domingo, 9 de enero de 2011

ENSOMBRECIDO POR EL SOL


Hay metáforas obsesivas como el espejo, la escalera y la rosa. La muerte, en cambio, enseña muy pocos rasgos para poder delinear su rostro, aunque al final es uno sólo, carente de retórica, por lo tanto, es inútil describirlo aunque imposible dejar de imaginarlo y claro de metaforizarlo.

Lo que se logra con ello es un esbozo de la propia vida, de la última parte, cuando al fin se abren los ojos y se observa lo vivido, el resumen que nos ha conformado hasta ese momento. Entonces, al confrontarlo con lo que en esos instantes se mira, se aprecia lo poco que ya se tiene y todo lo que ha cambiado a nuestro alrededor.

Se va desvaneciendo lo que pronto ya no se tendrá y se empieza a tratar de ser un poco menos pendejo o al menos fingir cierta circunspección, pues nadie quiere morir como un idiota e intenta que su último trance al menos sea la máscara de lo que nunca se pudo ser. Y las palabras, entonces, como si fueran arrebatadas por alguna divinidad, son proferidas como si fueran un enigma, un oráculo que sólo es posible vislumbrar a las puertas de la muerte. Y si falta el tono para darle gravidez a la voz siempre se puede contar con citas tan oportunas como ésta de Hamlet: “ensombrecido por el sol”.

No, pero no es el sol. Finalmente es uno mismo que se vuelve sombrío, estúpido y amargo; y ve en el clima, en las personas que van a comprar el periódico, en los amigos que se van a emborrachar, a buscar un gemido donde descifrar los meandros de su ser y su deseo, ve en todo ello una burla, un insulto por todo lo que ya no tiene ni puede, pues ha ido rompiendo cada uno de los espejos que lo reflejaban y sólo es un vacío de palabras antes de entrar en la muerte, pues cada letra, cada frase que sale de su boca es una pantomima que trata, aunque nunca lo logra, de ocultar el miedo, el odio y la amargura.

Sin estar ciego no quiere mirarse más. Antes que el laberinto, Ariadna o el Minotauro se lo traguen, decide soltar el hilo o el oro de su propia vida. Sin ser un inválido se mutila al pensar que el mundo cercena, no su felicidad, pues nadie es feliz del todo y quizá nadie lo es, sino la búsqueda y los azares del gozo, de esas pequeñas cosas donde están las horas y el aliento, donde cosquillea el aire pues se ha transverberado al fin en carne.

Cierra los sentidos tratando de obscurecerse en palabras huecas. Aunque es inútil, nadie puede quedar impasible hacia lo imponderable y por ello todo lo transforma en vinagre y su ser empieza a desgarrarse.

Se muere en distancias, que es lo mismo que arder en lo que no ha llegado; pero en su lucha por alejarse del mundo, irónicamente se acerca más a él, pues lo tiene presente en todo momento como herida y no como caricia.

Al igual que cualquier personaje de tragedia griega pero sin el goce de la ignorancia, se abalanza hacia su destino pero con odio, estupidez y melancolía; a eso que es estar muerto en las horas o ensombrecido por el sol.