viernes, 17 de agosto de 2012

CARTA A UNA SEÑORITA EN LA ROMA


Eunice, yo no quería venir a su escuela a dar sus clases. No tanto por ellos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado. Yo estaba muy bien con mi vida de solitario, de paria social, de egresado sin trabajo y sin oficio. Ésa y no otra era mi vida, mi felicidad. No era por mi melena y mis desgarbadas maneras. No lo crea, lo que me pesaba era el contacto humano, el dirigirle a alguien más la palabra y, como lo dije al principio, el encierro.
No me malinterprete, le agradezco mucho que haya pensado en mí. Porque, sinceramente, no había hecho nada por usted para que me tuviera tanta confianza. Hay sucesos donde la única explicación posible es que no la hay y éste es uno de ésos. Sé que no quiso hacerme mal, de eso estoy completamente seguro, cómo podría saber que lo hacía. Al contrario, le agradezco el lugar y ese tiempo que me prestó, donde puedo sacar eso de mi boca y unas monedas extras, que nunca están de más.
Sí, se lo confieso Eunice, al principio no le di importancia al primero, ni siquiera al segundo. Es más, no tenían nombres para mí. Pero al ir observando sus boquitas entreabiertas, con el brillo juguetón de una ligera baba sobre sus labios –sin que se percataran de ello–, me di cuenta que intentaban con sólo ese gesto, sorber lo que les iba diciendo.
Después, sentí cierta incomodidad, pero al mismo tiempo quería observarlos mejor, tratar de entenderlos. Entonces me fije en sus miradas almendradas o azules o verdes; en ellas sentí un enorme vacío; pero al mismo tiempo, estaban dominados por una glotonería feroz –afortunadamente o lamentablemente (no en todos los casos sucedía, debo de confesarle)–. En sus ojos miraba cómo mis palabras se iban reflejando, cayendo y centelleando en esos pozos de luz brumosa.
Al principio, me reía en mis adentros al ver a esos monstruos con miembros demasiado largos, con incontrolables impulsos, con un cuerpo y una voz desconocidos que trataban de habitar. Salían de todos los tamaños, algunos eran peludos y otros lampiños o lampiñas; sería inútil describirlos, pues cada uno era completamente distinto.
Pero, poco a poco, la risa se transformó en horror. Todo sucedió cuando empecé a fijarme en que, cosa que dijera, ellos, con una fiereza incomprensible, trataban de marcarla en sus cerebros y en una especie de cuadernillos que, sinceramente, no creía que pudieran tener utilidad alguna.
Después, a cada paso que daba, sentía el peso de sus miradas, como si fuera o un mago o, lo que es peor, un payaso. A veces, cuando alguien no escuchaba lo que decía, sentía en mis oídos el berreo de sus gargantas –especie de lenguaje– rogándome que volviera a repetir lo que había dicho, como si en ello se les fuera la vida. Aunque a veces me ignoraban y un odio me invadía y tenía ganas de regresarlos al lugar de donde habían venido, pero por puro orgullo no podía, así como así, tragarme mis palabras.
Fue difícil, Eunice. Lamentablemente, ya era tarde para arrepentirme. Cuando me di cuenta tenía más de treinta de ellos mirándome, codiciando mis pensamientos que trataba de guardar sólo para mí; y ellos, ellos, hasta mis silencios querían arrancarme, darles un sentido, hacerlos claros, cuando la obscuridad es lo que siempre me ha caracterizado.
Traté de callar, pero no podía, mi organismo, mi espíritu –malditos traidores– me exigían palabras, orden, ideas, paciencia, entendimiento y que vomitara más y más de aquellos horripilantes monstruos –mis hermanos, mis semejantes–; que los diera al mundo –no sé por qué; no sé, ni me interesa el motivo. Y así, inexorablemente, seguía, día con día, incrementándose su número. Pensé que llegarían a ser una plaga, que de tantos, terminarían por tragarme, queriendo encontrar en mi carne, algo más que lo que realmente hay: grasa y huesos.
Al llegar todas las tardes a casa, mi tormento no concluía, porque seguía pariéndolos al recordarlos, sobre todo al leer los textos que al día siguiente intentaría darles como pastura –tengo que confesar que ver una pequeña chispa ardiendo en el fondo, muy, muy en el fondo, pero crepitando al fin, en sus iris almendrados, azules o verdes de todos aquellos me daba mucha alegría (debería de ser más pudoroso al contarle esto, Eunice).
Ahora, en la entreclase, es cuando tengo tiempo de escribirle; pensé que estaría solo, que escogerían irse a sus cinco minutos de respiro. Pero mi escritorio, Eunice, está rodeado por ellos y me miran, quieren tocarme –lo veo en sus gestos–, me preguntan que qué hago, yo callo, no quiero decirles nada, pero siento sus barbillas muy cerca de mi cuello, y giran lentamente, disimuladamente a mi alrededor, siento su respiración en mi frente, en mi cuello, sobre mis palabras; de reojo observo el modo en que mueven sus cabecitas tratando de grabarse estas últimas líneas que le estoy escribiendo. 
   No sé si pueda volver a la hoja y a la pluma para darle las gracias o comentarle cómo voy con ésto, pues cada vez van royendo con más voracidad el poco tiempo que me queda libre y temo que al final será cierto lo que vaticinaba: que terminarán por devorarme.

2 comentarios:

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  2. El que pensaba en todo menos en ser comido!! Al menos dejas transparentar tus buenas intenciones didácticas y sí, son como una plaga, aparecen por todos lados y muchas veces sólo por el afán de hacerse presentes. Esa señorita Eunice debe comprender, pero lo más seguro es que ría por lo bajo. Habrá que vagar algún día al centro para que compartas todos los detalles. Y el texto, por cierto, es muy bueno.

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