jueves, 29 de marzo de 2012

LLUEVE Y NO LLUEVE



Hay veces, sólo algunas, en que la lluvia es lluvia y no otra cosa. En que no tiene esa consistencia de aceite o de mineral líquido o de mar y que no dibuja siluetas en los charcos, ni el sonido al golpear la acera me recuerda un gemido o un susurro humedeciéndome la oreja o que golpea como un “lento adiós que no se acaba”. Pero son pocas las veces en que la lluvia se comporta como lluvia y no como otra cosa.
Hay días, sólo algunos, en que la lluvia es sólo eso y puedo salir sin peligro de entristecerme o de embriagarme de saudade o enamorarme como estúpido de una mujer que esconde su rostro bajo un paraguas amarillo. Entonces, sin temor, puedo mojarme completamente y refrescar un poco este ardor con el que amanezco y va corroyéndome a lo largo del día, hasta que vencido entrego mi carne al colchón, más duro –como diría Garfias– que mis propios huesos.
Pero digo, son pocos los días en que de verdad llueve y que la ventana es sólo una ventana que muestra la calle y a las personas apuradas en llegar a casa o resguardándose en la tienda o en la panadería.
Porque hay otros en que asomarse a ella es mirar lo que se creía ya en el olvido; y a veces, por uno de sus ángulos, puedo ver mis dedos enceguecidos, bebiendo la humedad que escurre por unos muslos orgullosos de su rotundidad, de su presente macizo y absoluto que surge, no de ellos, sino de un gemido ahogado y moreno, que culebrea por la espina dorsal hasta la espalda baja, y seguir así su descenso erizando la piel de los glúteos tensos, redondos y duros, como si estuvieran temerosos o al acecho o en espera de mis manos, para al fin, terminar deshecho en los huesitos del coxis que empujan el sexo hacia mis dedos, anegándonos a ambos o a esos dos, porque ya no soy el de aquel entonces.
Y en otro ángulo, casi enseguida de aquel, siento el olor de tierra mojada macerada por el de dos cuerpos que sin pudor se abren y luchan sin otras armas que su propio deseo; y se mueren y se agotan a la luz de la luna de algún pueblo perdido o que jamás existió, bajo un pirul que frota sus palmas como si buscara acariciar el aire o el aliento de aquellos dos que se resguardan bajo sus sombras. Él tiene sus senos entre su boca y por primera vez siente el peso de la vida y la fugacidad del tiempo. Los bebe con avidez como si el desierto estuviera a un paso y llegando a él, no pudiera regresar a aquel oasis. Lo que nunca sabrá es que esa será la última vez que estuvieron juntos; aunque se asomará infinidad de veces a la calle y esperará horas y horas hasta que su rostro desgastado por la ausencia sea un reflejo de mi propia cara asomada a otra ventana que me abre ésa o ésta en la que él sigue allí esperando, sin saber que la alegría nunca se repite, es voluble, siempre nos abandona para llegar después con un sabor diferente.  
Pero hay otro ángulo en que aparece un cortejo fúnebre. Un vuelo negro que quisiera olvidar pero necesito retenerlo en mi sangre, licuarlo en ella, porque para ser es necesario el recuerdo de los muertos, su ausencia debe seguir latiendo en nosotros porque somos parte de ella y va perfilando, sin que lo sepamos, nuestras vidas.
Hay quizá en medio de la ventana, una sonrisa y un jardín lleno de girasoles y una perrera azul donde mordí mis primeros besos y mis primos y amigos se burlaban de mí, quizá por envidia, porque yo era un niño de seis, siete años y no sabía dónde poner, en qué parte de mi cuerpo grabar tanta belleza, aún ahora se me escurre y quisiera cubrir entera la ventana con aquella niña rubia que parecía un girasole encendido, pero hay cosas que me niego aún a escribir, que quiero guardarlas sólo en mi cuerpo. 
Hay otro, arriba a la izquierda, que me recuerda todas las posibilidades que tuve en mis manos y no quise, y otras que quise y nunca estuvieron ni cerca de mí.
Sería inútil tratar de mencionar cada uno de los pasados que las ventanas, cuando llueve, aunque no llueve, han traído hacia mí. Afuera cae el agua, la siento golpear sobre las paredes y el pavimento y estallar en los cristales de las ventanas, pero tengo miedo de mirar, dejaré corridas las cortinas porque hoy ando demasiado susceptible a la tristeza y no quiero que el amor me interrogue en esta noche en que no tengo una sola respuesta para justificar sus reclamos.

