sábado, 8 de septiembre de 2012

Una eternidad con Henri Cartier-Bresson



Hablar de una fotografía es hablar de lo muerto. Sí, qué duda cabe; pero se parte de la memoria y del juego de reanimar un instante que quizá no fue nuestro; tal vez sólo lo imaginamos, pariendo en él nuestros olvidos o deseos; nuestras alegrías o tristezas.
Barthes ya lo había dicho en palabras más precisas en La chambre claire: note sur la photographie. Escribía –lo parafraseo–, que una buena composición es aquella donde están balanceadas dos fuerzas antagónicas; dos conceptos u objetos que por sus características no se les podría concebir juntos, pero al hacerlo, crean una especie de metáfora u oxímoron visual; como le soleil noir (el sol negro) de Nerval lo es para la literatura. Creando un momento poético, y como tal, eternizado en el devenir, fluyendo incesante como parte de la vida o de la muerte; pues la poesía –si la hay– derrumba el tiempo y el espacio, estableciendo –como decía un escritor que no recuerdo–: “en un tiempo todos los tiempos y en un espacio todos los espacios”. La poesía congrega la memoria del pasado; en palabras de Pitol: La voz de la tribu; es juez del presente e intuye el porvenir. Es un hálito, una fuerza creadora, fundamento de todas las artes.
En una fotografía –cuando es buena– se congregan multitud de tiempos, posibilidades infinitas dependiendo de quién esté observando la imagen, pues lo poético no se puede asir, aunque permanezca y nos sobreviva; tampoco se revela, sólo se intuye y se padece.




Sólo el artista pudiera conocer la historia que hay detrás y después de cada flashazo; pero no siempre, pues quizá a su ojo sólo le fue dado lo que tenemos ante nosotros. Por ejemplo: ¿A dónde va y de dónde viene el ciclista de Cartier-Bresson que parece rodear el laberinto donde el minotauro –el mismo Henri–, en la punta de la escalera, mira  y dispara su Leica, construyendo, sin sospecharlo del todo, una nueva arquitectura o un modelo de nuestro mundo?




Por las confesiones del mismo Henri, se sabe que era un cazador de instantes; que salía a las calles de París buscando quedar impresionado por los azares que le deparara su aventura. Le gustaba estar muy cerca –nunca sobre ellas– de las encrucijadas del destino para poder capturar esos aleteos poéticos, esas pestañas de asombro y erotismo que rejuvenecían la carne de sus pupilas y le hacían presionar el disparador para preservar, en todo su brillo, un pétalo de esa irrepetible rosa o laberinto que es la vida.

¿Qué si no, es esa miel de espera apunto de palidecer por el miedo de la incertidumbre de la cita, del hoy que parece retener las manecillas de los relojes para alargar la desesperación, el sufrimiento, las preguntas por la ausencia, por el retraso que se escurren al igual que las palabras del periódico por su regazo?, haciéndome sentir unas inmensas ganas de ir a buscar ese café y pensar en un encuentro, en una mirada que pueda rescatarla del abandono y del aislamiento. 



Sufriendo la mudez del tiempo, el golpeteo de su respiración sobre sus manos, de la botella vacía en la mesita que le recuerda aún más el minutero, que parece prolongar las horas en un segundo, sin saber que el tiempo se ha detenido; no por aquel que espera, sino por sus muslos donde la eternidad ha tendido su aliento y donde yo mismo me apresuro –como si ella fuera mi cita– para salvarme de estar tomando una taza de café en la soledad.

1 comentario:

  1. Excelentes imágenes, un texto preciso: como sacado de un instante de espera, ¿un momento poético quizá? También los textos, y más los de este tipo, eternizan los instantes lúcidos del pensamiento, vago (no podía dejar de decirlo).

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