viernes, 31 de agosto de 2012

¿CINE DE ARTE?


La vida requiere descanso. Basta de contemplación, de análisis, de mamonería intelectual. Baste mi bien, baste –aunque a veces es imposible evitar ese estado tirano. Esta semana me dije: detente, que todo me sea esquivo. Leeré novelas policíacas, las peores que encuentre, las que dejen tiradas en los botes de los aeropuertos, también a Corín Tellado, a  Coelho, haré palomitas y si siento la necesidad de criticar veré la televisión, una película, pero baste.
Lo logré, no. La pura mentada de Coelho y Corín me erizaron la piel. Pero me dije, no, hay que intentarlo. El cine, sí, en el cine está el ocio que necesito. Pero sinceramente tampoco me iba a sentar para sufrir, así que traté de ver dos películas europeas nominadas al Óscar, pero eran tan obvias y tan aburridas que sinceramente ni las acabé. Malgasté, entre las dos, una hora de mi vida. Detestando esa manía mía de que todo me parece a disgusto, terminé, como personaje de Calderón, renegando de mi gusto.
No pude evitar fijarme en el aburrido y prosaico ritmo narrativo, en el abuso de ciertas tomas, en la mala decisión de otras; en esas historias que de antemano sabía a dónde desembocarían. Hay falta de guionistas o talento para hacer de un guión algo que valga la pena. Para chingarla, las dos tenían un transfondo pedagógico y moralino. La primera era sobre el abuso que ejercen ciertos niños sobre otros en la escuela; la otra sinceramente era demasiado aburrida, algo de una psicóloga y de sus casos tan estereotipados, que la verdad me venció el sueño. Dónde está ese cine inglés que antes proponía, que era descarado, burlón, irónico como él sólo.
No sé por qué los directores piensas que aburrición es igual a cine de arte. No es la cotidianidad lo que buscaba Bergman. Sus películas no eran una representación realista, tampoco un “a ver si chicle y pega”; su cine no se basaba en poner a dos personas en una cama o en una habitación para descubrir, por arte de magia, un momento memorable para la historia del cine. No, no y no. Tal parece que o no se ha entendido al autor de Sonata de otoño, o simplemente no se puede imitar –mucho menos igualar– su trabajo.
En literatura lo mismo pasa con Proust o con Virginia Woolf. Sería más sencillo si los entendieran antes de querer imitarlos; digo, uno no hace un soneto sin saber lo que es. La esencia, tanto en estos escritores como en Ingmar Bergman, está en la capacidad de fusionar un espacio y un personaje, de que se hieran, de que sean un mismo cuerpo o dos seres antagónicos, que se contrasten o se complementen. Por ejemplo, es ver en un sillón o en un florero ya no digamos la esencia misma de cierto personaje, sino una arista de su ser. Es, en otras palabras, animar, dar alma a lo que está inanimado; es mostrar el vacío no con un soliloquio, sino a través del lugar o los objetos que rodean al personaje. Es fincar el alma en los objetos a los que pertenece, por fatalidad o casualidad.
El arte no es un diálogo insustancial, no es una botella de vino y un borracho hablando de lo frustrado que está por su vida y pérdida de la juventud. Esa carencia debe brotar de la esencia misma del personaje, quizá éste ni siquiera conoce su tragedia, el por qué de su avidez por el alcohol; tal vez, sólo la intuye y únicamente puede ser aludida o vislumbrada a través de su entorno, de lo que habita o deja de habitar: desde su traje, hasta las cortinas de la ventana de su vecina.
Vamos, el cine no radica en hacer lentísima una película; en dejar una escena congelada dos minutos o en soportar silencios atroces que sólo logran acrecentar el hambre al escuchar cómo los que aún tienen palomitas las devoran. Tampoco es esa toma poética, “La toma”; que de poética nada, pues de tanto forzarlas o buscarlas, se olvida que lo principal es contar una historia.
En poesía, verso que, por más gustoso, sale de la idea general del poema, se tiene que quitar por muy lindo-hermoso que esté. El conjunto debe privar sobre los aspectos particulares, éstos se tienen que ceñir a un plan general, a la totalidad de la obra. Un atardecer por muy Watteau –que en sus paisajes muchas veces estaban implícitos los temas–, si nos desvía, aunque sea un poco, adiós.
La genialidad no radica en ese tipo de cosas, se encuentra sobre todo en la visión, en la sensibilidad que tiene el artista de ver lo que nadie ve; en encontrar esos vasos comunicantes entre los objetos y los sujetos. En sentir que en el polvo sobre la cafetera está fincada parte del alma humana, que un calzón húmedo y arrugado en el suelo dice más del sexo y sus olores que un desnudo parcial y una escena fingida de penetración –bueno las de Alfonso Zayas, en las películas de ficheras, la mayoría eran reales.
No está de más traer a cuento estos versos de Baudelaire, pues nos hablan sobre las correspondencias que rigen el mundo y en el arte están más que presentes. Además, el siglo XX como el XXI siguen siendo, a su manera, Románticos:

