, los venenos de su sexo sobre mis papilas gustativas; emponzoñando mis labios hasta hacerme jadear un no que es más una afirmación por donde asomarán los tentáculos de sus pestañas cercando sus ojos amarillos –porque todos los demonios felinos e incontinentes tienen ese color de iris- por donde mi mundo se irá consumiendo, desfigurando al contacto de aquella lascivia, de esas excreciones segregadas en mi boca, resbalando hacia mi cerebro y hacia mi entrepierna como unas manos ligeras y firmes.
Tengo que admitir que hasta este momento no he podido exorcizarla. Siempre que tiene oportunidad o está de humor       -porque no siempre lo está-, me encadena. Sé que es una deslealtad ante todo lo que he escrito, pero a veces pienso que no sé si verdaderamente sea un borracho, quizá me engaño y mi verdadero vicio sea el de esperar la posesión de mi súcubo; a su lengua lamiendo mis sesos, hinchando y pudriendo mis sentidos, invocando a las bestias que se revuelcan en mi sombra y van arrastrándose en contracorriente hacia mí, abriéndose camino entre las uñas de mis pies, arañando lentamente cada milímetro de músculo, grasa y sangre, atizando su mansedumbre, hirviendo esas voces que apenas latían y que a su sólo contacto abortan en gemidos, en dolor o deseo.
A tal punto ha llegada mi dependencia que le he puesto nombre o quizá fue ella quien me lo dijo en medio de alguno de mis raptos; y es el mismo que les pongo a todas las mujeres que me ha hecho desear, pues no son más que una extensión de ella misma. Pero el nombre es un secreto, hay cosas que no comparto, pues sé que sería capaz de irse con cualquiera que la nombrara.
Para mentarla en este momento, le pondré el nombre que siglos antes otro le dio, otro que presumía de ecuanimidad; pero ¿qué puede el juicio y la virtud ante la belleza? Salomón nunca comprendió que era incompatible el apetito a la cordura y a la tranquilidad.
El deseo únicamente nos aleja más de dios, nos lo hace detestable; y sin saberlo, el reyezuelo fue codiciando el oro y la mirra de la Sunamita más que aquel otro imperecedero. 
El llamado Salomón, el ecuánime, el justo, el sabio, quedó en el olvido por el vino de aquella negra boca y por los sembradíos de trigo de aquel pubis; aunque siguió siendo Salomón, el profeta, pues sus palabras seguían siendo de otro, de aquel súcubo que terminó de esclavizarlo.
“Bésame con besos de tu boca, que dulces son tus amores más que el vino.” Salomón ya intuía que no era el alcohol lo que lo dominaba. Él mucho antes que yo había sentido un vicio más fuerte que el rapto báquico: la Sunamita; acompañada de todos los placeres mundanos, en especial el que otorgan los alimentos; por ello, El sabio no pudo  o no quiso distinguir sus efluvios de los de dios, pues éste también es representado con pan y vino; con mirra e incienso.
Esta equiparación con el cuerpo y la sangre de dios indica lo taimada que es este demiurgo; además, aquel que tiene tratos con los alcoholes de su cuerpo termina condenado, pues todo lo que se considera sacrosanto lo pervierte, no confundir con lo sagrado, pues ella forma parte de esa esfera.
Ejemplos, sobre su naturaleza y la de las cosas que corrompe, sobran: allí tenemos a Tablada con su libro Hostias negras, donde podemos encontrar versos como: “Toma el aspecto triste y frío/ de la enlutada religiosa/ y con el traje más sombrío/ viste tu carne voluptuosa…” o “el corazón de los que en ansia impura/ murieron abrasados de deseos/ ¡a la sombra fatal de su hermosura!…”
¿Qué otra cosa si no, era la Águeda de López Velarde?, ¿acaso no era una Magna Peccatrix como la de Salomón o la de Tablada? Con esbozar el camino bastará, pues sería demasiado farragoso hurgar en los estragos que ha hecho este súcubo a lo largo del tiempo; por ello sólo me concentraré brevemente en las cuitas de Salomón y con ello develar en lo posible la naturaleza de la Sunamita.
El Cantar de los cantares nos da muestras de ello: “No miréis que soy algo morena, que mirome el sol”. El astro siempre ha representado la divinidad y éste, como podemos leer, la dejó marcada de por vida, la abraso entre sus carbones, por ello se apena del color de su piel. De cualquier modo es una treta, pues el súcubo puede tomar la forma que quiera o que deseé aquel a quien esté poseyendo.
Además, el “no miréis que soy algo morena” es una invitación a recorrerla, pues si existiese algún incauto que no haya notado el color de su piel, las palabras de la Sunamita harían que éste empezara a codiciarla. También hay un aparente estado de orfandad que la hace más deseable, pues ese no poder cubrirse del sol,  remarca su fragilidad, su femineidad ante una fuerza que la ha subyugado y ante la cual nada puede hacer.
Bastante afiladas son sus palabras, pues dan cuenta que la divinidad la miró tal cual era y que no pudo resistir abrasarla. También hay un dejo de soberbia, pues ni siquiera un ser, en apariencia, todo poderoso pudo resistirse a los encantos de su carne; aunque después de que éste la poseyera la arrojara de sí, como si de una cosa podrida se tratara, como si le diera vergüenza su contacto. Todo ello hace pensar que ese dios –sol- que garabatea la Sunamita, no es una entidad virtuosa, sino sicalíptica e hipócrita, pues la vomitó después de haber masticado su blancura… 

martes, 20 de septiembre de 2011

El noble oficio del borracho (cuarta parte)

