viernes, 26 de octubre de 2012

LA FELICIDAD ERA ESTO



Es difícil escribir en estos días, el alcohol ha entumecido un poco mis dedos, me duele teclear; o ¿será porque las letras vienen de la tortura de pensarlas? Pero qué importancia puede tener la causa. La cerveza tiene la gracia de hacerme sonreír, de sacarme el alma con cada idiotez que digo, porque hablo para alguien más, porque estoy partiendo el pan con los amigos. 
    Hay menos tiempo para la escritura, sí, pero eso poco importa, no me veo encerrado en un cuarto escribiendo todo el día. Además, quién puede escribir desde un centro, desde el equilibrio, desde la redondez fugaz de la felicidad que es como me siento ahora.
En estos días no me he podido quejar de nada, ni siquiera de no haber tenido sexo en una semana –hay cosas inevitables y es mejor creer en ello para no ser un total amargado o un suicida. Hemos celebrado bastante –y lo pongo en plural porque un festejo no puede darse en soledad. Hemos hablado, hemos compartido, “hemos” –¡qué palabra más hermosa y sin sentido fijo, sin una ruta marcada!
Pero nunca es suficiente, prueba de ello es la razón de buscar cualquier motivo, por más pinche que sea, para hacer llamadas o crear un evento y abrir una o varias botellas. Aunque, a veces siento que sólo levantamos las copas para valentonarnos un poco ante la muerte y la tristeza y el cansancio que siempre están allí al lado nuestro, en esa silla que nunca se pone; o tal vez estén atrás de la nuestra para quitarla en el momento en que, con la sonrisa en el cuerpo, nos disponemos a sentarnos, a relajar los músculos, a bajar la defensa y el odio y el miedo por unas cuantas horas.
¿Es un simulacro todo esto? ¿Es una representación –por muy buena que sea– decir salud, chocar los tarros? Quizá. Aunque no importa realmente. El engaño o esa utopía es necesaria. Sabemos que termina con el desastre de los vasos vacíos, con el departamento del amigo destrozado o las puertas del bar completamente cerradas.
A veces, si la Suerte está de buenas, nos deja ir con unos besos y un hotel y un desgarrar de sombras para, al día siguiente, ir recogiendo pedazo a pedazo lo que queda de nosotros y salir hacia los hielos del día, calle abajo –siempre calle abajo– con la carga del cuerpo intentando subir una y otra vez  esa cuesta –que es la misma siempre– sin lograrlo nunca, mientras volvemos a apretar la guardia y la desconfianza ante los demás, ante el frío y el trabajo para buscar el pan y poder nuevamente cortarlo con el filo alegre de todos esos canallas que llamamos hermanos.
