viernes, 29 de junio de 2012

EN LOS PELOS DE LA CORDURA


Por fin la veo. Baja las escaleras al ritmo del piano, a mitad de su melodía, como si fuera una extensión de éste, como si sus zapatillas fueran acariciando el mármol al ritmo de aquellos dedos hasta terminar rodeada por un largo silencio -sólo roto por el ruido de las burbujas del champagneal fondo de la escalinata.
En el quinteto, Baker acompaña con la trompeta, como si estuviera ajeno a todo lo que pasa a su alrededor. Pero él más que nadie está presente. Su mirada es el motivo de la música y del adiós y de aquella aparición que ha dejado enmudecida la fiesta. Ella parece ignorar todo, pero su oído no puede desasirse de aquel músico que parece no verla, negarla incluso.
No saben que estoy aquí, no deben saberlo. Oculto del otro lado de la ventana, fuera de la casa, protegido por la monotonía del paisaje y relegado al frío de la noche y al ruido de los motores de los coches que se van conglomerando alrededor de la fuente, en la entrada principal, y que encubrirán la violencia, el grito agudo y certero de la muerte,  el de ese disparo que ya siento irrevocable en mis dedos, en la pulsión del gatillo que tarde o temprano llegará como el fin de Audrey y el de la melodía de Baker, quebrándose un segundo después que este ventanal. Mientras la gasa del vestido de ella, casi líquida, se deslizará negra, pesada y húmeda por el contorno de sus senos, enlutando el mármol y poniendo en funcionamiento el mecanismo del olvido y el de la fuga y el de los ladridos de la persecución…
-Y tenía que joder en este momento, en la parte más buena de la película, ¡qué poca madre!, ¡qué falta de respeto!, ¡que hijo de su chingada madre! Piensan que por ser los clientes pueden llamar a la hora que se les dé su regalada gana. Y para la misma pendejada. Ya le había dicho que sí, que tomaría el caso y sí, ya leí la nueva entrada -de lo más soporífera por cierto. ¿A quién chingados le interesa lo del mercado? Una cursilada en recuerdo de su abuela. ¿A quién le puede interesar eso?
Después que la leí le dije a mi mujer si la podía acompañar a las compras –siempre voy un paso adelante. Se negó o al menos eso sentí. No fue un no, pero a qué tantas preguntas, para qué intentar desanimarme con lo temprano que se va, con el frío, etc. Además desde que leí lo del atole se me antojó uno y aunque me dijo que me lo traía, no sé, no sé, a qué tanta reticencia. Igual estaba un poco sugestionado por el caso, digo, es normal. Me comprometo en cuerpo y alma con mi trabajo, aunque esta situación es ridícula, toda la investigación en sí es caricaturesca. Pero para qué tantas trabas en que la acompañe, sólo hace que me den más ganas de ir y por eso pasó lo que pasó.
Decidí seguirla sin que me viera; total, por algo soy detective y la discreción es mi modus vivendi. Al llegar al mercado –tengo que confesarlo– perdí de vista a mi mujer, pero fue por causa del trabajo. Tenía que comprar el atole, comprobar lo que el tinterillo había escrito en “La cocina y sus brujas”. Aunque lo mejor hubiera sido no hacerlo, era una estupidez comprobar lo del peaje. ¿Quién lo puede creer? Además, ya le había dado dinero a mi mujer para que me comprara uno. Los tiempos no están para gastar de más, aunque estas compras, con justa razón, las tiene que pagar el cliente.
Efectivamente, el lugar estaba atestado de mujeres, pero era lógico, ¿quién más hace la comida? Lo que realmente me empezó a molestar es que sentí la atmósfera cargada. No eran los olores, aunque tenía unas ganas inmensas de vomitar por los pescados y las guayabas, por los moscos que rodeaban a la sangre escurriendo de las reces colgadas de aquellos ganchos de acero a unos metros por encima de mí. Al menos no era de noche, sería horrible encontrarme en ese lugar a esas horas.