sábado, 24 de marzo de 2012

TODO ES UN FUE SIN PARAR EN UN PUNTO



A veces se requiere un poco de ayuda. No sé por qué escribí este inicio. Me gustaría borrarlo pero estoy cansado, pueden olvidarlo y recomencemos: A veces se requiere un poco de ayuda. Lo volví hacer, definitivamente hay veces que uno quisiera cambiar el pasado pero simplemente éste se nos impone y por más que queremos borrarlo permanece fijo y muchas veces se repite como esta oración inicial.
No es que esté jugando, de verdad no puedo quitarlo, no sé por qué. ¿Ayuda? No la necesito, al menos no en este momento. Requiero descanso o más energía y que el día sea lo doble de largo para terminar todos mis pendientes. Si han sentido alguna vez urgencia por vivir o que la muerte ya les babea la nuca, quizá puedan entenderme.
Tampoco es que esté muriendo, pero siento que últimamente la vida se acaba y se consume de una manera demasiado cruel, sin darme tiempo a nada. Me gustaría que mis manos pudieran detener los tobillos del tiempo un momento, pero si eso hacen estarían ocupadas y no podrían hacer nada y entonces viviría una eternidad encadenado a detener el tiempo y eso de qué serviría.
El tiempo requiere de dinamismo, aunque se espera que este dinamismo no avance, como si la alegría, el dolor, la tristeza, el orgasmo pudieran durar para siempre. Lo único que dura es el movimiento, hasta el recuerdo es un bosque en perpetuo cambio.
¿Quién se acuerda del olor de la primera mujer desnuda que tuvo entre sus brazos? Yo no. Tampoco recuerdo mi primer beso, quizá pueda decir: bueno, puedo evocar cómo se iba acercando su cara, abarcando todo mi campo de visión; la luz apenas se filtraba por un resquicio de la perrera en donde nos encontrábamos y cada arista que lograba colarse afilaba su perfil, el mismo que iba cortándome, hiriéndome de deseo, dejándome la baba de su ardor en mi boca, que quizá quemaba y palpitaba como ahora al reavivar, quizá más con la imaginación que con otra cosa, aquel pasado.
Pero ya olvidé qué sentí, no puedo acordarme ni del calor ni olor de su aliento, ni de la densidad de sus labios, ni la manera en que oprimieron los míos ni de cuánto duro el miedo o el deseo.
Ese instante ya es un collage de tiempos sobrepuestos que alargo o acorto a placer, porque ni siquiera sé su duración: ¿un instante?, ¿diez minutos?, ¿continúa hasta el día de hoy? El tiempo, como ya sabemos, es relativo. Aunque, entre más gozoso o entre más cosas deseemos realizar es más corto y entre más aburridos estemos o infelices se alargará infinitamente.
El mío desgraciadamente hace ya bastante que me arrastra sin contemplaciones, sin dejarme recoger algo de equipaje, sin tentarse el corazón de los proyectos que tengo en mente o que dejo mutilados. Al menos, de vez en cuando –como ahora–, me deja respirar un poco y prolongar más de lo debido y con más detalles –quizá ficticios– el recuerdo y el deseo de un cuerpo entre el mío.


