martes, 20 de septiembre de 2011

El noble oficio del borracho (cuarta parte)

Empecé por lo más inmediato, pero como dije al principio de este capítulo: por la boca muere el pez; y antes de entrar en esa fase de lentitud, de trastabilleo, tal parece que inconscientemente algo nos obliga a hablar y hablar y hablar. Aquí el proceso es distinto, pues se dice sin pensar y siempre que uno lo hace es demasiado tarde; uno no puede proferir lo que por derecho le pertenecía al silencio.
Tal parece que existe una fuerza que nos impulsa a mentar lo que sea, hasta el más nimio pensamiento que pase por la cabeza. Esta fuerza desconocida es una especie de demiurgo cargando una espada de doble filo.
 Representa primeramente una advertencia, un paso antes del rapto báquico. La primera vez que decimos algo de más por lo regular no tiene importancia, pero ya ese acto inusual nos señala los abrevaderos en que podemos caer a lo largo de la noche.
Lo primero que todo oficiante tiene que reconocer es este acto inaugural, pues sólo así se puede controlar la fuerza de ese súcubo que se envuelve entre nuestra lengua; digo súcubo porque es el que a mí me invade en lo particular, pero hay de todo tipo.
Hay ciertos demiurgos que parecen incitar la necedad; otros, traer en sí mismos un supuesto conocimiento universal sobre cualquier tipo de cuestión. Debo decir que estos diablillos son los peores, pues casi siempre van acompañados del de la necedad y pobre aquel que quiera mantener un diálogo con ellos. Además su conocimiento es una columna de humo enredada en la sinrazón. Entre este demiurgo y el del gracioso puede haber catástrofes pues cada uno intentará a su modo ser el centro de atención.
Hay otros, los furiosos, que parecen pinchar a los borrachos en alguna parte pudenda o reírse en sus oídos de dichas partes, y también parece que este demonio les empieza a quemar parte de los sesos, pues a toda palabra, gesto o mirada de cualquier persona, empiezan a bufar, a babear cierto tipo de lenguaje, pues su cuerpo y sus palabras parecen gruñidos apenas articulados y pobre del incauto que no logre distinguir a los demiurgos que invaden a esos infelices, pues seguramente lo lamentarán.
Hay demiurgos azules y violetas, son los más lamentables. A las personas que los invadan caerán desde la melancolía hasta el spleen –estos son los azules-; hasta la tristeza y la teatralidad –los violetas-.
El que padezca de estos demiurgos sentirá que el tiempo se detiene, que el corazón permanece en suspenso por una manaza cruel que no lo deja latir. El teatral, por ejemplo, buscará su rostro en el espejo y el gesto más miserable que encuentre. El triste una canción y un amor en los cuales llorar.
Al melancólico, todo le recordará la lluvia, el mar y su sal; sus ojos, aunque negros o cafés se le pondrán de un color azul, color hondo de derrota, de naufragio que tratará siempre de ocultar mirando su bebida.
A diferencia del teatral que se busca en los espejos y del triste que pondrá canciones y canciones que recalquen su condición y del melancólico que siempre se trata de esconder; el que sufre al demonio del spleen tendrá un azul que no es azul, que no tiene color; será el que no está, el viento que agita las puertas de las cantinas cuando nadie entra, el líquido cayendo al tarro, pero que se diluye en el momento en que mancha las redondeces del cristal; será la risa que nunca está presente, que profiere pero que nadie recuerda al otro día, el fantasma de al lado que ha desaparecido a fuerza de no pensarse más a sí mismo; será el tarro manchado por un lápiz labial que jamás lo conservará en su recuerdo, de hecho el verbo ser no lo menta, pero mi lenguaje es demasiado rústico…

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