martes, 28 de junio de 2011

El noble oficio del borracho (Primera parte)


Una amiga hace poco me dijo que mi profesión era la de escritor; yo, un poco asustado y con una pequeña urticaria en los dedos al escuchar tal afirmación, me quedé callado por un segundo, después la respuesta vino a mi boca de forma natural: -No, si en algo he puesto mi vida es en el noble oficio de ser un verdadero borracho.
Lo que al principio dije, más para sacarme la cuchillada y restarle valor a tan demoledora frase, me quedó rondando en la cabeza. En ese instante me dio sed y me fui a servir un caballito de mezcal para pensar con más lentitud, que es así como realmente se tienen que razonar las cosas.
Así que me levanté, empecé a servirme: miré el bostezo del alcohol derramándose por el vidrio; a contraluz, el vaivén del color fluyendo por el caballito, dibujando pequeñas perlas a su alrededor, como la espuma de una Venus que muy pronto apaciguará la sed de mi lengua y con femeninas asperezas flotará sobre mis papilas gustativas; en sus pestañeos y requiebros sentiré en mi boca su silueta derramándose; la redondez de sus senos duros, morenos y complacientes, amargos y dulces como la sombra  de su sexo. Encabritada bajará por mi garganta, calentándome el pecho, el estómago con un paisaje de tierra, lascivia y sol, mezclándose con la saliva que se agita en mi vientre; y quizá, si es suficientemente complaciente, su oleaje se mezclará con la sal de mi entrepierna.
Me sirvo otro, lo paladeo un poco más, lo vuelvo a olfatear, lo reconozco mejor, como si oliera una axila de mujer que ya es parte de la propia habitación o del aire que exhalo. Excitado por ese renovado ímpetu, lleno un tercero; un cuarto, para sentir en mi sangre ese ardor representado por los grados de alcohol que tanto presumía en su vestidito; un quinto y un sexto para empezar a domarlo o a que me dome, a jugar con el cuchillo del deseo sobre la razón; un séptimo, por dos razones: la primera, porque es un número cabalístico y soy algo supersticioso; y la segunda, porque mi intención era pensar –como dije al principio- con calma las cosas.
   En efecto, ser borracho –y para celebrar las palabras que en un momento proferiré, le daré un fondo a esta jaca que me acabo de servir-, ser borracho, como decía, es un oficio -como cualquier otro- que lleva su tiempo.
Las razones son muchas. En primera se tiene que curtir el hígado; uno no escoge un madero tierno para hacer una escultura, no, el tiempo es un elemento importante que conlleva la paciencia de aquel que siente en la sangre este destino.
La segunda -que está ligada a la primera- es comprobar los efectos de sus instrumentos de trabajo. Un pincel de pelo de Martha, no es igual que uno de pelo de burra; pues lo mismo sucede con los diversos alcoholes, uno tiene que descubrir la nobleza entre un tequila y otro o cuál de ellos fue hecho para cada uno.
En el tenis unos juegan con mayor destreza en pasto que en arcilla; pues lo mismo sucede con el alcohol. Aunque, el verdadero reto, y esto ya corresponde a un profesional –lejos estoy de serlo-, es que tanto en uno como en otro elemento el individuo se tiene que desenvolver con igual soltura; pues no se puede tomar en serio a alguien que diga: -es que yo sólo tomo vodka, porque el tequila me tira. No, el deber dicta que hay que tomar los dos si están a nuestra disposición. Si uno se toma en serio el oficio, no puede decir jamás ese tipo de barbaridades, son impensables en un verdadero profesional o en alguien que quiera serlo.

viernes, 10 de junio de 2011

Cincuenta maneras de hacerse pendejo (Por fin mi discurso de agradecimiento)



 