La Nature est un temple où de vivants piliers
Laissent parfois sortir de confuses paroles;
L'homme y passe à travers des forêts de symboles
Qui l'observent avec des regards familiers.

Otro punto a resaltar es el uso indiscriminado de la crudeza, de las escenas esperpénticas. ¿Cuál es el sentido? Si ya se repitió cuatro veces lo mismo, para qué hacerlo diez más. Uno: el espectador no es idiota, si se hizo bien la primera escena, seguro el individuo, ingenuo, que paga su entrada y sólo quiere olvidarse de su vida, entenderá lo que el brillantísimo director quiso expresar. Hay que tenerse confianza; dos: una anécdota contada diez veces ya no significa nada, deja de impresionar, de tener sentido.
Eso me sucedió con la Venus negra. Era una película que no se tentaba el corazón. No tenía piedad con nosotros, la audiencia, que si fue con alguien –como fue mi caso- se tuvo que chutar enterita la misma anécdota de cinco minutos por más de dos horas. Aunque al final descubrir que tu acompañante se estaba durmiendo –eso debí de hacer también–, no tiene precio.
El cine de “arte” en la actualidad tiene más de pretensión que de genio. Más de “a ver si le atino con esta escena” que de sensibilidad y visión. No encuentro una necesidad expresiva por parte de la mayoría de los directores, porque no saben qué quieren decir, y por tanto, no saben cómo hacerlo. No son unos críticos de su realidad porque ignoran lo que les rodea, no logran capturar en sus films a la sociedad y a sus individuos como sí lo hacían un: Billy Wilder o un John Ford; a pesar de hablar éste último –he ahí el genio– sobre vaqueritos.
Un verdadero director es aquel que representa una parte de lo que nos conforma, que habla del hombre con pasión, pero al mismo tiempo con inteligencia, que se obsesiona con ciertos aspectos de la vida humana y no se puede desprender de ellos por el resto de su vida.
Aunque quizá, la mayor virtud de ellos es que no nos damos cuenta de ese peso intelectual, ni de la intención poética, pues esa intención no es burda, no pretende que exclamemos: oooooh; tampoco nos dice: mírenme, soy genial, admírenme, no es “la toma”; no, nunca es una toma. La virtud es quedar atrapados hasta que es demasiado tarde; es sentir el cuchillo en la espalda hasta que está totalmente enterrado.
El andamiaje debe quedar oculto, el cineasta es como un mago, el truco no se tiene que descubrir, sólo padecer, pues una película no es un panfleto, ni una disección tediosa y objetiva del género humano; por el simple hecho que el amor que tiene el director por sus creaturas –a pesar de que muchas veces las trate como si fueran huérfanos decimonónicos– lo hace ser completamente subjetivo, parcial con su trabajo y solamente los directores que llegan a este punto pueden tener una visión y por tanto, se puede hablar de su cine como de “autor”, no cualquier pelele que ponga a una adolescente haciéndole sexo oral a un gordo es un artista.