Después de esa pequeña distracción, empecé a notar que una multitud de miradas se me pegaban a la espalda. Trataba de disimular mi nerviosismo, de hacerme pasar como cualquier cliente, uno más; pero era inútil, todos se conocían y saludaban como si el mercado fuera un pueblo aparte. Era un forastero, sentía que los cuchicheos de las viejas eran por mí y en contra mía, algo empezaban a urdir en mi contra, podía sentirlo.
Empecé a mirar por todos los pasillos, pero no veía a mi mujer. Sentí las pisadas de todas esas brujas cercándome, pero nadie me veía, al menos eso parecía. Aunque no había un solo lugar en que no estuviera rodeado por ellas. Apuré el paso, la verdad fue mi único momento de debilidad. Por eso, sin pensarlo, salí por una de las puertas laterales. No podía pensar con claridad, estaba agitado, quizá todo lo que estaba pasando o sintiendo se debía a esas pinches entradas, estaba entrando en una especie de paranoia, creyéndome cada una de aquellas pendejadas y eso no podía ser, tenía que volver a entrar así que respiré profundo –como me enseñaron en la academia– para que el pulso volviera a la calma. 
Caminé pegado a la pared, tenía que armarme de valor, una bola de viejas no iban a poder conmigo. Entrar y comprobar o negar lo que leí, eso era todo lo que debía de hacer. Pero desafortunadamente el silencio no me acompañaba. Eso me pasa por ir en chanclas, pero quién iba a saber que estaría en este tipo de dificultades. De un momento a otro sentí una sombra sobre mi espalda, se iba agrandando, me constreñía. Instintivamente busqué la pistola, pero llevaba pants –era domingo– e iba con la playera fajada, así que, como último recurso giré lo más rápido que pude con el codo bien apretado.
Al voltear, una bolsa de mandado estaba desparramada por el suelo, unas naranjas seguían rodando despavoridas. Sentí el vacío de un vaso, que supongo era de atole, a unos pasos de mí que salpicó los dedos de mis pies. Bajé la mirada y con los labios sangrando mi mujer trataba de ocultar su rostro, estaba enconchada, protegiéndose con los brazos encogidos en pos de su cabeza; asustada, reptaba hacia atrás, tratando de alejarse como si se hubiera encontrado con un monstruo.
Yo le pedía perdón, no sabía qué había hecho, por eso no me pude dar cuenta cuando una horda nos empezó a rodear. Gritos, gritos y más gritos escuchaba, cada vez se apretaban más a mi alrededor, pero no sabía qué hacer, la imagen de mi mujer me impedía pensar. Ella –he de agradecerle– sosteniéndose de la pared empezó a incorporarse. Mareada, agitó la mano a nuestro alrededor y dispersó a la gente –no sin ciertos trabajos y algunas groserías y valentonadas de su parte–, después nos fuimos a casa.
No he dejado de pedirle perdón, ya van tres pinches días que no me habla, aunque le he tratado de explicar que había pasado, ponerla al tanto del caso –que nunca lo había hecho antes, porque es algo muy confidencial, pero esa vez no quedaba de otra–, de enseñarle las entradas.
La convencí de leer la primera, al principio pensé que se espantó un poco al leerla. Pero no dije nada, la verdad no tengo la cabeza fría, no quiero volver a cagarla y a estas alturas no sé si piensa que estoy loco o no sé si se alteró –o al menos eso creí ver– por lo que leyó. Lo único cierto es que se fue con el niño a casa de su madre, esa sí que es una bruja.
Ese tercer incidente estuvo a punto de hacerme renunciar, pero al final traté de tranquilizarme, de tomarme unos días de descanso. No pensar en el caso para volver al equilibrio. Para ello tengo que hacer que vuelva mi familia. Ya después, y con la mayor objetividad, tratar de resolver de una vez por todas este maldito trabajo.

viernes, 22 de junio de 2012

LA COCINA Y SUS BRUJAS



No quería escribir sobre las salsas porque tendría que hurgar en el infierno mismo de la infancia, meter al corazón en las tinieblas de un pasado que creí feliz, vacío de cuentos infantiles y lleno de sonrisas que no puedo asir o recordar, porque los momentos felices existen cuando son vividos y después desaparecen dejando ese no sé que, que me dibuja en la boca un dulce o un beso en plena mañana lluviosa de verano.
Pero ni modo, la obligación semanal me impone preparar café para sumergirme en esta estúpida cacería de brujas. Lo lamento por el libro de José Bianco que tan bien se adaptaba a mi ánimo matutino. Pero si creo en la palabra y si quiero que los demás crean en la mía, tengo que dar fe de lo escrito en “Las brujas de las gorditas” y hablar sobre uno de los potajes más misteriosos que he probado jamás: la salsa. Aunque primero escribiré un poco de uno de los lugares sagrados de las brujas: el mercado.
Mi abuela –quizá lo soñé– antes de preparar cualquier platillo hacía la señal de la cruz sobre la cacerola o sobre cualquier objeto que le ayudara a preparar los alimentos, y después en el acero caliente, ya sea con masa o alguna pasta que yo desconocía, trazaba otra especie de símbolo que nunca supe bien a bien qué era, mucho menos qué significaba –pero religiosamente acompañaba a cada uno de sus guisos. Era como la cantidad exacta de sal que recogían sus dedos, esa pizca necesaria que ninguna cuchara, ni taza medidora podía sustituir. 
Me acuerdo mucho que cuando iba a preparar algo siempre me pedía que la acompañara al mercado. Los olores de la guayaba, el mango, los pescados, las reces o el chile de árbol o el guajillo completaban la atmósfera evanescente que se desprendía de la olla de los tamales o del atole que como incensarios iban difuminando el mercado, diluyéndolo del tráfico de la vida diaria, arrancándolo del mundo. Para mí comprar el tamal y el atole eran como una forma de peaje para entrar en ese mundo al que mi abuela parecía, no sólo pertenecer, sino reinar de forma natural.
Allí era muy raro ver a hombres apretando los melones o pellizcando los muslos de los pollos o buscando el lustre a las escamas del huachinango o acercando la cara a sus ojos para comprobar no sólo su buen estado, sino algo que yo no podría describir y era mucho más importante que la calidad de los productos. Mi abuela muchas veces dejaba ciertos insumos aunque estuvieran buenos, diciendo algo como: lástima, es una verdadera lástima que haya tenido que ser así. En seguida, dejaba de visitar ese puesto por unos meses, como si hubiera una maldición en él que le impidiera comprar allí, sin importar que conociera al vendedor de años.
No había una sola mujer –si se preciaba de ser buena cocinera– que no magullara los alimentos, había un placer casi infantil, casi primitivo en cada pellizco o apretón. Veía cómo sus ojos se aguzaban al hacerlo, o cuando encontraban por fin el durazno o la cabeza de cerdo adecuada para sus guisos aparecía una media sonrisa que dejaba entrever una compulsiva alegría dominada por el filoso esmalte de sus dientes. Casi podía escuchar el sonido a fritura hirviendo que despedía la saliva y la boca ante el placer casi paladeado de la comida o de la cena imaginada.
Yo muchas veces apretaba las frutas o quería meterle las uñas a la carne, pero mi abuela me regañaba, me decía que los niños no debían de hacer eso. Siempre había pensado que era un poco egoísta conmigo, que quería reservarse para ella sola el gusto de palpar y sentir los alimentos, pero ahora no sé qué pensar. 
Todas eran mujeres, de hecho cuando llegaba a entran un incauto allí, no podía soportar las miradas que lo juzgaban por su atrevimiento; y éste, a los pocos minutos, desaparecía de improviso, como si su presencia nunca hubiera sido sentida y el lugar volvía como si nada a su equilibrio.
La mayoría de estas señoras o señoritas –casi todas, sino es que todas– llevaban en una mano la bolsa y en la otra a un niño o niña como yo. Muchas se conocían por su nombre, las más jóvenes al pasar, bajaban la mirada o hacían un gesto de respeto ante alguna señora mayor. No con todas se hacía esta deferencia.
Mi abuela era de las más respetadas en el mercado. En todos los puestos la hacían probar sus productos y se les iba la vida tratando de que ella certificara la calidad de los mismos. Lo que me molestaba eran los apapachos que me prodigaban las mujeres que conocía mi abuela, pues todas ellas me pellizcaban los cachetes o los brazos como si fuera un trozo de carne. Me acuerdo perfectamente la vez en que una señora casi me saca sangre de un brazo con sus uñas largas y afiladas, sobre todo recuerdo la mugre verdosa de éstas. En esa ocasión, mi abuela se le quedó mirando severamente y nunca la volví a ver más. Ella con su saliva curó mi herida, pero la verdad, me da asco recordar ese episodio. No sé por qué las mujeres creen que la saliva cura las heridas o sirve para limpiar la mugre o los restos de comida de la cara. Está bien en los animales, pero en los humanos se me hace algo verdaderamente insoportable. 
Pero bueno, sigamos. El camino al mercado estaba lleno de gatos –a mí nunca me gustaron ni me gustan– pero ella se desvivía por ellos, les tiraba algo de alimento o pasaba sus manos largas y huesudas de uñas afiladísimas y despintadas sobre ellos, me daba un coraje cuando sus colas se enroscaban en su brazo, porque a mí no me querían, ni yo a ellos –para ser justos. Siempre que estaba cerca me tiraban un zarpazo o huían de mí. Lo bueno que iba con mi abuela, la verdad era con la única que me sentía seguro en ese lugar.
Cuando por fin había comprado todo lo necesario, parecía cobrar una nueva vitalidad y me instaba a apretar el paso para llegar a casa y empezar a preparar los alimentos. De hecho, parecía que en el mercado y en la cocina mi abuela rejuvenecía, parecía otra, al menos yo la sentía más joven y ligera y muy hermosa. En su juventud, dice mi madre, era la mujer más bella en el lugar donde estuviera. Pero yo, aunque pude comprobarlo, como ya dije antes, me daba cierto pudor y algo de miedo verla, pues parecía otra, transformada por una alegría que no compartía conmigo, muy al contrario, aquellas expresiones de júbilo terminaban devorándome la tranquilidad.
Cuando la metamorfosis comenzaba, ella parecía una fuerza de la naturaleza; iba de un lado a otro, probaba todo lo que le ofrecían, daba consejos de qué platillo iba mejor con ciertos estados de ánimo o con algunas situaciones en específico; corregía recetas, ayudaba a las primerizas a seleccionar las mejores frutas, etc… Era un huracán de mil ojos y mil brazos y el hechizo perduraba hasta el momento mismo de la digestión, cuando todos habíamos comido lo que había preparado y terminábamos bufando, gruñendo o adormiliados sobre la mesa, hastiados de todo lo que ella había preparado para nosotros.

sábado, 16 de junio de 2012

LA LLAMADA NOCTURNA


Vi la mancha en la camisa, no lo quería creer, de qué servía tanta experiencia, de qué si un error basta para echar todo al caño. Estaba distraído, no pude reaccionar a tiempo, pero esos rostros, esos gestos, por fin empezaba a entender todo. 
      Mi mujer me miró con los ojos muy abiertos, expectantes, quería permanecer en la negación de lo que estaba pasando, veía el esfuerzo sobrehumano que ponía en controlarse, pero no podía, no podía mantenerse impasible.
Pasé mis dedos sobre la tela, sobre mi pecho. Allí estaba, caliente, viscosa, extendiéndose hacia abajo, marcando el último derrotero de mis pesquisas. Traté de cubrirla con la palma abierta, como si aquel acto pudiera abolir lo inevitable. Pero no era posible, ella se acercaba con los ojos llorosos, con la boca semiabierta; con un ligero gemido estiró sus manos hacia mi camisa y pude ver cómo sus dientes se hacían de azúcar o de lágrima ante aquella certeza obscura que se derramaba hacia el suelo.
Todo había sucedido unos días antes. No debí contestar. Eran pasadas las ocho de la noche, ya era hora de irme a casa. Estaba a unos días del retiro. Ya no preocuparía más a mi mujer, pero cómo negarme, ante todo estaba la responsabilidad, además me aburría demasiado contando los días que faltaban para mi jubilación.
Parecía un loco, pero algo en su voz me hizo dudar. Inició la conversación mencionando a su mujer y algo sobre un niño, que yo, por andar cansado, no pude saber bien a bien a qué se refería. De todos modos, por lo que después me dijo la investigación que tenía que hacer era inocua, no había ningún peligro y podría obtener una buena tajada de todo esto.
Acepté sin muchas ganas, sin dejarme llevar por sueños de gloria. Mi último trabajo no sería el mejor ni el más peligroso, era más que nada un trabajo de voyeur. Pero aquí la profesión está muy desprestigiada por la sociedad, demasiada corrupción, a pesar de que había elementos como yo, siempre dispuestos a servir y ayudar. Por ello no me afectaba tomar este tipo de trabajos, además sería un dinerito extra y no estaría aplastado en mis últimos días de servicio recibiendo felicitaciones o condolencias pendejas –no sé qué tienen con mi mujer, si pasar todo el día a su lado no es para tanto, ni que fuera una bruja. Necesitaba caminar de nuevo. Además, era el mejor pretexto para recorrer la cuidad y comer a mis anchas.
Decidí esa misma noche comenzar. Las primeras pistas eran: un blog, llamado Vagalia y una entrada en particular: “Las brujas de las gorditas”. El autor se hacía llamar Rafael de Bradomín. Al ser un pseudoliterato decidí iniciar mi búsqueda en la Wikipedia, el primer link que me apareció era sobre las Sonatas de un tal Valle-Inclán. Me di cuenta de que su apellido era sólo un sinónimo de ese escritor. Después de indagar en su blog descubrí también que lo llamaban de diferentes modos: vago, peludo, sátiro y en uno, que fue una pepita de oro: Roberto.
