jueves, 14 de julio de 2011

El noble oficio del borracho (Tercera parte)

La muerte entra por la boca o por su boca muere el pez. No son dichos, no. Para el borracho es una certeza, es el filo de la espada sobre su garganta o mamonamente, como diría el filósofo de El nacimiento de la tragedia, somos lo que hablamos –o algo por el estilo, y lo que callamos –según yo-, pues el silencio como puede degradarnos, también puede beneficiarnos.
Entre trago y trago, sin notarlo, alguien empieza a coser pequeños hilos entre los labios y entre la lengua que al principio ni notamos si quiera, pero, al paso de las horas, esa fina urdimbre empieza a extenderse y cuando nos damos cuenta es demasiado tarde, pues ya tenemos la cara embridada.
Cuando el trabajo de ese titiritero finaliza, lo sentimos por un leve cosquilleo en el rostro que dura tan sólo unos instantes, que pueden ser horas –para el borracho el tiempo es relativo-; pues, sin esperarla, sobreviene enseguida del cosquilleo, una sensación anestésica que invade la carne, desbordándose hasta el más mínimo gesto, expandiéndose paulatinamente hasta el más mísero recoveco. Entonces la pesadez que antes se recluía en la mente empieza a hacer estragos de cada centímetro que habitamos, pero en esta ocasión sólo hablaré de algunos, los del rostro.
Los pómulos se van hinchando; la nariz parece que está tapada, no se puede oler nada, ya los perfumes de la cantina nos son ajenos, además, tanto pasar la aguja la ha dejado enrojecida; la boca es un peso muerto, la mandíbula se desencaja, el pensamiento es una carga inútil pues no se puede desembarazar de él; al final, todo termina en la lengua y en los dientes, la primera dormida entre pesadillas, despertándose agitadamente para luego recobrar la placidez de su postura, haciendo ruidos inconexos en esos instantes en que parece recobrar el sentido, quizá una palabra, quizá menos, un rugido que tal vez celebra el goce de alguna incontinente lubricidad; y los dientes –ante ese peso- parecen copas de cristal golpeadas una y otra vez, y otra y otra; irguiendo un quebradero de vidrios en la boca, mellando cada una de las palabras, desgajando su sonido, pues todo es un agudo chirrido, un chisguete que está por caer.
Y entonces, la persona con la que se está hablando volverá sus ojos ante nosotros –si es que está en mejores condiciones-, buscándonos en ese derrumbe; apretará el ceño como tratando de entendernos y después, la burla en su cara, pues creerá que uno ya no se da cuenta de nada; pero la verdadera causa del silencio es que no sabemos cómo decirle que lo sabemos, que aún hay lucidez en las pupilas –remítase a la parte que trata sobre la mirada- para captar ese dejo burlesco, reprobatorio –no importa si el susodicho que nos critica tarda en enfocar, si aún puede articular palabras se sentirá superior, moralmente hablando-, pues la boca no puede aguzar el argumento que nos ronda por la cabeza para demostrarle lo contrario.
Entonces el silencio imperará en el ambiente, no en el cerebro, que aun domesticado por el vino, estirará lo más que pueda su correaje tratando de romperlo. Pero es inútil, no se puede hablar; la voz es el gorgojeo del alcohol cayendo en el vaso y por ello la prontitud con que llegan y parten las botellas, pues ya es lo único que puede expresar que estamos allí, pues aquel funesto titiritero no conoce lo que pensamos y entonces, por fuerza, el movimiento de los labios no puede corresponder con lo que golpetea en la intimidad de nuestra frente.
Cuando eso sucede, se requiere un esfuerzo sobrehumano de la voluntad para arrear los pensamientos hacia la boca. Cuando se es inexperto, es la lentitud lo primero que se debe aprender. Al inicio parecerá que uno se queda callado, que se ha dormido, pero cuando el interlocutor ya no espere respuesta, entonces una palabra brillará, quizá sólo una chispa, un sí, pero ese sí requirió de un esfuerzo tremendo, pues no sólo se abstrajo la palabra, se le fue dando forma para que la boca pudiera arrojarla; en otras palabras, el borracho se levantó contra la tiranía de su titiritero, que con una fuerza inhumana jala las riendas cosidas a la boca –y quizá, aún no lo sé de cierto, a toda la cara, y aunque no quisiera decirlo, pues es terrible, tal vez, a todo lo largo y ancho del cuerpo se extiende el hilado.
El reto, por tanto, del novel borracho es ir juntando como gotas cada una de las letras y palabras que pasen por su cerebro y después, al aglutinar bastantes, que una, al menos logre gotear sobre la lengua, que empape los labios y así poder saciar la sed del que espera de nosotros algo más que silencio.
Cuando las gotitas de letras, palabras, oraciones se vayan juntando, caerán gotas más gordas y con más frecuencia, entonces se podrán armar frases, diálogos con verdadera coherencia; aunque eso sí, el cerebro trabaja el doble, quizá el triple, pues cada letra se va sacando de un bloque, se va esbozando, adquiriendo forma, puliendo, como si se tratase de verdaderas obras de arte, pues así se forman realmente cada uno de nuestros pensamientos.
La verdadera virtud es tallar con una velocidad parecida a la de la vigilia cada cosa que se piense para ser dicha con la mayor prontitud posible; desgraciadamente, siempre hay una diferencia de segundos entre el más entrenado borracho y el que no lo es...

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