Empecé por lo más inmediato, pero como dije al principio de este capítulo: por la boca muere el pez; y antes de entrar en esa fase de lentitud, de trastabilleo, tal parece que inconscientemente algo nos obliga a hablar y hablar y hablar. Aquí el proceso es distinto, pues se dice sin pensar y siempre que uno lo hace es demasiado tarde; uno no puede proferir lo que por derecho le pertenecía al silencio.
Tal parece que existe una fuerza que nos impulsa a mentar lo que sea, hasta el más nimio pensamiento que pase por la cabeza. Esta fuerza desconocida es una especie de demiurgo cargando una espada de doble filo.
 Representa primeramente una advertencia, un paso antes del rapto báquico. La primera vez que decimos algo de más por lo regular no tiene importancia, pero ya ese acto inusual nos señala los abrevaderos en que podemos caer a lo largo de la noche.
Lo primero que todo oficiante tiene que reconocer es este acto inaugural, pues sólo así se puede controlar la fuerza de ese súcubo que se envuelve entre nuestra lengua; digo súcubo porque es el que a mí me invade en lo particular, pero hay de todo tipo.
Hay ciertos demiurgos que parecen incitar la necedad; otros, traer en sí mismos un supuesto conocimiento universal sobre cualquier tipo de cuestión. Debo decir que estos diablillos son los peores, pues casi siempre van acompañados del de la necedad y pobre aquel que quiera mantener un diálogo con ellos. Además su conocimiento es una columna de humo enredada en la sinrazón. Entre este demiurgo y el del gracioso puede haber catástrofes pues cada uno intentará a su modo ser el centro de atención.
Hay otros, los furiosos, que parecen pinchar a los borrachos en alguna parte pudenda o reírse en sus oídos de dichas partes, y también parece que este demonio les empieza a quemar parte de los sesos, pues a toda palabra, gesto o mirada de cualquier persona, empiezan a bufar, a babear cierto tipo de lenguaje, pues su cuerpo y sus palabras parecen gruñidos apenas articulados y pobre del incauto que no logre distinguir a los demiurgos que invaden a esos infelices, pues seguramente lo lamentarán.
Hay demiurgos azules y violetas, son los más lamentables. A las personas que los invadan caerán desde la melancolía hasta el spleen –estos son los azules-; hasta la tristeza y la teatralidad –los violetas-.
El que padezca de estos demiurgos sentirá que el tiempo se detiene, que el corazón permanece en suspenso por una manaza cruel que no lo deja latir. El teatral, por ejemplo, buscará su rostro en el espejo y el gesto más miserable que encuentre. El triste una canción y un amor en los cuales llorar.
Al melancólico, todo le recordará la lluvia, el mar y su sal; sus ojos, aunque negros o cafés se le pondrán de un color azul, color hondo de derrota, de naufragio que tratará siempre de ocultar mirando su bebida.
A diferencia del teatral que se busca en los espejos y del triste que pondrá canciones y canciones que recalquen su condición y del melancólico que siempre se trata de esconder; el que sufre al demonio del spleen tendrá un azul que no es azul, que no tiene color; será el que no está, el viento que agita las puertas de las cantinas cuando nadie entra, el líquido cayendo al tarro, pero que se diluye en el momento en que mancha las redondeces del cristal; será la risa que nunca está presente, que profiere pero que nadie recuerda al otro día, el fantasma de al lado que ha desaparecido a fuerza de no pensarse más a sí mismo; será el tarro manchado por un lápiz labial que jamás lo conservará en su recuerdo, de hecho el verbo ser no lo menta, pero mi lenguaje es demasiado rústico…

jueves, 14 de julio de 2011

El noble oficio del borracho (Tercera parte)