Esta hoja de cierta manera me lastima, pues es la número cincuenta de este ejercicio, llamado “Vagalia”, no literario, porque sería demasiada presunción, mucho menos periodístico, aunque sí me empleo como personaje, como observador y como testigo –como el gran Truman Capote decía que debía ejercerse el periodismo- pero de mí mismo; por ello no hay objetividad, porque nadie puede serlo consigo mismo, pues siempre nos tratamos con cierta benevolencia y algo de ternura.
Sin embargo, hay veces que no sé cómo tratarme, qué decirme, siento que mis palabras, mis gestos hacia mí mismo, aunque tienen las mejores intenciones de consolarme, son torpes; como ese primer abrazo que se da en los fueros del amor, pero desafortunadamente la ternura y el deseo pesan demasiado y entonces los músculos se aprietan, la cercanía es aparente, pues se aleja el cuerpo pues éste no se puede controlar de la cintura para abajo. Y así, ese abrazo está condenado al fracaso, a ser torpe, a no entender los mecanismos de la seducción; pero -y siempre hay uno-, está lleno de inocencia e ingenuidad, porque la primera vez, de lo que sea, nos retorna de cierta manera a la infancia, al misterio, a la sorpresa y quizá, no todas las veces, a la alegría.
Este ejercicio si de algo ha servido, ha sido para permitir buscarme en los diversos espejos que me han reflejado a lo largo de mi vida. No sé si por fortuna o por desgracia sigue habiendo algunos de los que no he hablado, hay otros que aún desconozco y muchos más que sé que están allí, pero no me he atrevido a volver a mirarme en ellos.
Y la mayoría de esos rostros parciales que me conforman, los he visto a través del amor y la soledad, los dos alcoholes que más he mamado a lo largo de los años. Y ha sido porque no sé nada de ellos, como tampoco sé nada de mí.
Uno qué puede saber de una sombra de humedad que queda en la pared; sólo suponer, quizá vislumbrar -como le haya ido en la feria- su tristeza o su dicha. Lo único cierto es que está allí, pide que alguien cuente su historia, pues cualquiera merece un pedazo de trascendencia, que otro se compadezca de su serenidad, de ese estoicismo con que ha esperado todos esos años hasta que alguien se dé cuenta de su presencia; y por fin aquello que nadie veía se exprese por medio del otro, le preste su voz, lo dote de un pasado que no tenía y que ahora lo agobia, lo sigue y hasta que no se dé cuenta de ello, hasta que no se atreva a proferir esa historia en palabras, que es la suya propia –aunque lo ignore-, ni la sombra ni él podrán pactar una tregua y digo tregua porque nada se olvida ni está en paz para siempre.
Y yo soy como esa sombra o ese hombre buscando y encontrando otras, tratando de vislumbrar su pasado y que quizá esa búsqueda ayude a cargar un poco con el peso de mi presente. 
Yo escribo, como diría Rubén Bonifaz Nuño, para que sepan que no están solos, que nadie merece el sufrimiento, que hay una mano igual de vacía o desesperada, que sufre y que apenas se sostiene; pero está allí como gesto de amistad, como la moneda de oro del pobre, tratando de compartir su mendrugo de palabras con cualquiera que tenga hambre de casi nada.
Para mí, la escritura es eso, un adentrarse en la sombra y muchas veces salir acompañado o más solo que antes. Pero de cualquier modo que uno resurja de las tinieblas –si lo hace- uno se conoce un poco más y también comprende mejor al otro como diría Valéry hablando del arte y sobre todo de la poesía. Y aunque lo mío no sea ni mínimamente artístico ni poético, es un ejercicio que nace con el afán de comunicar, lo que sea, pero comunicar algo, hasta la indiferencia… por qué no…
Que cincuenta no son nada, que febril la mirada, brillando en la sombra, buscando, remembrando los títulos de las entradas; algunos instantes que había olvidado, ciertos apegos, vicios, malos párrafos: ridículos, cursis muchos de ellos; y la ortografía que no me ayuda, que se tuerce, que me falla como si estuviera ebria, orinando antes de tiempo los acentos, vomitando el presente y el pospretérito en una misma oración incordiada y mal coordinada, además la cínica con el mal hábito –en las dos acepciones de la palabra- y el placer insano de ponerme en evidencia; porque al final soy yo quien carga con sus hierros y no tendré corazón para dejarla tirada y tendré que llevarla a casa, quitarle la ropa, abrigarla, para que no se enferme; leerle para hacerla menos estúpida porque su mal y su ridículo son siempre míos.
Volver y volver, no sé por qué el afán de regresar a la ceniza y empezar desde lo marchito hasta encontrar de nueva cuenta la lisura de una frente, amplia como de fiesta y de niña, porque es el amor y no la estúpida muerte la que nos obliga a vernos cara a cara a los ojos. Porque es el amor la forma de mi escritura pues nunca ha dejado de herirme. Pero esto es excesivo ya, estos últimos párrafos no tienen ningún sentido, además dicen que: al buen entendedor pocas palabras.
Gracias a la gente que ha tenido el coraje o el gusto masoquista de leer alguna de estas cincuenta entradas, claro que la mayoría, si no es que todos, son mis amigos, pero conste que nadie les obliga a leer esto, quizá a Joselo sí lo obligo.
Espero llegar a otras cincuenta entradas para mandarme algunos cebollazos más y pensar, no sin cierta culpa, en el tiempo que les he quitado por leer la vida de este monstruo peludo que quizá ya alcanzó su pedazo de trascendencia, si alguna entrada, párrafo o frase de cierta forma los ha tocado o han sentido suya –y esto es demasiada soberbia y mamonería, lo sé-; pero finalmente, aunque es un ejercicio es algo que siempre he hecho con todos los huesitos y pelitos de mi cuerpecito y claro, con las peores intenciones; pues es, a fin de cuentas, una necesidad fisiológica, mi manera de conciliar por breves instantes los espejismos del amor y de la soledad.
Agradezco especialmente a mi lector o lectores ideales, sin él, sin ellos no existiría esta parodia de literato.