viernes, 24 de agosto de 2012

VENECIA SIN TI



Empiezas siendo una cosquilla en los dedos de mis pies, tus hormigas trepan por mis muslos, horadas la carne, reptas por mis venas, mordisqueas mis huesos, me escoces el falo, haces arder mi vientre; ahora estás en mi garganta, la aprietas, subes por esos pequeños conductos que llegan hasta mi boca, la dejas cariada, hinchada; remontas por mi nariz hasta infectar mi oído derecho, estoy enfermo.
Acostado, me aguadas la almohada, haces que en la madrugada prenda la luz y camine por una sala a obscuras, todo es igual a los últimos días que estuvimos juntos. Tengo la boca seca, estoy cansado, demasiado cansado.
Sé que te gustaba mi cara, lo sé, en este momento te me presentas como un dolor de cabeza, como una patada en el cerebro. Mi belleza se la debo a otro golpe, uno que me dieron en mi pubertad. No sé qué haría ahora si no tuviera la boca y la nariz chueca. Podría ser el próximo Clint Eastwood o Robert de Niro, podría ser un mafioso o un capo, pero la verdad soy muy flojo para la actuación y las emociones fuertes no son para mí.
Me han dicho que Venecia es el lugar perfecto para no encontrarte, pero que es un cementerio de soledades. Que allí los canales, los puentes, los cafés están libres de ti, del amor vivo, de todos esos presentes sentados en  mi mesa. Aunque dicen que es triste, que es como aquella canción. No puedo entender a ese cantante que busca o quiere encontrar en Venecia lo que ya no está en Venecia. Yo, al contrario, estaría muy bien en una Venecia sin ti, sin este dolor que no me deja respirar a gusto. Aunque sería absurdo tener que ir hasta allá para curarme. Digo, nunca fuiste la mujer más hermosa del mundo, pero no eras fea, me gusta tu frente y tu nariz, y sí, sí, tus senos, tus senos, tus aréolas grandes, redondas, como dos doblones españoles. ¡Ah, tus senos!, la única suavidad que recuerdo de ti. Además, no tengo ni dinero para irme siquiera a Cuernavaca como para pensar ahora en Venecia.
Pero de alguna forma tengo que marcharme. Qué me queda, qué opciones tengo, estoy enfebrecido por ti, no quiero seguir tiritando de frío y tener el cuerpo hirviendo. No eres más que una enfermedad, un café frío en la mañana.
Si al menos me dejaras un momento, si tuviera el valor de echarme bajo la lluvia como una ballena encallada en la playa, pero la lluvia, la lluvia… O dar saltos como los niños entre los charcos o jugar futbol y llenarme de lodo las rodillas y mentar madres al portero que no puede parar un estúpido disparo. Cómo me gustaría presumir mi incapacidad para los deportes con cualquier niña que pase montada en su bicicleta. Mi virtud y lo sabes, es ser gracioso. Al menos siempre te parecí simpático, a no ser que también me hayas mentido sobre eso.
Y hablando de niñas, una vez estuve enamorado. Ella tenía un rostro claro y unas piernas hermosas y unas nalgas que me causaban cada vergüenza con la gente que me veía por debajo de la cintura. Pero la felicidad, al imaginarlas apretadas entre mis manos, nunca me la pudieron arrancar, incluso ahora.
La dejé de ver, no porque quisiera, las cosas así pasan. Era muy bonita, se llamaba Deyanira o Dayanira –lo curioso es que conozco a dos personas con esos nombres, por eso no recuerdo cuál era cuál. De las dos estuve enamorado y de las dos corrí casi con el mismo resultado. Bueno Deyanira o Dayanira, alguna de ellas, me quería un poquito, pero yo las quería demasiado, ése es mi problema realmente, quizá por eso no logro sacarte de mi nariz, eres como un pelo colgando de mi fosa nasal. Que quede claro, te quería, sí, pero no con el corazón. Uno puede querer sin necesidad de tenerlo. Eso sólo es una bomba, un músculo; y yo la verdad de músculos, cero. Uno quiere con el cuerpo, si no, para qué chingados querer a alguien si no le vamos a apretar los huesitos.
Pero es verdad, me olvidaba, estaba con eso de Venecia. Bueno, no estaba, pero quería estar pero no como aquel cantante. Aunque para mí, si pienso como él… Pero no, quién va a otro país a sufrir, ¿qué onda con el masoquista?
Total, si yo estuviera en su caso, que no lo es, mi Venecia sería la lluvia, cualquier tipo de lluvia, pero sobre todo la que te agarra en la calle mientras pasas frente a las ventanas de un café y allí, enmarcados, una pareja se besa, o sin besarse, simplemente, el sólo hecho de mirarlos da coraje. Porque vaya, no sé si sea mi mala suerte pero siempre la chica es guapa y el otro sinceramente feo –por decir lo menos; y yo, la verdad, soy guapo, quizá demasiado. No, de verdad, soy un hombre guapo, no tengo la culpa, lo juro. Además, en eso no tengo nada que ver, uno nace así, no es una virtud; digo, nada hice para nacer guapo, sólo nací así. Pero estaba hablando sobre Venecia y sí, lo que me pone chípil y hace andar la maquinaria del recuerdo es la lluvia; al menos que me vaya a Durango o a Zacatecas podría evitarla. Pero allá se vive mal, tienen demasiados problemas con las sequías, además el conflicto entre el ejército y el narco no es para tomarlo a la ligera, prefiero morir de amor que de muerte natural.
Digo, no se vive muy bien aquí, pero tenemos agua y sí, hay asaltos, asesinan gente como cualquier otro lado –en menor cantidad–, violan mujeres, los borrachos cada fin de semana le clavan la lámina del auto a un cristiano y, sí, dejan niños en botes de basura, haces más de hora y media al trabajo o a la escuela; pero no escuchas a la vuelta de la esquina la metralla o los coches bomba o los gritos de los que estaban, sin saberlo, ante su última cena en un restaurante.
Soy miedoso, lo acepto, pero quién no le tiene miedo a una pistola y aunque no me gusta mucho bañarme, a veces es inevitable darse un regaderazo, además para preparar la comida e ir al baño se necesita agua y no tenerla de verdad es molesto. Quizá la lluvia, el insomnio y soportar este dolor en el cuerpo no sea tan malo después de todo. Ya pasará, igual con una aspirina dejas de masticarme los sesos, nada puede durar para siempre. 

