jueves, 28 de abril de 2011

El peludo


a M. F.


Son pelos, pelos y pelos. A veces me imagino que si encuentro el correcto, que si como aguja al pajar logro tenerlo entre los dedos, podré, al jalarlo, ir deshaciendo el tejido que me cubre, ese pelambre que no deja relucir la blancura de mi piel, el contorno de los pocos músculos que se me marcan, esa maquina, no tan aceitada, que soy yo, pero que es mía.

Aunque tengo miedo, un miedo terrible, pues quién me dice que al jalar ese pelo, precisamente ese pelo, al destejer esa madeja que está sobre mí, quién me puede asegurar que hay algo más. ¿Y si soy puro pelo?, ¿si al jalar voy desapareciendo? Tengo miedo, además, a algunas personas les da aversión enredar su tacto, sus labios entre el vello de mi pecho, como si tuvieran temor de ahogarse en mí, en esa negrura que me habita.

Yo también tuve aversión por mi cuerpo, desde la secundaria me di cuenta lo diferente que era a casi todos mis compañeros: allí va “el mono”, “el felpudo”, “el oso negro”, “el tío cosa”. Tenía tanto rencor por ser yo, que muchas veces sentí el deseo de depilarme por entero, pero el mismo terror que me recorre ahora, lo hacía antes: ¿y si no hay nada más en mí? ¿si esto es lo único que soy?

Me costó mucho tiempo aceptar que soy más un animal que un hombre, de tener una marca de exiliado, de no pertenencia. De aceptar las miradas de desprecio pues yo mismo al mirarme me he despreciado. De que la gente piense que soy lascivo por tener demasiado pelo en pecho, por tener ensombrecidos mis ojos por ese trazo de negrura que son mis cejas o por el bosque de carbón que cubre mi boca.

Pero, a pesar de cómo soy, trato de dulcificar la mirada, de siempre intentar hacer sonreír al otro, pues si Cuasimodo hacía reír, por qué yo no. No quiero que se me trate como a Polifemo, como a la Gorgona como a tantos monstruos que han sido mal entendidos; pues acaso ¿Polifemo no quería solamente que Galatea lo amase, y él no hubiera deseado ser tan pequeño como ella, como el iris de su único ojo donde dibujaba todas las tardes el azúcar de la ninfa mientras tocaba dulcemente su caramillo como si acariciase aquel rostro?; y la Gorgona ¿qué no hubiera dado por quitarse los ojos, de arrancarse la sierpe cabellera para no dañar a nadie?, ella por amor y no por otro motivo le entregó su cabeza a Perseo, pues al menos su fealdad serviría en manos de su amado como instrumento del amor.

Y yo, yo al menos trato de que la vida sea menos negra, menos peluda, sin enredos, más sencilla; que al menos por un momento el tiempo se columpie como una sonrisa para olvidarme de lo soez de mi hechura, de poder estirar la mano y que alguien más la tome y que no sienta temor por ahogarse en esta selva obscura que soy yo, pues yo le enseñaría los abrevaderos de mi vientre, las flores de aire de mi pecho, el azul más negro de mi boca, la forja de mis muslos, el anochecer del crepúsculo que sólo en los infiernos de mi corazón es perceptible.

Pero nada, por ello, aquí estoy, con una navaja sobre mi pecho, temiendo, suplicando que haya algo más en mí y no sólo esta pelambre que me ha obscurecido tantos amaneceres, si no hay nada más espero que nadie sufra este destino...

viernes, 22 de abril de 2011

Clochard de viernes santo (fragmento)


Tengo la verga helada, endurecida y triste como las cañerías de esta puta ciudad que adjetivo con odio, a lo fin de siècle, pero a lo pathétique; pues no puedo ir a lo clochard escupiendo sombras, consumiendo fiebres ni heridas, ni recolectando vidrios mellados de souvenirs en estos bolsillos que ya no pueden cargar con nada: “fleuve d’oublie, jardin de la paresse” es mi rostro en los diversos espejos que no me dan la cara, escupiendo en su sordidez un perfil lascivo, soez que borra la delicadeza de cette “Oreiller de chair fraîche où l’on peut aimer...”