sábado, 4 de junio de 2011

LAS PALABRAS O LA CONJURA DE LA CITA


Duele la cabeza tan sólo de intentar imaginar el futuro, pensar que si hago esto o aquello lograré adelantarme al azar, al tiempo, a sus trampas que sin saberlo con cada una de mis acciones voy construyendo.

Duele demasiado y más cuando pienso que toda la vida pasa por las palabras; y por medio de ellas puedo conseguir o perder aquello que deseo.

Esto no quiere decir que falte sinceridad a lo que digo o escribo, pues si no la tuviera no podría si quiera imaginarlo. El lenguaje no es una pose, tampoco una máscara que disfraza al monstruo. La palabra me nombra interna y externamente. Le pone los rasgos que aún no tiene mi rostro o que están allí pero que sólo a través de lo que digo se hacen evidentes.

Por ello creo que si mi vida se puede expresar, si mi cuerpo puede ser un anhelo, tres puntos suspensivos en pos de su mayúscula que le dé continuación, el destino y el futuro se podrían construir de la misma manera y que si pudiera descodificarlos vería senderos, rostros, labios formados de palabras, como esos programas de computadora formados de ceros y unos.

No me acuerdo qué filósofo o escritor dijo que nombrar es ser; quizá por ello a veces trato de olvidar mi nombre, porque quisiera no reflejarme en el espejo, desaparecer y que al mentar otro, el de ese azar, el de la cita, el del destino deseado, el suyo, sí, el tuyo, fuese tu rostro quien apareciera delante del espejo y que fuera tu boca quien dijera entonces el mío, para aparecer detrás de ti; y que al ir susurrando cada uno de nosotros las letras que conforman nuestros nombres, como una especie de sortilegio, también, sin saberlo, se empiece a formar ese destino que imagino, y que estas breves palabras no son más que su primera piedra; letra o alfabeto para acercar mi nombre y mis horas a tu boca.