viernes, 17 de agosto de 2012

CARTA A UNA SEÑORITA EN LA ROMA


Eunice, yo no quería venir a su escuela a dar sus clases. No tanto por ellos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado. Yo estaba muy bien con mi vida de solitario, de paria social, de egresado sin trabajo y sin oficio. Ésa y no otra era mi vida, mi felicidad. No era por mi melena y mis desgarbadas maneras. No lo crea, lo que me pesaba era el contacto humano, el dirigirle a alguien más la palabra y, como lo dije al principio, el encierro.
No me malinterprete, le agradezco mucho que haya pensado en mí. Porque, sinceramente, no había hecho nada por usted para que me tuviera tanta confianza. Hay sucesos donde la única explicación posible es que no la hay y éste es uno de ésos. Sé que no quiso hacerme mal, de eso estoy completamente seguro, cómo podría saber que lo hacía. Al contrario, le agradezco el lugar y ese tiempo que me prestó, donde puedo sacar eso de mi boca y unas monedas extras, que nunca están de más.
Sí, se lo confieso Eunice, al principio no le di importancia al primero, ni siquiera al segundo. Es más, no tenían nombres para mí. Pero al ir observando sus boquitas entreabiertas, con el brillo juguetón de una ligera baba sobre sus labios –sin que se percataran de ello–, me di cuenta que intentaban con sólo ese gesto, sorber lo que les iba diciendo.
Después, sentí cierta incomodidad, pero al mismo tiempo quería observarlos mejor, tratar de entenderlos. Entonces me fije en sus miradas almendradas o azules o verdes; en ellas sentí un enorme vacío; pero al mismo tiempo, estaban dominados por una glotonería feroz –afortunadamente o lamentablemente (no en todos los casos sucedía, debo de confesarle)–. En sus ojos miraba cómo mis palabras se iban reflejando, cayendo y centelleando en esos pozos de luz brumosa.
Al principio, me reía en mis adentros al ver a esos monstruos con miembros demasiado largos, con incontrolables impulsos, con un cuerpo y una voz desconocidos que trataban de habitar. Salían de todos los tamaños, algunos eran peludos y otros lampiños o lampiñas; sería inútil describirlos, pues cada uno era completamente distinto.
Pero, poco a poco, la risa se transformó en horror. Todo sucedió cuando empecé a fijarme en que, cosa que dijera, ellos, con una fiereza incomprensible, trataban de marcarla en sus cerebros y en una especie de cuadernillos que, sinceramente, no creía que pudieran tener utilidad alguna.
Después, a cada paso que daba, sentía el peso de sus miradas, como si fuera o un mago o, lo que es peor, un payaso. A veces, cuando alguien no escuchaba lo que decía, sentía en mis oídos el berreo de sus gargantas –especie de lenguaje– rogándome que volviera a repetir lo que había dicho, como si en ello se les fuera la vida. Aunque a veces me ignoraban y un odio me invadía y tenía ganas de regresarlos al lugar de donde habían venido, pero por puro orgullo no podía, así como así, tragarme mis palabras.
Fue difícil, Eunice. Lamentablemente, ya era tarde para arrepentirme. Cuando me di cuenta tenía más de treinta de ellos mirándome, codiciando mis pensamientos que trataba de guardar sólo para mí; y ellos, ellos, hasta mis silencios querían arrancarme, darles un sentido, hacerlos claros, cuando la obscuridad es lo que siempre me ha caracterizado.
Traté de callar, pero no podía, mi organismo, mi espíritu –malditos traidores– me exigían palabras, orden, ideas, paciencia, entendimiento y que vomitara más y más de aquellos horripilantes monstruos –mis hermanos, mis semejantes–; que los diera al mundo –no sé por qué; no sé, ni me interesa el motivo. Y así, inexorablemente, seguía, día con día, incrementándose su número. Pensé que llegarían a ser una plaga, que de tantos, terminarían por tragarme, queriendo encontrar en mi carne, algo más que lo que realmente hay: grasa y huesos.
Al llegar todas las tardes a casa, mi tormento no concluía, porque seguía pariéndolos al recordarlos, sobre todo al leer los textos que al día siguiente intentaría darles como pastura –tengo que confesar que ver una pequeña chispa ardiendo en el fondo, muy, muy en el fondo, pero crepitando al fin, en sus iris almendrados, azules o verdes de todos aquellos me daba mucha alegría (debería de ser más pudoroso al contarle esto, Eunice).
Ahora, en la entreclase, es cuando tengo tiempo de escribirle; pensé que estaría solo, que escogerían irse a sus cinco minutos de respiro. Pero mi escritorio, Eunice, está rodeado por ellos y me miran, quieren tocarme –lo veo en sus gestos–, me preguntan que qué hago, yo callo, no quiero decirles nada, pero siento sus barbillas muy cerca de mi cuello, y giran lentamente, disimuladamente a mi alrededor, siento su respiración en mi frente, en mi cuello, sobre mis palabras; de reojo observo el modo en que mueven sus cabecitas tratando de grabarse estas últimas líneas que le estoy escribiendo. 
   No sé si pueda volver a la hoja y a la pluma para darle las gracias o comentarle cómo voy con ésto, pues cada vez van royendo con más voracidad el poco tiempo que me queda libre y temo que al final será cierto lo que vaticinaba: que terminarán por devorarme.