La muerte entra por la boca o por su boca muere el pez. No son dichos, no. Para el borracho es una certeza, es el filo de la espada sobre su garganta o mamonamente, como diría el filósofo de El nacimiento de la tragedia, somos lo que hablamos –o algo por el estilo, y lo que callamos –según yo-, pues el silencio como puede degradarnos, también puede beneficiarnos.
Entre trago y trago, sin notarlo, alguien empieza a coser pequeños hilos entre los labios y entre la lengua que al principio ni notamos si quiera, pero, al paso de las horas, esa fina urdimbre empieza a extenderse y cuando nos damos cuenta es demasiado tarde, pues ya tenemos la cara embridada.
Cuando el trabajo de ese titiritero finaliza, lo sentimos por un leve cosquilleo en el rostro que dura tan sólo unos instantes, que pueden ser horas –para el borracho el tiempo es relativo-; pues, sin esperarla, sobreviene enseguida del cosquilleo, una sensación anestésica que invade la carne, desbordándose hasta el más mínimo gesto, expandiéndose paulatinamente hasta el más mísero recoveco. Entonces la pesadez que antes se recluía en la mente empieza a hacer estragos de cada centímetro que habitamos, pero en esta ocasión sólo hablaré de algunos, los del rostro.
Los pómulos se van hinchando; la nariz parece que está tapada, no se puede oler nada, ya los perfumes de la cantina nos son ajenos, además, tanto pasar la aguja la ha dejado enrojecida; la boca es un peso muerto, la mandíbula se desencaja, el pensamiento es una carga inútil pues no se puede desembarazar de él; al final, todo termina en la lengua y en los dientes, la primera dormida entre pesadillas, despertándose agitadamente para luego recobrar la placidez de su postura, haciendo ruidos inconexos en esos instantes en que parece recobrar el sentido, quizá una palabra, quizá menos, un rugido que tal vez celebra el goce de alguna incontinente lubricidad; y los dientes –ante ese peso- parecen copas de cristal golpeadas una y otra vez, y otra y otra; irguiendo un quebradero de vidrios en la boca, mellando cada una de las palabras, desgajando su sonido, pues todo es un agudo chirrido, un chisguete que está por caer.
Y entonces, la persona con la que se está hablando volverá sus ojos ante nosotros –si es que está en mejores condiciones-, buscándonos en ese derrumbe; apretará el ceño como tratando de entendernos y después, la burla en su cara, pues creerá que uno ya no se da cuenta de nada; pero la verdadera causa del silencio es que no sabemos cómo decirle que lo sabemos, que aún hay lucidez en las pupilas –remítase a la parte que trata sobre la mirada- para captar ese dejo burlesco, reprobatorio –no importa si el susodicho que nos critica tarda en enfocar, si aún puede articular palabras se sentirá superior, moralmente hablando-, pues la boca no puede aguzar el argumento que nos ronda por la cabeza para demostrarle lo contrario.
Entonces el silencio imperará en el ambiente, no en el cerebro, que aun domesticado por el vino, estirará lo más que pueda su correaje tratando de romperlo. Pero es inútil, no se puede hablar; la voz es el gorgojeo del alcohol cayendo en el vaso y por ello la prontitud con que llegan y parten las botellas, pues ya es lo único que puede expresar que estamos allí, pues aquel funesto titiritero no conoce lo que pensamos y entonces, por fuerza, el movimiento de los labios no puede corresponder con lo que golpetea en la intimidad de nuestra frente.
Cuando eso sucede, se requiere un esfuerzo sobrehumano de la voluntad para arrear los pensamientos hacia la boca. Cuando se es inexperto, es la lentitud lo primero que se debe aprender. Al inicio parecerá que uno se queda callado, que se ha dormido, pero cuando el interlocutor ya no espere respuesta, entonces una palabra brillará, quizá sólo una chispa, un sí, pero ese sí requirió de un esfuerzo tremendo, pues no sólo se abstrajo la palabra, se le fue dando forma para que la boca pudiera arrojarla; en otras palabras, el borracho se levantó contra la tiranía de su titiritero, que con una fuerza inhumana jala las riendas cosidas a la boca –y quizá, aún no lo sé de cierto, a toda la cara, y aunque no quisiera decirlo, pues es terrible, tal vez, a todo lo largo y ancho del cuerpo se extiende el hilado.
El reto, por tanto, del novel borracho es ir juntando como gotas cada una de las letras y palabras que pasen por su cerebro y después, al aglutinar bastantes, que una, al menos logre gotear sobre la lengua, que empape los labios y así poder saciar la sed del que espera de nosotros algo más que silencio.
Cuando las gotitas de letras, palabras, oraciones se vayan juntando, caerán gotas más gordas y con más frecuencia, entonces se podrán armar frases, diálogos con verdadera coherencia; aunque eso sí, el cerebro trabaja el doble, quizá el triple, pues cada letra se va sacando de un bloque, se va esbozando, adquiriendo forma, puliendo, como si se tratase de verdaderas obras de arte, pues así se forman realmente cada uno de nuestros pensamientos.
La verdadera virtud es tallar con una velocidad parecida a la de la vigilia cada cosa que se piense para ser dicha con la mayor prontitud posible; desgraciadamente, siempre hay una diferencia de segundos entre el más entrenado borracho y el que no lo es...