Porque vaya, la amistad –como ya lo he dicho antes– es un sacrificio y pesa y duele y cercena, pero es necesaria, vital para no cansarnos de ser hombres y porque hace posible habitar ciertos bares y lupanares de nuestra cabeza, tapizarlos de una manera en que la locura pueda hablar de un modo más o menos articulada con ese otro que está dispuesto a chocar su tarro sin hacer demasiadas preguntas, porque muchas ya las sabe o lo que es peor, conoce la respuesta antes que nosotros y por eso, en secreto, a veces le tenemos coraje, envidia y un amor de cortinas hacia dentro.
La fraternidad resguarda el equilibrio interno y externo que parece devorarnos, negarnos entre tanta ropa, autos, casas, celulares, dinero y dinero y dinero –y a pesar de todo me gustaría tener el suficiente para poder dedicarme completamente a leer, a escribir, a coger y a recrearme con la amistad y así poder mamar un poco de felicidad de vez en vez.
Porque sí, la Felicidad es avara y voluble, llega con el vestido raído o austeramente, en una sonrisa o en unas palabras que en apariencia nada significan y sin embargo derraman el universo en nosotros. Jamás viene con pompas, ni con séquito. Se consume rápido, arde como la vela y, como su flama, es evanescente y clara, su sustancia se esfuma si no la apretamos a nuestra carne, si no nos quemamos y ardemos y nos consumimos, porque la alegría tiene un precio y no hay más pago que nuestro ser; porque  su propio núcleo requiere un cuerpo en donde encarnarse para encender todos sus fuegos, para inflamar nuestras venas y nuestros sentidos y aguzar –aunque precariamente– la esperanza en el futuro y teñir el deslavado presente quizá por unos días, por breves horas o algunos minutos, quién lo sabe.
La felicidad no se define, está más cerca o más lejos de nosotros en tanto estemos más cerca o más lejos de nosotros mismos, aunque a veces es el azar quien la impone y si no se aprovecha en el momento en que llega, ésta nos dará la espalda, nos dejará más desdichados que antes porque sabremos que pudimos tenerla –como esa mujer que nos sonríe desde aquel asiento del metro y nosotros nos quedamos petrificados de amor y de miedo: Perseos vencidos. Pues la felicidad no llama dos veces, a veces ni toca; otras, está sobre nosotros y si no la apretamos fuerte, si no la codiciamos, si no luchamos por hacerla nuestra se irá. Aunque, y aquí va el secreto, la felicidad es un desasirse, un desprendimiento, una voluptuosidad ente todo; y por ello, una de las formas más sencillas de sentarla con nosotros, para que sea ella quien reparta el pan y escancie las bebidas, es por medio de esos gañanes que tanto se parecen y se contrastan con nosotros mismos y levantan sus copas y piden un “salud”. Y nadie, en este mundo o en cualquier otro, debe negar nunca, pero nunca un “salud”.