sábado, 11 de agosto de 2012

UNA PASIÓN ES UNA PASIÓN


Una pasión empieza siendo algo inocuo como el gusto por el chocolate o por los tutús o por las piernas de las bailarinas de ballet. Pero no sabemos de ella hasta el momento en que es demasiado tarde, en que sentimos la voluptuosidad, la gula, el placer donde otros ni siquiera se lo imaginan o no con el mismo grado de intensidad. Un aficionado a la ópera no es el mismo que un apasionado, éste sabe de historia operística, de cantantes, de interpretaciones, de compositores, etc… Para resumir, emite un juicio sobre lo que escucha y lo que ve que va más allá de un me gusta o no me gusta.
Ciertamente, la masturbación o el sexo podrían considerarse erróneamente una pasión. Pero pasión quiere decir entendimiento, búsqueda, estudio; y el onanismo o el sexo, al ser algo necesario para el organismo, no precisan de un aprendizaje especializado.
Quizá tengamos talento o estemos dotados para ello, pero éste si se quiere llegar a perfeccionar se tiene que trabajar día a día. El conocimiento del cuerpo, incluidas sus partes erógenas es una materia bastante compleja y extensa, una prueba de ello es la yoga tántrica, que no se reduce –como se cree mayoritariamente en occidente– al sentido sensorial y sensual, vaya, al saber coger. El tantrismo, para no profundizar más, es una forma de llegar a la divinidad a través del conocimiento y dominio del cuerpo.
La adicción, tampoco se puede considerar una pasión, porque nos niega, nos reduce a la codependencia, no vamos a ella libremente, sino por la necesidad creada en el cuerpo. El goce se diluye por la avidez del organismo a la droga, apaga los sentidos, los confunde, la razón es anestesiada. Una cosa es usarla como experiencia mística o religiosa, como búsqueda interior y exterior y otra por la adicción que nos ha causado. Cuando se depende de ella, el yo se diluye, los caminos se apagan, los sentidos simulan estar en todo, aunque la realidad es que no están en nada. Una pasión es todo lo contrario, ésta es consciente, se disfruta o se trata de gozar por entero, siempre se quiere conocer más de ella y termina afectándonos y definiéndonos, su visión que nos crea se impone en todo nuestro entorno.
La comida o ciertas bebidas como el café; el cigarrillo, el afán coleccionista, ver series de televisión o ir al cine o buscar un rostro hermoso cada día e intentar no olvidarlo jamás, pueden convertirse en una pasión. Ésta, cuando es verdadera, viene acompañada de un afán totalizador de la experiencia. Se ejercitan y se ponen los cinco sentidos y nuestro entendimiento en aquello que nos arroba.
El apasionado atraviesa los límites sabiendo que los atraviesa; se pone cadenas con entera libertad; es consciente del peso de los grilletes, pero sabe que es el justo por paladear de ciertas experiencias sólo aprehensibles para los iniciados.
Ejemplos sobran, como descubrir en el café esas notas de sabor y olor que hace diferente cada taza y que su adquisición fue solamente posible a través del tiempo y el gusto por la bebida; al igual que escuchar ciertos instrumentos y la manera que copulan con otros en una pieza musical. Aquel que roba libros también es un apasionado, porque no sólo sabe el valor de la lectura, también la del libro como objeto de arte.
