miércoles, 12 de octubre de 2011

El noble oficio del borracho (séptima parte)



Entre más virtuosos o inocentes más era su goce y más su gula, y a tal punto llegó que quiso demostrarle a ése, que hasta sus más fieles sirvientes se hincaban a lamerla para después ir a besar su santa palabra, La palabra, que no era nada comparada con la suya, con su Cantar de los cantares, escrita por uno de sus virtuosos. Herida abierta, recuerdo incesante en medio de sus libros proféticos, acusándolo, señalándole que no hay tregua ni olvido.
“Metióme en la cámara del vino, la bandera suya en mí es amor.//Forzadme con vasos de vino, cercadme de manzanas, que enferma estoy de amor.” ¿Se acordará Salomón de aquella galería teñida de sangre y deseo; del aroma a manzanas de su sombra que iban ciñendo a la Sunamita hasta hacerla enrojecer a sus ojos?; esos ojos embrutecidos, llorosos ante aquel cuerpo vencido; ante aquella columna de humo que iba ahogándolo, viciándole la mirada y el pensamiento; mientras las lenguas de luz que despedían las velas, la bruma y el picor de los inciensos y del opio iban flagelándolo, mostrándole la sabiduría de su carne que se había negado a conocer y que ahora desgajaba sus secretos, agitando su respiración, cada poro de su piel que se alejaba de la virtud, no así de la revelación.
Ese cuerpo apretado por la negrura, por la marcha de la noche que parecía ir enfriando sus pezones, endureciéndolos, como si bramaran sus pechos como cabritos mellizos paciendo entre violetas, impulsaban al rey al desmayo y al vértigo. La Sunamita movía sus brazos y todas sus pulseras empezaron a agitarse como un cascabel erguido y orgulloso; escanciándose hacia aquella boca reseca que desconocía el placer de libar una piel ávida y sabia.
Salomón sintió la cera amarilla de aquella mirada quemándole el sexo; las plegarias se empastaban en su lengua al sentir el fuego dorado de aquel vello ensortijado y felino. Se quitó la túnica y su cuerpo casi muerto, casi nada afiló el asta de sus banderas y fue clavando y envolviendo a la Sunamita; y ella reía y gemía de satisfacción y se encajaba los dientes en su propio labio para no reír demasiado fuerte y su sangre manchó la boca de Salomón y éste empezó a devorarla, a arrancarle las uvas de su boca, a chupar los corderos de sus senos y las violetas de su cuerpo mientras ella repetía: -Salomón, Salomón, suéltame Salomón;  -pero éste no paraba, sus dentelladas le arrancaron los pezones a la Sunamita, sus dedos le fueron desgarrando los muslos, el sexo; y su lengua era un río de sangre sobre el cuerpo destrozado y vivo de la Sunamita que parecía gozar en la repetición del nombre de Salomón y en su ruego; como si se lo dijera a alguien más, como si el nombre del virtuoso fuera otro, un  nombre innombrable confinado en cada una de las siete letras de Salomón…

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