sábado, 20 de octubre de 2012

¡AWWW, COSA!



Escribir, muchas veces, es lo mismo que hablar. No en el sentido de comunicar, no; sino en el de la necedad, el de llenar un papel con letras que no llegan a nada, que son, en apariencia, insustanciales; un laberinto sin puertas y sin entradas; sin el horror de la persona presa en él.
Si es ya terrible el hecho de saber que la literatura es prescindible para la vida práctica –mucho más si alguien ha decidido vivir de ella–, pues, vaya, nadie se ha muerto por ignorar la existencia de un cuadro llamado El Jinete Polaco, que le da título a una de las grandes novelas, no sólo de la literatura española contemporánea, sino de la literatura en general –si me permiten el juicio únicamente subjetivo. ¿Qué esperar, entonces, de todo aquello que se escribe y no llega, ni remotamente, a ser literatura –con presunción: la pseudoliteratura; o sin ella–?, ¿cuál es su fin?, ¿tiene alguno? ¿Qué pasa con todo aquello que ni siquiera comunica una idea completa?
El arte, aunque se padezca de forma individual y se crea del mismo modo, tiene su cauce en el Hombre, en la comunidad; por ello se dice que es universal. Ahora bien, todos esos textos o párrafos mutilados y contrahechos no responden a esta premisa vital, pero sí, a las demás: los crea un individuo, libre, tratando de expresar algo, motivado por una necesidad de comprenderse y comprender al otro. Esto último, quizá ni siquiera lo sepa de manera consciente, pero el sólo hecho de trazar algo en una hoja es prueba de ello.
Sí, no es literatura, pero finalmente ¿eso importa? Yo puedo decir necedades, que usted, con toda libertad, puede escuchar o no, pero, al igual que con la literatura, el rayar de pensamientos disformes una hoja en blanco implica cierta autonomía, decisión, confrontarse con algo –dentro o fuera de sí mismo– y lo que es realmente importante, ejercer la libertad, el derecho a la libre expresión, aunque la forma sea verdaderamente deleznable; pero finalmente, eso poco importa.
El acto de poner en letra el amasijo de pensamientos –y aquí viene el comunismo– debería ser visto como un bien común, como parte de la despensa básica de todos los pueblos. Pues, si bien la mayoría de cosas que se digan serán de una pobreza retórica impúdica, para el que las escribió le significarán más que el Romeo y Julieta.  Pues en ese maltrecho papel, que por su puño y letra desfigura, quedará parte de él mismo, se verá –ciertamente– mutilado y disforme, pero se verá.
“Amor, te amo mucho.” “Awww, cosa.”, “Me dueles.”, o como hace poco un amigo me dijo: “como duele cuando sabes q alguien te ama sin embargo el pasado cubre todo de negro.” ¡Basta de ejemplos! La nausea carcome mi cerebro.
   Lo pienso, sí, me gustaría, me sé un monstruo, pero nací libre, por ello no podría prohibir el ánimo de un puberto o de cualquier persona –no importa la edad– de trazar en una hoja –en el trabajo, en la soledad de la casa, en los baños de la universidad, en clase de matemáticas o de literatura (hay que ser sinceros)– ese tipo de frases, porque allí es cuando nosotros nos enfrentamos con nosotros mismos, con lo que sentimos, vemos la herida y la enfermedad y quizá –las menos de las veces– la cura.
Probablemente la palabra escrita sea la forma más directa y fácil de enfrentar a nuestros demonios, porque la mayoría, que tiene la oportunidad de estudiar, aprende a leer y a escribir –una de las razones por la que cualquiera pudiera pensar que sabe y que podría ser escritor– y para ejercer este derecho se requiere de una motivación interna o externa.
El deseo es el mayor aliciente que uno puede tener, pues aunque sea una pregunta cuya respuesta no exista, como bien dice Cernuda; no por ello dejamos de formularla, de tratar de responderla, de darle un nombre: “Marisol, te amo.”; de grabar en un árbol dos iniciales cercándolas con un corazón: A y R.
La escritura en este contexto tiene más de brujería, de raíz y trueno, de primitiva sangre que de arte. El arte es un oficio, es la lima en el hombre y es el esqueleto que sostiene a dios; es el cuchillo en las palabras: es Alfonso Reyes; es la forma informe de lo ignoto.
La palabra en un nivel primitivo, carente de retórica y poéticas es como aquellos dibujos en las cuevas de Lascaux. El animal no era representado para satisfacer una necesidad artística, sino fisiológica; era para capturarlo, para asir su esencia y de este modo poder cazarlo en la realidad tangible y corpórea. Pues es exactamente lo que el grabado en la madera de cualquier árbol –o en su defecto en la hoja de papel– simboliza: asir la realidad, darle un desfogue al deseo, un nombre a ese rostro.
No importa si sólo se cuenta con palabras desdentadas y cariadas, eso es lo de menos, es su monstruo, su semejante, es su libertad y su derecho de ser, no importa el modo, lo que importa es expresar algo, vivir para vivir, sentirnos, quizá sin mucha consciencia; pero en esa hoja, en esa frase huérfana de belleza, hay un reflejo de alguien, de un espacio y un tiempo determinados que significa porque esa persona hizo un esfuerzo por delinearlo, por verlo moverse y latir como él mismo.

