miércoles, 2 de noviembre de 2011

El noble oficio del borracho (10 parte)



Mil escudos, de pronto, tañeron sus negros metales. Sobre ellos, desasido de la vida, el cuello blanco y abierto de una doncella iba surgiendo de la obscuridad de la recámara hacia la claridad que invadía todo el palacio.
Como un haz desecho de luz era su piel, un fulgor carcomido de sangre y de muerte. Miraron hacia aquel que se agitaba en la frialdad del mármol rodeado por otros soldados, al igual que ellos, tampoco sabían qué hacer, ni a dónde mirar ante la impudicia de su rey.
Con la mujer sobre sus manos, parecían columnas sosteniendo los escombros de un templo, de un dios olvidado. Todos sus esfuerzos –inútiles, pues en la muerte no hay ternura posible- estaban en no presionar demasiado, de suavizar el tacto nervudo, curtido en el hierro y en la cólera para no desgarrar aún más aquel cuerpo.
La mudez no sólo era impotencia ante la muerte, si no soledad, pues un desierto se abría ante ellos, ya que su destino estaba ligado al de su rey y éste parecía haber enloquecido. Trataron de formularse preguntas, buscaron alguna razón que justificara tal acto. ¿Qué había hecho la joven para merecer tales vejaciones? Al verla, parecía que no sólo había sido descuartizado su cuerpo si no también su alma.
Avanzaron silenciosos hacia las escaleras. Uno, con la hiel quemándole la garganta terminó por atragantarse las palabras dispuestas a morder las barbas del anciano. Las manos, los brazos y cada músculo comenzaron a pesarles del modo en que pesa la derrota; no por el hato de mieses podridas que llevaban sobre sus cabezas, si no por la sensación de ultraje, por haber dado a la luz lo que no debía de salir de las sombras. En alguno de ellos pasó la idea de clausurar la entrada, tapiar la galería completamente, dejarla lisa y blanca como cada uno de los muros del palacio.
Siguieron bajando, cada una de sus pisadas eran precisas y repetitivas; no trataban de verse ceremoniosos ni engalanar su marcha; al contrario, la monotonía de su ritmo era una suplica para ser enterrados en el olvido.
Iban obscuros, cada uno encerrado en su noche, tratando de perderse en el tiempo, de olvidarse de ellos mismos, de sus propios nombres. Sus piernas empezaron a vaciarse por la inercia de la marcha, nadie parecía gobernarlas. No pensaban, no debían, pues sentían el peso y el odio de dios en todo su cuerpo. Trataban de refractar su ardor con sus escudos, pero era inútil, éste era acrisolado en ese pedazo de carne que caía en forma de ternura y horror en la penumbra de cada uno de esos pares de ojos.
Siguieron bajando y el calor se hizo más intenso, más sofocante, pero nadie decía nada, a ninguno se le ocurrió dejar allí lo que quedaba de la mujer. Las lenguas del sol les lamían las plantas de los pies, se metían entre el cuero de las sandalias, en el tejido de las túnicas, entre el sudor que escurría perezosamente por todo su cuerpo, marcándolos, inflamándolos, cobrándoles una afrenta que no era suya, pero tan acostumbrados estaban a obedecer y a sufrir las decisiones de otros que no renegaron de esa carga, no sabían que podían hacerlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario