viernes, 29 de junio de 2012

EN LOS PELOS DE LA CORDURA


Por fin la veo. Baja las escaleras al ritmo del piano, a mitad de su melodía, como si fuera una extensión de éste, como si sus zapatillas fueran acariciando el mármol al ritmo de aquellos dedos hasta terminar rodeada por un largo silencio -sólo roto por el ruido de las burbujas del champagneal fondo de la escalinata.
En el quinteto, Baker acompaña con la trompeta, como si estuviera ajeno a todo lo que pasa a su alrededor. Pero él más que nadie está presente. Su mirada es el motivo de la música y del adiós y de aquella aparición que ha dejado enmudecida la fiesta. Ella parece ignorar todo, pero su oído no puede desasirse de aquel músico que parece no verla, negarla incluso.
No saben que estoy aquí, no deben saberlo. Oculto del otro lado de la ventana, fuera de la casa, protegido por la monotonía del paisaje y relegado al frío de la noche y al ruido de los motores de los coches que se van conglomerando alrededor de la fuente, en la entrada principal, y que encubrirán la violencia, el grito agudo y certero de la muerte,  el de ese disparo que ya siento irrevocable en mis dedos, en la pulsión del gatillo que tarde o temprano llegará como el fin de Audrey y el de la melodía de Baker, quebrándose un segundo después que este ventanal. Mientras la gasa del vestido de ella, casi líquida, se deslizará negra, pesada y húmeda por el contorno de sus senos, enlutando el mármol y poniendo en funcionamiento el mecanismo del olvido y el de la fuga y el de los ladridos de la persecución…
-Y tenía que joder en este momento, en la parte más buena de la película, ¡qué poca madre!, ¡qué falta de respeto!, ¡que hijo de su chingada madre! Piensan que por ser los clientes pueden llamar a la hora que se les dé su regalada gana. Y para la misma pendejada. Ya le había dicho que sí, que tomaría el caso y sí, ya leí la nueva entrada -de lo más soporífera por cierto. ¿A quién chingados le interesa lo del mercado? Una cursilada en recuerdo de su abuela. ¿A quién le puede interesar eso?
Después que la leí le dije a mi mujer si la podía acompañar a las compras –siempre voy un paso adelante. Se negó o al menos eso sentí. No fue un no, pero a qué tantas preguntas, para qué intentar desanimarme con lo temprano que se va, con el frío, etc. Además desde que leí lo del atole se me antojó uno y aunque me dijo que me lo traía, no sé, no sé, a qué tanta reticencia. Igual estaba un poco sugestionado por el caso, digo, es normal. Me comprometo en cuerpo y alma con mi trabajo, aunque esta situación es ridícula, toda la investigación en sí es caricaturesca. Pero para qué tantas trabas en que la acompañe, sólo hace que me den más ganas de ir y por eso pasó lo que pasó.
Decidí seguirla sin que me viera; total, por algo soy detective y la discreción es mi modus vivendi. Al llegar al mercado –tengo que confesarlo– perdí de vista a mi mujer, pero fue por causa del trabajo. Tenía que comprar el atole, comprobar lo que el tinterillo había escrito en “La cocina y sus brujas”. Aunque lo mejor hubiera sido no hacerlo, era una estupidez comprobar lo del peaje. ¿Quién lo puede creer? Además, ya le había dado dinero a mi mujer para que me comprara uno. Los tiempos no están para gastar de más, aunque estas compras, con justa razón, las tiene que pagar el cliente.
Efectivamente, el lugar estaba atestado de mujeres, pero era lógico, ¿quién más hace la comida? Lo que realmente me empezó a molestar es que sentí la atmósfera cargada. No eran los olores, aunque tenía unas ganas inmensas de vomitar por los pescados y las guayabas, por los moscos que rodeaban a la sangre escurriendo de las reces colgadas de aquellos ganchos de acero a unos metros por encima de mí. Al menos no era de noche, sería horrible encontrarme en ese lugar a esas horas.
Después de esa pequeña distracción, empecé a notar que una multitud de miradas se me pegaban a la espalda. Trataba de disimular mi nerviosismo, de hacerme pasar como cualquier cliente, uno más; pero era inútil, todos se conocían y saludaban como si el mercado fuera un pueblo aparte. Era un forastero, sentía que los cuchicheos de las viejas eran por mí y en contra mía, algo empezaban a urdir en mi contra, podía sentirlo.