sábado, 13 de octubre de 2012

ÉRASE UNA VEZ UN ENANO…


Érase una vez un enano que vivía en una ciudad como cualquier otra y como cualquier otro enano había nacido amargado, pero un día, después de salir del trabajo escuchó un temblor inusual en el hueco de su enorme vientre y en su rostro empezó a gestarse algo que no podía definir; al principio era cansado sostenerlo porque no estaba acostumbrado a gesticular de esa manera.
Lo que le pasaba en el rostro pensó que se debía a una especia de alergia o algo parecido –era un vil engaño, pero trataba de buscar un asidero conocido para interpretar lo que le estaba pasando. El vacío tampoco podría ser por hambre, pues ese día había devorado una ingente cantidad de fritangas, chocolates y dos panquecitos. Además venía acompañado de una especie de golpeteo en cada uno de los órganos de su cuerpo –está de más decir: bofo y blanco; invadido por una sarna de pelambre obscura.
Pero no era doloroso, más bien le hacía tener presente su propio cuerpo o ese cuerpo que empezaba a sentir ajeno. De hecho todo parecía estar sufriendo una especie de transformación; sentía como si estuviera dejando de ser él; ni las personas, ni su entorno parecían los mismos. Estaba escindido, como si le hubieran quebrado el rostro y otro apareciese desde el fondo de su cara. Hasta la línea recta de su boca lo traicionaba, ahora se curveaba, y por más que trataba de regresarla a su seriedad, ésta se resistía.
Todo el camino de regreso se la pasó mirándose en los cristales que iba encontrando a su paso, pero no era notorio ningún cambio. Observaba sus dedos flacos y huesudos tratando de buscar algo, de ver la transformación que se iba operando en él, quería entender, encontrar las palabras para asir lo que le estaba pasando. Además ¿qué significaba ese par de gotas que se empezaban a formar sobre sus ojos? No podía entender que algo así se paseara por sus pupilas, tanto era su estupor que creyó que eran sus mismos ojos los que estaban perdiendo forma, por momentos se creía como esos personajes de Ovidio a quienes la venganza de algún dios los ha transformado en algo caprichoso y sinsentido, por ello el temor de que sus cuencas quedaran vacías y él ciego, condenado a una perpetua obscuridad. A ello y no a otra cosa –se decía– debía el esfuerzo mental por dirigir cada pensamiento hacia cosas inmundas, escatológicas o tan mundanas como las cuentas que lo acosaban o  los golpes y los hedores en el metro o el pregón de los vendedores ambulantes. Pero no podía dirigirse hacia esos rumbos, el esfuerzo era vano.
Y todo comenzó por ellos, esos monstruos que al principio eran más monstruos que él, pero de repente, mientras lo miraban y le hablaban se dio cuenta que en todo ese tiempo sólo había un engendro: él mismo; él que no entendía, que no sabía cómo tratarlos en un principio. ¿Qué hacer?, ¿qué decirles?, ¿cómo saber lo que querían de él? y ahora, no se lo decía pero era algo que llevaba días pensando, ¿qué era lo que quería él de ellos?, ¿cuál la necesidad por escucharlos, por ir al trabajo y llegar temprano?
Al principio no sabía cómo reaccionar cuando lo llamaban o le sonreían o lo miraban tratando de comprender algo que él había dicho y que ya no sabía lo que era, pues sólo lo escrito permanece, decía ¿Cayo Tito u Horacio? Además, le preguntaban cosas que ni él mismo se había cuestionado nunca. Cuanto más se alejaba de la escuela –pues este enano era una especie de profesor– el vacío empezaba a hacerse más fuerte. ¿Tristeza? ¿Por qué? No podía entenderse, por momentos quería arrancarse la cabeza y olvidar, colocarla algunas horas en la mesita donde pone su café, pero la última vez que lo hizo fue bastante doloroso, además tardó una semana en poder sincronizar de nuevo su boca, sus oídos, su lengua, ojos y nariz a su cerebro. No, esa no podía ser la solución; además, aunque el cuerpo esté en un lado y la cabeza en otro, ésta nunca descansaba y ver su cuerpo perdido, huérfano, era realmente terrible.
