miércoles, 11 de enero de 2012

El azar y Mint Parker



Tendría que hablar de su trayectoria, de sus siete nominaciones y sus tres premios Graffiti, del disco Badaboom!! -que acabo de terminar de escuchar; de su próximo concierto el once de enero a las diez de la noche en el Imperial de la condesa; y que el disco se puede descargar gratis en mintparker.bandcamp.com. Pero lo cierto que toda esa información es apabullante, no puedo manejarla por la sencilla razón de que mi encuentro con Mint Parker se dio de una manera muy distinta.
Para comenzar, la tranquilidad estaba en la bebida, en el aire y en la amistad remunerada y multiplicada por la compañía de mis amigos. Todo usual, pero por algo el centro es mi lugar preferido, allí he padecido la mayoría de los milagros y esa noche, cuando sólo esperaba los labios del alcohol sobre mis sentidos, estos se negaron a su boca.
Primero fue la vista, que quizá es el único sentido que aguza el alcohol. Ella charlaba en la barra con una amiga   –las dos uruguayas. Nada fuera de lo normal: dos chicas hermosas que platicaban armonizando y dando más lustre a una peda que terminaría en ese mismo tenor –pero esa es otra historia.
Lo segundo, que me fue obligando a volver a mi cuerpo, fue la curiosidad. El amplificador, el bajo, la guitarra, todo frente a mí. Estaba escéptico. Me he llevado muchas decepciones en la vida y pensé que ésta sería una más, pero, como soy un maldito criticón de mierda, quería escuchar, al menos, la primera canción. Además, como dije, la chica era hermosa y con acento extranjero –uno de mis fetiches preferidos.
Lo primero fue el bajo, siempre lo he imaginado pesado, como un gordo subiendo una colina, pero marcando el ritmo, dirigiendo desde su austeridad de cuerdas a los demás instrumentos. Sabiendo que la amistad es una buena charla -en este caso con la voz y la guitarra.
¡Ay, La guitarra!, esa puberta que siempre se mueve con apuro, hasta en su lentitud parece desbocarse, querer robar escena, pero en esta ocasión fue el gordo blanco –domado por Guille Castillo–, quien le obligó a ser una brisa y a sostener su peso, acoplándose a él y por momentos ser cargada como quinceañera por el ritmo que le dictaba.
La voz tenía la soltura y la intimidad de un patio, de una borrachera que iba calentando los sentidos, pero no los apagaba, los mantenía, como decía Quevedo: en amoroso fuego todo ardiendo. Los instrumentos también crepitaban armoniosamente en esa voz que era un pequeño río, haciendo surgir con cada nota, con cada palabra ese cuerpo y ese rostro hecho por la alegría –aun hablando de cosas tristes- de la música.
Entonces, entré en el secreto, en el pudor de la epifanía que nunca revela, sólo sugiere, en el breve milagro que fue Mint Parker; que de íntima se volvió clara y de clara fue una fiesta o una mujer en continuo hacerse en y por el río, el jardín y la plaza de su voz; abriendo una ventana y una puerta que quizá no existieron más que esa noche en una calle del centro, pues los milagros no son cosa de todos los días.
Al menos -como la flor en la mano del poeta inglés al regresar del paraíso- me queda su disco para constatar la veracidad de ese tiempo y espacio perdidos; y poder seguir abriendo algunas esquinas o bares o noches del azar; quizá sin lo fortuito del milagro, pero aún con la fuerza rítmica de un surtidor y un jardín que no cesa de prodigarse ante mí.
Pues la música es una creación instantánea, un rostro que se va conociendo tan rápida o lentamente como se vaya fraguando; para después, quizá, quedar flotando en la memoria, como ese verso de Borges que sólo después de que acabó de cantar Mint Parker supe que la definía, pero también a la noche misma y sus milagros, y que tal vez sólo tenga sentido para mí: la intimidad de tu frente clara como una fiesta.


















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