Empecé a mirar por todos los pasillos, pero no veía a mi mujer. Sentí las pisadas de todas esas brujas cercándome, pero nadie me veía, al menos eso parecía. Aunque no había un solo lugar en que no estuviera rodeado por ellas. Apuré el paso, la verdad fue mi único momento de debilidad. Por eso, sin pensarlo, salí por una de las puertas laterales. No podía pensar con claridad, estaba agitado, quizá todo lo que estaba pasando o sintiendo se debía a esas pinches entradas, estaba entrando en una especie de paranoia, creyéndome cada una de aquellas pendejadas y eso no podía ser, tenía que volver a entrar así que respiré profundo –como me enseñaron en la academia– para que el pulso volviera a la calma. 
Caminé pegado a la pared, tenía que armarme de valor, una bola de viejas no iban a poder conmigo. Entrar y comprobar o negar lo que leí, eso era todo lo que debía de hacer. Pero desafortunadamente el silencio no me acompañaba. Eso me pasa por ir en chanclas, pero quién iba a saber que estaría en este tipo de dificultades. De un momento a otro sentí una sombra sobre mi espalda, se iba agrandando, me constreñía. Instintivamente busqué la pistola, pero llevaba pants –era domingo– e iba con la playera fajada, así que, como último recurso giré lo más rápido que pude con el codo bien apretado.
Al voltear, una bolsa de mandado estaba desparramada por el suelo, unas naranjas seguían rodando despavoridas. Sentí el vacío de un vaso, que supongo era de atole, a unos pasos de mí que salpicó los dedos de mis pies. Bajé la mirada y con los labios sangrando mi mujer trataba de ocultar su rostro, estaba enconchada, protegiéndose con los brazos encogidos en pos de su cabeza; asustada, reptaba hacia atrás, tratando de alejarse como si se hubiera encontrado con un monstruo.
Yo le pedía perdón, no sabía qué había hecho, por eso no me pude dar cuenta cuando una horda nos empezó a rodear. Gritos, gritos y más gritos escuchaba, cada vez se apretaban más a mi alrededor, pero no sabía qué hacer, la imagen de mi mujer me impedía pensar. Ella –he de agradecerle– sosteniéndose de la pared empezó a incorporarse. Mareada, agitó la mano a nuestro alrededor y dispersó a la gente –no sin ciertos trabajos y algunas groserías y valentonadas de su parte–, después nos fuimos a casa.
No he dejado de pedirle perdón, ya van tres pinches días que no me habla, aunque le he tratado de explicar que había pasado, ponerla al tanto del caso –que nunca lo había hecho antes, porque es algo muy confidencial, pero esa vez no quedaba de otra–, de enseñarle las entradas.
La convencí de leer la primera, al principio pensé que se espantó un poco al leerla. Pero no dije nada, la verdad no tengo la cabeza fría, no quiero volver a cagarla y a estas alturas no sé si piensa que estoy loco o no sé si se alteró –o al menos eso creí ver– por lo que leyó. Lo único cierto es que se fue con el niño a casa de su madre, esa sí que es una bruja.
Ese tercer incidente estuvo a punto de hacerme renunciar, pero al final traté de tranquilizarme, de tomarme unos días de descanso. No pensar en el caso para volver al equilibrio. Para ello tengo que hacer que vuelva mi familia. Ya después, y con la mayor objetividad, tratar de resolver de una vez por todas este maldito trabajo.

1 comentario:

  1. Necesito que el caso se resuelva con la mayor de las premuras. El dinero no es problema, pero sí el tiempo. Espero que haya disfrutado de la entrada de mi amigo como yo suelo disfrutarlas, y ésta más en particular. Su mujer volverá pronto (suelen acostrumbrarse rápido al maltrato, y si no, es que son parte de problema). Por eso urge resolver el caso, quizá nos estemos enfrentando a algo más allá de nuestras capacidades. Se lo he dicho a mi amigo desde la memorable entrada sobre su abuela. Un gran talento el suyo, ¿no es verdad? Seguiré el caso de cerca, porque,jeje, aunque no crea, también tengo mis aires de detective.

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