Ya tenía su nombre y además, el muy idiota había dejado allí su foto –un estereotipo del intelectual. Tampoco fue difícil averiguar se apellido: Acuña; y como mi olfato me había predicho era un seudotinterillo, desempleado, recién licenciado por la UNAM en Filosofía y Letras y que se las daba de escritor –al menos eso decía en su “profesión” en el perfil del Face… –como si eso pudiera ser una profesión. Meterme fue fácil, sólo hizo falta poner la foto de una vieja chichona como de dieciocho-veinte años –casi pedófilo el cabrón– y mandarle invitación. Son tan obvios los chaqueteros.
Aunque soy muy duro con él, pero es que en este trabajo te acostumbras a ver a todos como culpables y a tratarlos igual que a la calaña de todos los días. En este trabajo no se puede bajar la guardia. Pero tengo que ser justo, no me contrataron para saber su vida, eso sí sería realmente aburrido. En lo que quedé fue en averiguar sobre la veracidad de lo que  escribió en su última entrada. Era una tontería, pero el que me contrató también quedó en pagar los pasajes y todo lo que fuera consumiendo en el transcurso de la investigación.
No podía negarme, era un trato muy tentador –y bastante abusivo tengo que confesarlo. Pues de antemano sabía que eran idioteces las cosas que estaban escritas allí y en todas sus entradas –al menos en las cinco que leí, la verdad era demasiada basura para perder mi tiempo allí; además, no como poco.
Después de la tediosa lectura de “Las brujas de las  gorditas” –mal redactada por cierto, según mi hijo, que ha decir verdad es bastante inteligente, lástima que en México el cuerpo de inteligencia de la policía es demasiado pendejo. Tiene mucho talento para desperdiciar su vida en esto. Es mejor que siga con sus estudios en la UVM, que acabe por fin Diseño, que dicho sea de paso, no me sale nada barato y ya después veré cómo lo coloco con alguno de mis clientes. Cómo me hubiera gustado que me diseñara mis tarjetas, lástima que esté a un paso del retiro–, pero bueno, después de leer la entrada decidí ir al centro –otro de los lugares que más menciona el autor del blog en varias de sus entradas– para iniciar mis investigaciones.
Desafortunadamente estaba lloviendo y ya había cenado; y para hacer una indagación a consciencia se necesita de mejores climas y un estómago dispuesto. Así que al final no llegué tan tarde a casa. De todos modos el dichoso “Vago” –que por cierto el apodo se lo puso otro tinterillo –supongo amigo suyo– que puso un comentario –hasta eso gracioso el cabrón– que me hizo preguntarme sobre  las iniciales de la dedicatoria: ¿Quién será ella? ¿Tendrá que ver con lo que leo?, ¿de qué forma podría estarlo? En fin, si es necesario investigaré por allí. Al menos no me pagaron para averiguar sobre el dichoso “Patidifuso”, sólo lo consignaré como parte de la indagación, por si más tarde tenga que hacerle una visita.
De todos modos el tal Bradomín aún iba a escribir una entrada sobre las salsas y es mejor reunir toda la información posible antes de iniciar la búsqueda. Así que, como ya tenía trabajo, decidí no ir a la oficina por unos días para pensar detenidamente en el caso, explicándole al jefe que estaría fuera por la investigación en curso. Así más relajado, con alguna que otra chela, mientras mi hijo ve los partidos de la Euro podría pensar mejor sobre todo esto para resolver en un tiempo adecuado las dudas de mi cliente; y de paso aprovecharía para disfrutar a mi familia antes de iniciar con el trabajo de “campo”, pues uno nunca sabe qué podría pasar mañana.




