miércoles, 19 de octubre de 2011

El noble oficio del borracho (octava parte)

A la mañana siguiente o en una de tantas mañanas -pues Salomón ignoraba el tiempo que había pasado en la cámara con la Sunamita-, cuando el fuego por fin había encanecido sus barbas sobre el pebetero y el humo había abandonado las peripecias y malabares de la orgía para agonizar en una espesa modorra encima de un dolor o un cuerpo que yacía desnudo y quebrado; Salomón palpaba las sombras en pos de la alforja de vino para darle consistencia a sus labios, a su lengua que no creía que fueran ni sus labios ni su lengua, pues todo él se desvanecía en el silencio y en la negrura de la habitación tapiada por el deseo y ahora por la soledad.

Empezó a recordar, y sin quererlo, sintió un dejo de vergüenza y dio gracias que no hubiera luz que pudiera reflejar su rostro. Se sentó en las alfombras que le habían servido de lecho; llevó sus manos a la cara y su olfato se llenó de oxido y de lujuria. Se lamió los dedos y dijo para sí: -El olor de tus olores sobre todas las cosas olorosas. -Y un panal de sangre y de miel sintió que lo iba cubriendo, marcando nuevamente, infinitamente y no quiso abrir sus ojos, al contrario, apretó hacia la memoria sus párpados, hacia aquella noche en que la Sunamita se los cerraba con su boca.
Aguzó el olfato y presintió el sudor de ese cuerpo, la realidad que había perdido y que no quería olvidar y por ello quiso tatuar en lo profundo de sus ser, como una llaga en el tiempo, esos olores que aún habitaban a su alrededor; y se imaginó su reino -desde las cumbres de Amana, Senir y Hermón, desde las cuevas de los leones y de los montes de las onzas- cubierto por la sangre y la miel de aquella, perdiéndose y enroscándose en el viento, en las frondas de los árboles, acariciando la pelambre de los tigres y panteras, voluble como estos; cercando los huertos y las fuentes de su palacio que desde ahora se imaginaba iguales a los huertos y a las fuentes del sexo y la boca de su amada. Fuente de huertos, pozos de aguas vivas –escurrieron pesadamente en la saliva del patriarca.
Lentamente fue abriendo los párpados, pero la obscuridad era absoluta, los olores se empezaron a amortizar a su alrededor, las flores ya no eran una armonía sino un zumbido en las fosas nasales, sintió la hiel correr por su garganta, la proximidad del vómito; el hedor fue apretando su cuerpo, sus años que hasta ahora sintió vivos, pesados sobre sus huesos frágiles, pero erguidos y orgullosos ante la conciencia del tiempo, de la muerte que por primera vez lo invadía.
Trató de incorporarse: una vez, dos, tres veces tres. A gatas y con las manos extendidas buscó la pared, por fin, lentamente pudo incorporarse, siguió el camino de los muros buscando la entrada; cada relieve trazado en ellos le encendían el tacto; y ya no eran esas curvas si no otras las que morosamente recorría.
Por momentos parecía detenerse, ser una columna enroscándose sobre sí misma, sosteniendo el peso del mundo, de la vida, de su reino que no era más que extensión de su cuerpo, del de ahora, jardín cerrado al goce de la memoria. Y esas paredes eran su historia, los trazos de esa noche enclavada en el tiempo, detenida en sus manos, sobre esos muros que en su inmovilidad la hacían eterna, cíclica, pero al mismo tiempo irrepetible…

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