No importa el riesgo, una pasión, es una pasión, cuando se adquiere muy difícilmente podremos librarnos de ella. Como decía un personaje en la película El secreto de sus ojos: una persona puede cambiar de vida, de religión, de trabajo, pero nunca, nunca de pasión. Entre más se razona, ésta se integra a nuestro ser, consciente e inconscientemente.
El caso extremo es el sibaritismo, la sublimación de ese placer. Pero el riesgo es alto, pues, por lo regular, implica, en primera, una mayor cantidad de dinero; en segunda, una insatisfacción por todo aquello que no esté al nivel de nuestro refinamiento. Por ejemplo, uno de los grandes sibaritas de la historia fue Proust, éste contrataba un cuarteto para que le tocaran una y otra vez cierto movimiento de una sinfonía.
El placer, al depurarse, se vuelve más complejo. Ya no satisfacen las mismas cosas que al principio, pero se comienza a disfrutar con mayor amplitud y agudeza lo que nos apasiona, abriendo las puertas, incluso, a sensaciones más complejas e irrepetibles.
Claro, que si uno sigue este camino puede terminar confinado, por voluntad propia, en su habitación –depende mucho el placer que pula–, pues el mundo exterior podría llegar a perder significado, a no coincidir más con nuestros gustos e intereses.
La lectura y la escritura son un riesgo grande cuando se convierten en pasiones, pues una cabeza reducida o simplemente más pequeña de lo normal me recuerda a Monterroso –al igual que ciertos partidos políticos; un conejo, un sillón verde y una pareja huyendo de una casa a Cortázar; un jardín, una frente amplia, una persecución que no termina nunca a Borges; una biblioteca, el cerebro de Alfonso Reyes.
Sería farragoso citar a lo que me remite cada cosa, ya son tantas que a veces pienso que todo ha surgido de la literatura, que no hay cosa, por mínima que sea que no haya aparecido en alguna de las páginas que he leído y si no puedo recordarla, allí estará perdida en alguna página que no me ha tocado leer y quizá nunca lea.
Y si a esa pasión por la lectura se le suma la de la escritura, el riesgo es descomunal, pues no puedo dejar de pensar historias, soluciones, caminos, finales, personajes, imágenes, descripciones en cualquier lugar que me encuentre. Trato de saber qué piensa el de al lado, qué pasará por la cabeza de aquella otra que no alcanza a subir al metro y en su mirada –imagino– que a causa de esos segundos por los que llegó tarde se le ha cerrado para siempre el mundo.
La realidad ajena a nosotros, en este caso, puede perder significado o estar supeditada a la ficción. Para mí, la mayoría de las veces es más importante saber qué puede surgir de mi cabeza sobre una hoja de papel que salir a la calle.
Puedo engañarme o inventar mil y un pretextos, pero la verdad es que últimamente prefiero perderme en la infinidad de mundos, historias, descripciones, personajes, mitos y avatares que me ofrece la literatura que los azares –y me refiero sobre todo a las mujeres– que pueda encontrar a la vuelta de la esquina. 
    Pero, cuando he pasado varios días sin salir tengo que tener muy presente esa frase que Borges, quizá escribió para mí: todo encuentro casual es una cita; para darme ánimos de salir al menos por un par de horas.
 http://www.youtube.com/watch?v=aBRJpx-6xM4 Ésta es la escena de "El secreto de sus ojos"