sábado, 9 de junio de 2012

LAS BRUJAS DE LAS GORDITAS


a M.F.G.V

Las brujas están por todos lados, conozco a unas que les gusta la playa –en Puerto Escondido conocí varias–; otras, en su desdén brujeril, se pasean por los centros comerciales de las grandes ciudades –en la plaza Galerías, en Guadalajara, tuve la infausta suerte de encontrarme con una de ellas (aún, sobre todo en la soledad, la padezco). Pero también las podemos encontrar en una oficina –son esas mujeres que esperamos que pasen de largo para ver con descaro el movimiento que sus piernas (obligadas por la rotundidad de sus caderas) moldean paso a paso (aunque ellas saben a la perfección que las miramos)- o comiendo una gordita de chicharrón en alguno de los diversos puestos de comida que abundan en la ciudad.
Yo dudaba de esto último, pero al final mi Macbeth –que ya es casi mi biblia– me daba indicios de ello. A las brujas les gusta todo lo relacionado con la carne. En esta obra de Shakespeare, una cuenta que se la pasaba matando puercos o haciéndolos morir, que es más terrible, pues indica que el acto es realizado por el propio animal –figurado o literal– y no por la susodicha hija de Lilith –al menos en lo que corresponde al acto material.
Desde que el autor de El rey Lear me puso sobre aviso cada vez que salgo por las noches –es curioso, casi todos los puestos de gorditas se ponen después de las ocho o cuando ya la obscuridad pasea su impudicia por las calles– a comprar una quesadilla o una gordita, me encuentro vigilando a las mujeres que rodean el puesto.
Lo primero en que me fijo es en los dientes, trato de descubrir ese primitivismo en su dentadura o muy al contrario, esa ortodoncia inmaculada –que hace más obvio el engaño, la máscara. Casi enseguida, subo los ojos hasta los suyos para observar la manera en que éstos se les ponen vidriosos ante el simple placer de ver el ebúrneo brebaje cobrizo del aceite y de los restos de ingredientes que día con día se van, no sólo acumulando sino, añejando en ese caldero disfrazado de comal.
La lista de elementos y de sazones es muy variado, dependiendo la zona y los gustos de aquella –porque siempre es una mujer, por lo regular ventruda y con un ligero bozo o no tan ligero– que prepara los alimentos: sesos, tripas, huitlacoche, tinga, chorizo, hongos y por supuesto chicharrón, etc…
Después miro cómo estas hembras empiezan a tragarse la saliva –algunas no pueden retener del todo la baba en las comisuras de los labios– en el justo momento en que la tierna masa entra en aquel potaje aceitoso; enseguida les sobreviene un ligero espasmo –que siempre tratan de ocultar– al ver esos cuerpos de masa llenos de vísceras y carne dorarse, chillar –pues ¿quién no ha escuchado ese silbidito que sueltan las quesadillas o las gorditas al ahogarlas en esa pócima hirviente?.
Después, cuando por fin tienen entre sus manos la gordita, como tiburones excitados por la sangre, empiezan a morderla, a destrozarla –sobre todo si es de chicharrón– de una manera impúdica y frenética. Los pretextos que suelen aducir a su comportamiento se resumen por lo general en dos: le puse mucha salsa –otro brebaje de lo más misterioso por cierto y que requerirá de otra entrada– y por ende, se aguada muy rápido y tengo que apurar la mandíbula o, está tan llena que para evitar que se desborde se tiene, por fuerza, que devorar.
¿No han notado el modo en que empiezan a animalizarse desde esa primera dentellada? ¿Los ruidos que al masticar expelen no son casi sobrehumanos o infrahumanos? Claro, si las miramos y ellas lo notan, tratarán de ocultarlo: que el picante, que el resquemor que les causa, etc…, pero ese bochorno en sus mejillas tiene muy diferente origen.
¿Se han fijado en el color del chicharrón aprensado? ¿No les parece una especie de masa sanguinolenta, como el cuerpo de un niño desmembrado y marinado en sus jugos? La literatura es autoridad sobre el tema, por ejemplo: ¿qué trata de hacer una de ellas con Hansel y Gretel? Además, aprensado no significa también: oprimir, apretar con fuerza, angustiar.
Me aterro al pensar que no es precisamente chicharrón lo que estoy comiendo –y allí se ve lo terrible que son, pues una risa se dibuja en sus bocas mientras comemos dichas gorditas, como si supieran algo que nosotros no. Sin saberlo somos parte de su crimen.
Además, hay algunas que llevan niños y los hacen comer lo mismo que ellas –no puede haber mayor crueldad. Y sabiendo que este tipo de comida engorda, ¿por qué llevar a los niños cada noche a cenar este tipo de cosas?, ¿para qué la necesidad de ponerlos obesos?
¿Será coincidencia todo esto? ¿Seré yo que me engaño buscando brujas donde no las hay? Espero que al menos las evidencias que les he presentado puedan servir para hacerlos dudar un poco y se pongan a observar a quienes tienen a lado suyo –esto no exime la propia casa, uno no sabe si su hermana, su madre o su compañera son unas brujas. Sobre todo, si vive un niño con ustedes, no deberían tomar mis palabras a la ligera.
Si les queda alguna duda observen la manera en que las mujeres comen, en los ruidos que hacen, en la mirada mientras preparan los alimentos o ven a otros prepararlos; recorran los puestos callejeros –sobre todo en la noche– y díganme: ¿cuántos hombres los atienden? Sí, hay algunos que lo hacen, pero si se dan cuenta, siempre hay una mujer vigilándolos y haciéndolos callar con la sola mirada cuando éstos parecen más elocuentes de lo común.