Puta sensación de abandono, de tener el spleen en las agujetas de los zapatos apretándome el cuello, el estómago cobarde que sigue vomitando sus “chiennes en rut” porque no puede contener su propia saliva, la espuma de un amor que deja ahogando, por temor, a unos metros de sus ojos, en la plage “A, noir corset velu des mouches écletantes”

Humareda de vocales, gemidos, deseos que no alcanzan a ser comunión, flama de ningún cirio en los nocturnos altares de alguna virgen desnudada de la ventura, del agobio y del frío de su virginidad: “Tes baisers , je ne puis jamais les avoir sus: et mon cœur et ma chair par ta chair embrassée fourmillent du baiser putride de Jésus... o Estevan, Emilio, Alejandra, qué se yo, pero jamás mi nombre del que yo mismo reniego, que no me sirve para nada ni como moneda de cambio ni siquiera para nombrarte en él, para morderte en él, para humedecer las sombras y las cenizas de tu ausencia, para aliviar las caries de mis sentidos, el crucifijo de mi entrepierna que siente el golpe de los clavos de cada letra de tu nombre que no tengo, que no es mío, que sé y que me duele...

lunes, 4 de abril de 2011

El peso falso


A Manuel Gutiérrez Nájera

A veces, no soy más que un peso falso en las manos de un jugador o de un bebedor que no ha llegado al extremo de la vulgaridad, de perder esos centavos de humanidad que lo restituyen al mundo; y por ello duda en dejarme sobre la barra del bar -sabiendo mi falsía- para pagar esa última copa, la misma, la de siempre que se prolongará día tras día.

Hace bastante tiempo ya que tengo la misma pesadilla, el mismo temor, en el que ese borracho que me guarda me azota con toda su fuerza, con su enorme mano contra la barra y yo me quiebro, de a poquito; aunque tímidamente trato de que mi rostro siga serio, imponiendo respeto al cantinero, a las demás personas y a los otros pesos que no brillan como yo; pero por más que lucho en cubrir mi desnudez, por esconderme de esa realidad que va desmintiendo mi valor, no puedo, y paulatinamente veo mis vestiduras rasgadas, mi cara mutilada, descubriendo sólo el vacío. Al despertarme de ese horror, en la negrura del bolsillo o de la mano grasosa de mi dueño, compruebo una vez más que he librado el día, aunque los contornos de mi maquillaje poco a poco se van diluyendo y llegará una mañana, una tarde, una noche en que dejaré de ser un verdadero peso falso.

Pero yo sé que si no me ha azotado, ha sido por miedo o por piedad de verme deshecho. Me siento seguro cuando al fin me guarda en esa obscuridad de su pantalón, en esa noche tambaleante en que los dos, de cierta manera, nos sentimos perdonados, eximidos de pasar una vergüenza peor al de caminar por la cuerda de estas calles que parecen difuminarse entre los charcos que ha dejado la lluvia y la soledad.

A veces, sé que es una ingratitud de mi parte, pero me gustaría pagar algo, rodar, cambiarme a otros bolsos, ir de mano en mano, a la de una mujer quizá, sí, una que tenga las uñas rojas, dedos delgados, tacto fácil, de rasguño cadencioso y tierno; sin ese tacto áspero, sucio y sudoroso como el de mi dueño.

Mi sueño es imaginarme sobre una palma donde pueda empotrar mis contornos, ponerme de canto y rodar por la línea de su vida, de su destino, que me proteja de mí mismo, de mi condición de exiliado, de mentiroso y falso; que ante sus ojos, vea lo que no puedo aparentar, lo que no tengo, pero que ella descubrirá y por eso mismo no se atreverá a botarme para comprar unas galletas, un té o para pagar el pasaje de la micro.

No, ella quizá pueda ver en mí lo que yo no puedo, pero sé, de alguna forma lo intuyo que hay algo detrás de esta efigie, lo sé, algo que sigue durmiendo, aguardando esa mano perfumada por el baño del atardecer, ese paso que me llevará armonioso, pleno, como un sol a mediodía; y cuando me necesite, cuando la realidad sea demasiado para una vida y se requiera el ensueño, la imaginación para poder seguir soportándola, entonces allí estará su peso falso, el único que puede pagar la entrada a esos otros mundos.