viernes, 16 de marzo de 2012

CRISIS CREATIVA




Esta semana me ha costado mucho escribir Vagalia, porque empiezo a soñar en personajes, en espacios y en historias debido al poco tiempo que tengo para terminar un libro de minificciones y apenas llevo dos semanas en ello. En este momento, estoy obsesionado con una falda verde, ceñida a los muslos, vista a través de una copa de Martini. Es noche –debe de serlo– una falda así no merece otro horario.
Flota la aceituna y el vestido se mueve, se contonea, se disipa en la copa, la va ahogando en su color. Estoy mareado, me siento en altamar y con la cara al suelo. Me entra la nausea, me agarro de la mesa. No sé si me está viendo o no. Pero no debo vomitar. No, porque tengo que escribir al menos un párrafo, algo, lo que sea. Y sé que debo alejarme de ella porque no me da más, no surge una ficción de aquí; pero tantas horas sentado, urdiendo todos los días una historia diferente, pensando –cuando no estoy frente al teclado– líneas argumentales, un principio, un medio y un fin –a veces no llego al fin o ni siquiera tengo un nudo–, me tienen al borde de la histeria.
Tengo una falda vista a través de un Martini, eso es todo, ni un personaje entero logro crear, es verdaderamente patético. Pero la falda es hermosa, lástima que no pueda describirla porque su mutabilidad escapa de mis ojos al verla a través de la copa y del líquido del cocktail. 
     Si pudieran mirarla seguramente alguno de ustedes se les ocurriría un cuerpo, un rostro, un nombre, y lo más importante, una historia; porque a mí, realmente, a estas alturas, no me queda cabeza para imaginar nada.

jueves, 8 de marzo de 2012

"Y morderte el muslo, el sensitivo ombligo…"



Siempre el maldito punzón del deseo. A veces quisiera creer que hay algo más, no sé: tu voz, tus palabras o tus ojos, pero el dolce stil nuovo no es para mí. Además, fuera máscaras: ¿hay algo más acuciante y sincero que el deseo?, ¿hay un halago mayor que este cuerpo herido de ti, envenenado, corroído cuando te veo y cuando no? Dime, explícame: ¿qué sacrificio mayor puede hacerse que el de querer desmembrarme entero entre tus muslos?
Porque no, lo repito, no hay nada más sincero que la carne, ni más cruel ni más bello; si busco algo que me defina está encerrado en ella. Se alimenta de mí, me hace cometer estupidez tras estupidez, se burla cuando leo, cuando escribo –dice que me engaño– pensando en otra cosa que no sea satisfacer su apetito.
Ha carcomido mi interior o mi interior se ha saturado de ella y no me queda sitio más que para respirar levemente; y si respiro, me obliga a seguir el peso de un perfume, el olor de una piel, de un pubis o a imaginar, como ahora, la densidad de tu aliento mordiendo mi boca.
Quisiera pensar en ti por tus ideas, por lo inteligente que eres –porque vaya, lo eres–. Me gustaría decirte que te admiro, que hablar contigo es encontrar puntos de comunión y desunión, que alumbras ciertas aristas de mi malformada mente. Pero todo ello hace que se atice más esta urgencia que me escalda, la sarna se apura sobre mi tacto buscando de alguna u otra forma carcomerme por tu ausencia, por imaginarte desgarrada entre mi cuerpo. Si pudieras ver cómo el instinto se regodea en mí, de qué forma florece y babea sobre mi falo, quizá me entenderías.
    Y qué te digo, cada palabra me cuesta más, porque ya mis dedos sólo buscan palpar tus muslos, ir subiendo por ellos, remontar tu carne hasta ahogar mi lengua en tus glúteos y morir: una, dos, tres, no sé; tantas veces como fueran necesarias para conseguir unos segundos de paz, la paz que sólo al estar ahíta la carne se consigue.
Aunque después vuelva a supurar por dentro y cuando huyas –porque lo harás– tenga que reemprender la búsqueda, el acoso, alcanzarte y ceñirte en la distancia -como ahora. Sin importar los alfabetos del mundo que tenga que remontar o inventar para cercarte de palabras hasta retenerte, quizá sólo unas horas, unos minutos, pero saber que estás allí, que estuviste conmigo y sólo eso importa.
Si en algo podría disculpar mi comportamiento sería el hecho de que no conozco otra forma de vida y temo –que es lo más probable– que sea ésta la única que posea para soportar todo este peso de realidad, que es demasiado para un animal que se contenta con tener un orgasmo de vez en vez.