viernes, 1 de junio de 2012

RETRATOS AL AIRE


…que el regreso por la Sierra queretana –no sabía que hubiera Sierra por Querétaro; …que el espíritu del verdadero mexicano    –¿Cuál es el falso?; …que el centro cultural y que esto y que el otro y aquello –pura pendejada escucho a mi alrededor. Como dice mi hermana, soy un amargado, intolerante y antisocial.
Yo, jodido en ti, de ti, por ti, sin ti jodidamente jodido; y triste y melancólico porque se me ha terminado el café y ha dejado sin cauce a la saudade, enmarcada en ese sol que parece un gandul de tercero de secundaria; y eso de tener que pararme y comprar otro me da una soberana hueva, pero precisamente eso hace que te me diluyas o al menos que no me jodas tanto las jacarandas de la Facultad; pero esa sensación de vacío que tiene el vasito te arrastra y te revuelca hasta la jardinera donde estoy aplastado esperando a que sea la hora de entrar a clase.
Lo de estar aplastado me recuerda lo mucho que me gusta el té, bueno, las bolsitas, después de tomármelo. Tengo una extraña fijación en adherirlas a las paredes de la taza o el vaso, me gusta verlas pegadas, deslizándose algunos milímetros como si fueran una especie aún no estudiada de caracoles o de babosas. Sobre todo cuando tomo té verde o de limón.
Hacia mí se acerca un grupo de personas. Ella tiene las manos en la chamarra, aprieta los puños y jala la tela hacia abajo para que resalte –sin hacerlo tan evidente (algo de pudor observo mientras la miro y supongo que piensa que una blusa muy pegada y escotada sería demasiada obviedad)– la justa medida erótica de sus senos. Pienso en lo que una amiga alguna vez me dijo y sonrío… Sus senos se dan como un huerto cerrado y una promesa cifrada en el susurro de la ropa lamiéndome las babas de la mirada. Ella, con una sexualidad y meditada indiferencia pasa de largo; por un momento olvido la saudade y el vaso vacío, pero al irse la playa queda más sola que de costumbre.
Alguien más entra, por más que me concentro no puedo saber si lleva o no perfume, tampoco distingo su olor. Nos vemos y baja la mirada y enseguida le habla a su compañera. Pero hay duda en sus pasos, entonces, para tratar de evitarla, de enmascararla, pone más ahínco en cada pisada, como si fuera un soldado se acerca hacia mí, la vuelvo a mirar y la fragilidad de su avance se afirma en esa marcialidad nerviosa, tan crecida que trata de negar sus escasos dieciocho-veinte años. También la veo alejarse. Mi cuerpo es una Diana tocando en mi corazón.
    Un hombre, después de dejar a una mujer a dos jardineras de mí, se arregla el pelo y sonríe; le fue bien –eso piensa. Baja los pocos escalones que llevan hacia la biblioteca. Su paso es confiado, ¿pensará lo mismo al ver a la chica besar a alguien que llega?. Quizá lo sabe, pero tal vez la siente cerca de caer en sus dientes –le falta un buen odontólogo. ¿Pensará que lo engañará con él? Yo veo ese beso y la manera en que ella se levanta agradecida a abrazarlo. Sale de la Facultad sin salir de ella, como si de pronto todo a su alrededor se desdibujara. Yo mismo siento que me desvanezco al mirarlos. Por fin se deciden a dejar la Facultad -lo agradezco, porque todo vuelve a tener peso y sentido, incluso yo
   Quizá el hombre que entró a la biblioteca haya puesto esa sonrisa por necesidad, como una máscara ante ese rechazo que nadie podría saber o interesarse en éste. Pero, ¿quién no piensa que su vida es más importante que la de cualquiera, como si todos estuvieran observando y juzgando hasta el acto más nimio de nuestras vidas? Lastimosamente es precisamente la sonrisa lo que me hizo querer indagar en la suerte que tuvo…
También este cuaderno es una máscara, quizá para varios sea una pose de mamonería, sobre todo en la Facultad de Letras –pero de nuevo, ¿quién estaría al pendiente de mí?–, quizá lo sea; pero también es un vano intento, como concentrarme en el vaso vacío, para evitar pensar en lo jodido que estoy por ella, al menos no se llama Jacaranda. Bueno, compraré un café y subiré a clase, ya es hora…