De todos modos su cuerpo no era ya su cuerpo. Vaya, no se sentía a sus anchas, ni siquiera se le antojaba tomar café o abrir un libro, era como si hubiera caído al fondo de sí mismo, sin llegar a tocar el suelo. Hasta su voz había adquirido una flexibilidad impúdica, como de pequeñas campanitas vibrando infantilmente. Él que tanto se enorgullecía de su tono rocoso y evasivo, ahora no podía hablar, le daba vergüenza encontrar tanto color en su boca.
Tampoco sabía qué hacer con sus gestos, todos pululaban, daban piruetas, se combaban, jugaban en su rostro. Al igual que los infantes de Aragón y de tanto galán, se interrogaba sobre el luto de su cara, a dónde había quedado, en qué pliego de luz o de tiniebla lo estarían viendo ahora que él ya no era más él.
Cerró los ojos, quería pensarse como hace unos meses, antes de firmar el contrato de trabajo. Si hubiera sabido que era un pacto de esos que tanto divierten a diablillos menores, aunque el verdadero susto sobrevino cuando aún sabiendo que sería la broma de algún Mefisto de pacotilla, sabía que lo firmaría, era inevitable. ¿Por qué?, ¿en qué lo habían transformado? Si al menos fuese en una cucaracha lo hubiera entendido, hubiese estado acorde con lo que él era, pero esto, esto…
Era inútil, la cabeza, las manos, el rostro, los ojos, se le llenaban, sí, de memorias, pero de aquellos dos meses recién pasados. Y con un poco de pudor se dejaba arrancar hacia esos días y esos nombres que lo fueron configurando, haciéndole habitable el mundo, necesitando esas mañanas donde ellos le permitían mirar todas las cosas y las personas de distinta manera, él mismo se llenaba de pensamientos, ideas que sin ellos jamás hubiera pensado.
Él, el abominable, el amargo, sentía deslizarse por su garganta una especie de gratitud que no sabía bien a bien a qué parte de sus dimensiones correspondía o a quién o a quiénes se la debía. 
   Corrió hacia el espejo. Miró su cara, la barba seguía igual; el gesto huraño, el de siempre. Sin embargo, estaba a punto de reventar aquel reflejo que no le devolvía la imagen de hace algunos meses, ¿por qué no se fijo antes en lo que estaba pasando?, ¿quién hubiera creído que bastarían dos meses para tornarlo en “eso”, en “eso”?
Sus ojos empezaron a nublarse y por fin, en la soledad del baño, no aguantó más y dejó que se humedecieran de recuerdos. Sin pudor empezó a berrear de amor y no era por una Galetea, sino por aquellos monstruitos, caníbales que lo dejaban en la orfandad, mutilado de una parte de su ser que no podía ver y sin embargo, estaba allí, sangrando, doliéndole. Pero quién hubiera pensado que en dos meses…
Miró de nueva cuenta sus manos y sintió otros tactos, muchos, palmas de diferente tamaño y suavidades, de diferentes colores al suyo. Hundió sus ojos frente al espejo y encontró otros, más sinceros, abriéndose a la vida como él mismo. ¡A sus años! y abriéndose a otro mundo al que quería sonreírle sin atreverse del todo.
 Sintió el tañido poderoso de la roca encerrada en su pecho. Respiró hondo, lo más hondo que pudo, como tratando de aspirar el tiempo recién perdido, de hacerlo parte de él, de confinarlo a su sombra y a cada uno de aquellos miembros, pero sobre todo, a cada una de sus acciones.
Salió del baño y se tumbó en el sillón. La sarna negra de su pelambre imperceptiblemente empezó a tornarse castaña, las arrugas de su rostro comenzaron a suavizar su violencia. Palpó sobre la mesa hasta encontrar un cuaderno, quería escribir algo pero la ternura era tanta y él, él era un enano y ¿cómo podría sentir ternura?, pero aferrándose a la pluma como si ésta fuera aquella felicidad recién descubierta, como si tuviera el don de hacer del pasado cuerpo vivo y presente, empezó: Érase una vez un enano que vivía en una ciudad como cualquier otra…