viernes, 3 de agosto de 2012

LA AMISTAD ES UN SACRIFICIO


A veces es la fe, el misterio del porvenir –de que tendremos uno–, lo que hace confiar en los retornos. Hasta en la muerte, los que son católicos –y muchos que no lo son– tienen esperanza de encontrarse en otra vida. Yo, sin llegar a esos extremos, pues pienso que la vida es irrecuperable y por tanto irrepetible, me entrego al azar, a la probabilidad de otro saludo, de un nuevo encuentro o reencuentro. Sobre todo ahora que los años nos alejan de ciertas personas queridas: familiares, amigos; tengo que confiar en el redondo, seguro azar.
        ¿Amigos? ¿Por qué son personas queridas? Es más, ¿qué es la amistad? Por más vueltas que le doy, lo único que puedo pensar sobre ella es que es como tener una piedrita en el zapato. Que nos duele, nos molesta, a veces cosquillea, otras, de tanto que la traemos, terminamos acostumbrándonos a ella. 
         En pocas palabras, es inútil negar su existencia. Incluso, después de que se le ha sacado del zapato sigue su forma incrustada a nosotros, la recordamos a veces con pesar, otras, pese a nosotros mismos, la extrañamos –como la víctima a su raptor–, las más de las veces sentimos como si nada hubiera pasado, como si su presencia fuera una insignificancia y así nos deshacemos de ella, pero algo pasó con aquella rocosidad, porque si no, para qué tenerla presente, para qué pensarla.
Esa pequeña molestia también nos da cuenta de nosotros mismos, de lo débiles que somos, de cómo una cosa tan chiquita puede llegar a molestarnos, a marcarnos tan profundamente; tanto, que muchas veces la buscamos, tratamos de identificar su huella, la cicatriz en la planta del pie, el presente que dejó en nosotros, de lo que abrió, cortó y que no sabíamos que  estuviera allí, en nosotros.  
Entonces es donde nos damos cuenta de su importancia, la necesitamos con nosotros aunque a veces nos esté chingando, porque es ella –muchas veces– el único lazo que tenemos con el mundo, con lo otro; que sin ser parte de nosotros, nos afecta y la afectamos. Pues dígame: ¿Usted cree que su peso –y más si está medio resesón– sobre una piedrita no causará estragos en ella? Ésta insensibles personas–, muchas veces, es la única que carga con nuestros traumas y discordias y con nuestra estima –que es muy difícil de sobrellevar. Y sí, señoritas y señoritos, no me estoy enredando, la estima y el cariño son un peso que con saña descargamos en el otro. La amistad, por tal motivo, es un sacrificio.
Además, es un trabajo de tiempo completo. Donde, si acaso, la paga sean unas cervezas o un buen chisme venenosillo. Tal vez, si el amigo nos conoce bien, nos presentará a alguien a nuestro gusto para poder descargar otro tipo de enconos mucho más carnales (hay que ser sinceros, esos son los verdaderos momentos impagables de la amistad, lamentablemente son los menos). Pero jamás, jamás una metralla de abrazos puede ser un buen presente; y para personas mamonas como yo, es algo muy molesto tener por tiempo indefinido el collar amistoso de los brazos.  
Lastimosamente, uno no puede rechazar esas cálidas y bien intencionadas pruebas de afecto –no confundir con los abrazos de alguien que nos gusta, esos bienvenidos sean. Otras muestras de esa especie son: los mocos sobre nuestros hombros, ¡el pedido de un abrazo!, la mirada de perro sin dueño –que yo no sé qué significa, al menos deberían de aclarar qué quieren obtener con ella–, sus ladridos o aullidos, sus golpes, sus “charlas” –monólogos– maratónicas, monotemáticas; leer todo –y cuando digo todo es todo– lo que escribe –hasta las más absurdas pendejadas–, soportar a sus novias o novios o a sus otros pendejos amigos, fletarse las naqueces de canciones que les gustan, sus ausencias de meses, su bipolaridad, su mamonería –porque sólo puede haber un mamón alfa por grupo–, etc… Si rechazáramos alguna de estas muestras de “cariño” nos tacharían de insensibles, de malos amigos, de monstruos; por ello, como ya dije, la amistad siempre es y será un sacrificio.
