viernes, 10 de junio de 2011

Cincuenta maneras de hacerse pendejo (Por fin mi discurso de agradecimiento)



 

Esta hoja de cierta manera me lastima, pues es la número cincuenta de este ejercicio, llamado “Vagalia”, no literario, porque sería demasiada presunción, mucho menos periodístico, aunque sí me empleo como personaje, como observador y como testigo –como el gran Truman Capote decía que debía ejercerse el periodismo- pero de mí mismo; por ello no hay objetividad, porque nadie puede serlo consigo mismo, pues siempre nos tratamos con cierta benevolencia y algo de ternura.
Sin embargo, hay veces que no sé cómo tratarme, qué decirme, siento que mis palabras, mis gestos hacia mí mismo, aunque tienen las mejores intenciones de consolarme, son torpes; como ese primer abrazo que se da en los fueros del amor, pero desafortunadamente la ternura y el deseo pesan demasiado y entonces los músculos se aprietan, la cercanía es aparente, pues se aleja el cuerpo pues éste no se puede controlar de la cintura para abajo. Y así, ese abrazo está condenado al fracaso, a ser torpe, a no entender los mecanismos de la seducción; pero -y siempre hay uno-, está lleno de inocencia e ingenuidad, porque la primera vez, de lo que sea, nos retorna de cierta manera a la infancia, al misterio, a la sorpresa y quizá, no todas las veces, a la alegría.
Este ejercicio si de algo ha servido, ha sido para permitir buscarme en los diversos espejos que me han reflejado a lo largo de mi vida. No sé si por fortuna o por desgracia sigue habiendo algunos de los que no he hablado, hay otros que aún desconozco y muchos más que sé que están allí, pero no me he atrevido a volver a mirarme en ellos.
Y la mayoría de esos rostros parciales que me conforman, los he visto a través del amor y la soledad, los dos alcoholes que más he mamado a lo largo de los años. Y ha sido porque no sé nada de ellos, como tampoco sé nada de mí.
Uno qué puede saber de una sombra de humedad que queda en la pared; sólo suponer, quizá vislumbrar -como le haya ido en la feria- su tristeza o su dicha. Lo único cierto es que está allí, pide que alguien cuente su historia, pues cualquiera merece un pedazo de trascendencia, que otro se compadezca de su serenidad, de ese estoicismo con que ha esperado todos esos años hasta que alguien se dé cuenta de su presencia; y por fin aquello que nadie veía se exprese por medio del otro, le preste su voz, lo dote de un pasado que no tenía y que ahora lo agobia, lo sigue y hasta que no se dé cuenta de ello, hasta que no se atreva a proferir esa historia en palabras, que es la suya propia –aunque lo ignore-, ni la sombra ni él podrán pactar una tregua y digo tregua porque nada se olvida ni está en paz para siempre.
Y yo soy como esa sombra o ese hombre buscando y encontrando otras, tratando de vislumbrar su pasado y que quizá esa búsqueda ayude a cargar un poco con el peso de mi presente. 
Yo escribo, como diría Rubén Bonifaz Nuño, para que sepan que no están solos, que nadie merece el sufrimiento, que hay una mano igual de vacía o desesperada, que sufre y que apenas se sostiene; pero está allí como gesto de amistad, como la moneda de oro del pobre, tratando de compartir su mendrugo de palabras con cualquiera que tenga hambre de casi nada.
Para mí, la escritura es eso, un adentrarse en la sombra y muchas veces salir acompañado o más solo que antes. Pero de cualquier modo que uno resurja de las tinieblas –si lo hace- uno se conoce un poco más y también comprende mejor al otro como diría Valéry hablando del arte y sobre todo de la poesía. Y aunque lo mío no sea ni mínimamente artístico ni poético, es un ejercicio que nace con el afán de comunicar, lo que sea, pero comunicar algo, hasta la indiferencia… por qué no…
Que cincuenta no son nada, que febril la mirada, brillando en la sombra, buscando, remembrando los títulos de las entradas; algunos instantes que había olvidado, ciertos apegos, vicios, malos párrafos: ridículos, cursis muchos de ellos; y la ortografía que no me ayuda, que se tuerce, que me falla como si estuviera ebria, orinando antes de tiempo los acentos, vomitando el presente y el pospretérito en una misma oración incordiada y mal coordinada, además la cínica con el mal hábito –en las dos acepciones de la palabra- y el placer insano de ponerme en evidencia; porque al final soy yo quien carga con sus hierros y no tendré corazón para dejarla tirada y tendré que llevarla a casa, quitarle la ropa, abrigarla, para que no se enferme; leerle para hacerla menos estúpida porque su mal y su ridículo son siempre míos.
Volver y volver, no sé por qué el afán de regresar a la ceniza y empezar desde lo marchito hasta encontrar de nueva cuenta la lisura de una frente, amplia como de fiesta y de niña, porque es el amor y no la estúpida muerte la que nos obliga a vernos cara a cara a los ojos. Porque es el amor la forma de mi escritura pues nunca ha dejado de herirme. Pero esto es excesivo ya, estos últimos párrafos no tienen ningún sentido, además dicen que: al buen entendedor pocas palabras.
Gracias a la gente que ha tenido el coraje o el gusto masoquista de leer alguna de estas cincuenta entradas, claro que la mayoría, si no es que todos, son mis amigos, pero conste que nadie les obliga a leer esto, quizá a Joselo sí lo obligo.
Espero llegar a otras cincuenta entradas para mandarme algunos cebollazos más y pensar, no sin cierta culpa, en el tiempo que les he quitado por leer la vida de este monstruo peludo que quizá ya alcanzó su pedazo de trascendencia, si alguna entrada, párrafo o frase de cierta forma los ha tocado o han sentido suya –y esto es demasiada soberbia y mamonería, lo sé-; pero finalmente, aunque es un ejercicio es algo que siempre he hecho con todos los huesitos y pelitos de mi cuerpecito y claro, con las peores intenciones; pues es, a fin de cuentas, una necesidad fisiológica, mi manera de conciliar por breves instantes los espejismos del amor y de la soledad.
Agradezco especialmente a mi lector o lectores ideales, sin él, sin ellos no existiría esta parodia de literato.

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