jueves, 1 de marzo de 2012

DESNUDEZ


Uno puede desnudar el alma –según dicen-, o vaya –para dejar el lugar común–, ser sincero con uno mismo –que es otro lugar común; y quizá con los demás –aunque es accesorio. Esto requiere cierta introspección: levantar un millar de espejos en torno nuestro y ver cada una de las aristas que nos conforman.
Claro que, aun en este proceso estimamos unas y desestimamos otras que consideramos demasiado arbitrarias para ser parte del conjunto, aunque muchas veces son éstas las que realmente deberían ser tomadas en cuenta, por el hecho de ser pocos los instantes en que nos expresamos tal cual somos, en que la máscara trasluce ese matiz y sólo ése, presente en todos los actos y gestos de nuestra vida.
Pero, al contrario de esta desnudez, la del cuerpo no necesita un análisis interno, porque la carne irrumpe en la inmediatez, es parte consustancial del flujo del tiempo, de su carcoma. Por tanto, la burla es el primer temor, la primera piedra que seguramente caerá sobre nosotros. Ironía, tal vez, pero gratuita, sin elaborados juegos verbales, sin quebraderos de cabeza; o simple y llanamente una carcajada o una risa discreta y un dedo o una mirada que señale los puntos menos agraciados de nuestra anatomía.  
Ya la mera insinuación de la carne nos predispone a la burla, por lo menos si el cuerpo no tiene, ya no digamos unas medidas apolíneas, si no medianamente aceptables. Es por ello la importancia de la ropa. Es nuestra segunda piel, un segundo cuerpo, un ideal alcanzable y sin mucho esfuerzo –dependiendo de la cartera–, pues oculta, encubre, resalta, recorta, eleva, corrige, etc… Cada vez que nos vestimos, llevamos el ideal de lo que somos y de lo que quisiéramos ver en el espejo al despertar.
     Si no, ¿para qué tanto pantalón de pinzas o wonder bra? La ropa nos protege evadiéndonos de nosotros mismos, pone un espejismo necesario para la convivencia, para poder aceptarnos, para vernos, no como somos, sino del modo en que deberíamos ser –según la deformación de nuestra propia imagen ideal.
Por ello, pienso que los nudistas          –exhibicionistas por naturaleza–, están conformes consigo mismos o con ciertas partes que quieren mostrar, resaltar o presumir; como lo hacen la mayoría de los animales –y de los cuales formamos parte-, para acercarse al objeto de su deseo o simplemente para que el otro los deseé. Por algo el gorila se da golpes en el pecho, el cisne esponja su plumaje, el venado presume su cornamenta, etc… 
Aunque por desgracia, muchas veces ese deseo no se concreta por temor o ciertos resquemores interiores. Nos quedamos desnudos, pero temblando ante la posibilidad de que el otro se quede insensible ante nuestros encantos. Aunque eso es lo de menos o es sólo una de las posibles consecuencias, pues el exhibicionista o desnudista, principalmente lo hace por cierta manía narcisista.
Este narcisismo lo que busca es una ruptura del orden establecido, es rebeldía; pues su discurso enarbola una bandera de libertad, que es el propio cuerpo. Aunque dan explicaciones bastantes raquíticas como decir que llegamos desnudos al mundo.
Por tanto, habría que recordarles que somos parte de una cultura y como tal, lo natural   –la desnudez, al menos la adulta- sería lo artificial, pues a partir del uso de la razón, que, aunque cambiante con la época, sigue conservando valores inamovibles, tomados principalmente de un discurso religioso, que responde, a su vez, a razones políticas y de convivencia social.
Lo íntimo, al estar inmersos en una sociedad, queda confinado a un ámbito privado, minoritario; se vuelve rito, iniciación; pues cuando se devela el cuerpo, y más aún, lo develamos a un otro, nos confronta no sólo con nosotros mismos, sino que nos hace compartir la sinceridad y la verdad de la carne, su fragilidad, que puede llegar a ser, incluso, repulsiva.
Por ello, un cuerpo abierto es herida expuesta que alguien más puede cerrar o dejar abierta, pero al mismo tiempo, puede hacernos partícipes de la suya, para cicatrizar –en el tiempo que dura el ritual– juntos.