viernes, 5 de octubre de 2012

ENSAYO DE INDECENCIA


Hoy necesito un cuerpo que no pregunte, que no sea una interrogación, ni su coño una empresa ganada con falsedades –de gestos o de palabras. Hoy no se me da el alarde cortés. En este momento, lo menos que tengo es paciencia y tiempo.
Verdades más, verdades menos, si no tiene nada que decirme, mejor. Si quiere verme como un objeto, sería un placer mutuo. Podríamos hacer un manifiesto de pujidos. Esa y no otra sería la única vanguardia que valdría la pena. Vamos, número uno: la pereza del espejo sólo se rompe con un ¡ay! bien centrado –o ya andando medio viciosillos: de los espejos. Número dos: el verdadero poema de aliento largo es el instante del orgasmo… Y así, punto por punto.
¡Ay, Isidora! Tú quedarías fuera de mi manifiesto. ¿Por qué de todas las personas del mundo, tenía que pensar en la menos puta? Hoy que no quiero trabajar un acostón te me escurres por el falo.
Digo, no se me tome a mal, es comprensible, mañana tengo examen y son cuatro horas y he leído hasta embrutecerme de generaciones, rasgos, poéticas y no poéticas, herramientas, recursos literarios y con muy poco consuelo de lo verdaderamente importante del asunto: la literatura. Tres pinches obras en dos semanas se me hicieron muy poco, necesito ahogarme de realidad, de esa realidad donde tú, Isidora, me las das.
Aunque de pinches, nada, que han sido verdaderas joyas. ¿Sus personajes? Algunos ciertamente son muy pinches: el buldero del Lazarillo, por ejemplo; pero jamás el ciego, ese cabrón sabe cómo romper un jarrito. ¿Y si tú y yo lo rompemos, Isidora? O la puta de Areúsa, si no fuera tan puta, aunque dicho sea de paso, me serviría más que tú, al menos sería “más servicial”. Sin embargo, sé que Elicia me favorecería más que su prima, digo, hay de calenturas a calenturas. Pero esa descripción del cuerpecito de Areúsa… Por un momento te fui infiel Isidora, pero ya sabes, como dice don Juan, el del supuesto Tirso, no el del otro pendejo: sabes cual es mi condición Isidora, ni te enojes ni te me espantes.
Ahora que del 98, nada. Pinche claridad enfermiza, pinche búsqueda del ser y de España. Dónde tenían el alma esos cabrones. En Madrid no, eso seguro, que de patio de vecindad y lupanar y maquillaje después de la fiesta no la bajaban. Además, eso de que la cultura interfiera en la política de mierda, me hace llorar. Otro ideal roto.
Y me sale el 132 rascándome los huevos y el Che, que últimamente cómo me caga y no por él, sino por tanto pendejito que lo trae de su putita. Y allí, en medio, siempre el Quijote. Cuánto me dueles cuando en todo sales sobado, cuando eres estandarte de toda revolución –está demás decir utópica, como todo lo que sale últimamente de la juventud y de ti.
Sí, tengo el pesimismo de Unamuno, sin esa fe en la vida que tenía él y todos sus “compas”. Ahorita me gustaría escribir como Azorín, sé que no tiene nada que ver con lo que estoy escribiendo, pero chingá, es mi blog y ahorita quisiera escribir como él.
Pero, regresemos, mi estimado Loco, yo que te veía como una roca y una soledad. Mírate, gritando y discurriendo mejor que tanta mentada de madre y pinta y plantón. ¿Por qué eres modelo en todo tiempo y lugar? ¿Qué aires formaron tu locura? ¿En cuál paisaje se lustró tu bacía? ¿En qué guacalito tu Dulcinea se empezó a parecer a mi Isidora?
Me queda el consuelo que la ignorancia de esta generación y de la mayoría de las del veinte y veintiuno te hayan olvidado. La cultura hoy es un pretexto, una pose, un buscar una cita pendejita y hacer de ella un discurso vacío. ¿Dónde la raíz? Se presume de la rama y ésta anda sin flores y los otros cabrones –esos los de “arriba”– que ni árbol ni raíz, saben mutilar todas las cabezas de la Hydra.
Isidora, ves, la falta de tus senos me hace decir pendejada y media y llevarles la contra veladamente a mis amigos, mejor pertrechados que yo para creer en un mundo habitable y en el que tú, probablemente, seas parte de la comuna y yo un rojillo ferviente.
Apaga mi razón y límpiame de tanta sal y vinagre que se me escurre en este presente y en esta noche. Núblame, humedece el pico de mi neblí. Sólo tú, Isidora –y ya empecé con la retórica barata– tienes el vello más dulce y rubio para alimentar a todos los perros de mi boca. Te amo Isidora, Isidora, la menos, ¡qué desgracia!, puta de todas.