Otra cosa importante que se tiene que tener en cuenta es que nunca, nunca los amigos son uno mismo, ni lo quieren ser. Puede haber gustos en común, pero ni en ellos encuentran las mismas cosas, ni el mismo goce –el compartir su experiencia individual es lo que los hace buscarse. 
Es gracias a esa divergencia de opiniones, de peso en la sangre, de humores, que son lo que son; que se requieren, que se pelean, que comparan sus vidas, que tienen envidia uno del otro, que se pendejean, que hacen de menos la situación que el otro vivió con su pareja, padres, trabajo, escuela, etc… –muchas veces la levedad, la burla que tratan de instaurar en lo que estamos pasando nos ayuda a respirar un poco, a liberarnos de ese fardo que creemos que cargamos, pues muchas veces sólo es ilusoria la tragedia.
A un amigo le basta una mirada, un silencio más largo para que sepa –quizá más que uno mismo– lo que acontece en nuestro ser. Eso en lugar de agradecerse, debería ser motivo de odio, pues si uno desde el principio supiera lo que le pasa, se ahorraría tantas preocupaciones.
Lo único bueno de la amistad es la lejanía, pero siempre en relación con el retorno; pues, si han estado distantes por un largo tiempo, sólo necesitan verse, repetir cierto movimiento de hombros o caminar a determinado ritmo, para que otro tiempo les sea devuelto. Ése en que ni la barba ni lo grotesco del deseo aparecían aún en sus vidas. En que una pelota, ir a las maquinitas o entrar en el misterio de las preguntas y las aseveraciones falsas de lo que oculta una falda o un sostén o la tersura de unos senos entre las manos eran lo único que se necesitaba para ser feliz. 
       La amistad nos devuelve, como por arte de magia, un pasado en que aún podemos reconocernos, aunque con ello nos engañemos; pues el hombre gordo y canoso del espejo, no es ese chamaco enclenque de panza lombricienta, jugador empedernido, deportista de recreo y de cuadra y porterías de frutsi que no podía controlar sus erecciones en el salón de clases o en el  microbús de regreso a casa, con el suéter verde amarrado a la cintura y su mochila azul samsonite; instrumentos necesarios, vitales, pues fueron éstos los que lo salvaron y le permitieron pasar inadvertido –el suéter, era el que siempre lo traicionaba– más de una veintena de veces de tantos y tantos bochornos estudiantiles.
Ese tiempo es el del retorno a la comunión y a los desencuentros, a las sorpresas y alegrías rememoradas, a los temores velados, a los misterios y sospechas, a las dudas y a las afirmaciones salvajes de la virilidad o la femineidad. Etapa inaugural de la complicidad, de ser verdugos y víctimas de todos los demás, pero también de ellos mismos, de los amigos; época en que un hermano o hermana se empezaba a gestar en nuestra vida hasta ser ese gigantón que nos quita el sol o nos da sombra, que nos invita una cerveza o termina tomándosela nuestra, que nos lleva a casa o que sostenemos en el andén del metro para que no caiga a la vía. 
Y todo eso se logra tan sólo con un par de gestos, pero también, éstos, tienen su memoria, nos ciñen al presente, a la perpetuidad de nosotros mismos, de ser lo que somos, sin importar lo mucho que hayamos cambiado. Pues ese tipo de gesticulaciones están, más que en nosotros, en el amigo que los ha hecho suyos, que son parte de sus ojos y de sus pensamientos, pues a cada gesto nuestro le corresponde una palabra suya; quizá no la correcta, pero sí la necesaria para seguir sobrellevando el peso de la vida y de la amistad.
           Se extrañará al amigo que parte, a los que se fueron, a los que vendrán –los menos–, pero todos alguna vez, decía Alfonso Reyes, tenemos una empresa que cumplir. Pues un requisito para alcanzar la madurez es el partir tarde o temprano. El truco está en regresar fortalecidos, aún si ese retorno implique quedarse en la distancia. Hay que seguir siendo fieles a nosotros mismos, sólo así se podrá ser fiel a ese sacrificio que es la amistad.