Escribir, muchas
veces, es lo mismo que hablar. No en el sentido de comunicar, no; sino en el de
la necedad, el de llenar un papel con letras que no llegan a nada, que son, en apariencia, insustanciales; un laberinto sin puertas y sin entradas; sin el horror de la
persona presa en él.
Si
es ya terrible el hecho de saber que la literatura es prescindible para la vida
práctica –mucho más si alguien ha decidido vivir de ella–, pues, vaya, nadie
se ha muerto por ignorar la existencia de un cuadro llamado El Jinete
Polaco, que le da título a una de las grandes novelas, no sólo de la
literatura española contemporánea, sino de la literatura en general –si me
permiten el juicio únicamente subjetivo. ¿Qué esperar, entonces, de todo aquello que se
escribe y no llega, ni remotamente, a ser literatura –con presunción: la pseudoliteratura; o sin ella–?, ¿cuál es su fin?, ¿tiene alguno? ¿Qué pasa con todo
aquello que ni siquiera comunica una idea completa?
El
arte, aunque se padezca de forma individual y se crea del mismo modo, tiene su cauce en el Hombre, en la comunidad; por ello se dice que es
universal. Ahora bien, todos esos textos o párrafos mutilados y contrahechos no
responden a esta premisa vital, pero sí, a las demás: los crea un individuo,
libre, tratando de expresar algo, motivado por una necesidad de comprenderse y
comprender al otro. Esto último,
quizá ni siquiera lo sepa de manera consciente, pero el sólo hecho de trazar
algo en una hoja es prueba de ello.
Sí,
no es literatura, pero finalmente ¿eso importa? Yo puedo decir necedades, que usted, con toda libertad, puede
escuchar o no, pero, al igual que con la literatura, el rayar de pensamientos disformes una
hoja en blanco implica cierta autonomía, decisión, confrontarse con algo –dentro
o fuera de sí mismo– y lo que es realmente importante, ejercer la libertad, el
derecho a la libre expresión, aunque la forma sea verdaderamente deleznable;
pero finalmente, eso poco importa.
El
acto de poner en letra el amasijo de pensamientos –y aquí viene el comunismo–
debería ser visto como un bien común, como parte de la despensa básica de todos
los pueblos. Pues, si bien la mayoría de cosas que se digan serán de una
pobreza retórica impúdica, para el que las escribió le significarán más que el Romeo y Julieta. Pues en ese maltrecho papel, que por su
puño y letra desfigura, quedará parte de él mismo, se verá –ciertamente–
mutilado y disforme, pero se verá.
“Amor, te amo mucho.” “Awww, cosa.”, “Me dueles.”, o como hace poco un amigo me dijo: “como
duele cuando sabes q alguien te ama sin embargo el pasado cubre todo de negro.”
¡Basta de ejemplos! La nausea carcome mi cerebro.
Lo pienso, sí, me gustaría, me sé un monstruo, pero nací libre, por ello no podría prohibir el ánimo de
un puberto o de cualquier persona –no importa la edad– de trazar en una hoja –en
el trabajo, en la soledad de la casa, en los baños de la universidad, en clase
de matemáticas o de literatura (hay que ser sinceros)– ese tipo de frases,
porque allí es cuando nosotros nos enfrentamos con nosotros mismos, con lo que
sentimos, vemos la herida y la enfermedad y quizá –las menos de las veces– la
cura.
Probablemente
la palabra escrita sea la forma más directa y fácil de enfrentar a nuestros
demonios, porque la mayoría, que tiene la oportunidad de estudiar, aprende a leer
y a escribir –una de las razones por la que cualquiera pudiera pensar que sabe
y que podría ser escritor– y para ejercer este derecho se requiere de una
motivación interna o externa.
El
deseo es el mayor aliciente que uno puede tener, pues aunque sea una pregunta
cuya respuesta no exista, como bien dice Cernuda; no por ello dejamos de formularla,
de tratar de responderla, de darle un nombre: “Marisol, te amo.”; de grabar en
un árbol dos iniciales cercándolas con un corazón: A y R.
La
escritura en este contexto tiene más de brujería, de raíz y trueno, de
primitiva sangre que de arte. El arte es un oficio, es la lima en el hombre y
es el esqueleto que sostiene a dios; es el cuchillo en las palabras: es Alfonso
Reyes; es la forma informe de lo ignoto.
La
palabra en un nivel primitivo, carente de retórica y poéticas es como aquellos dibujos
en las cuevas de Lascaux. El animal no era representado para satisfacer una
necesidad artística, sino fisiológica; era para capturarlo, para asir su
esencia y de este modo poder cazarlo en la realidad tangible y corpórea. Pues
es exactamente lo que el grabado en la madera de cualquier árbol –o en su
defecto en la hoja de papel– simboliza: asir la realidad, darle un desfogue al
deseo, un nombre a ese rostro.
No
importa si sólo se cuenta con palabras desdentadas y cariadas, eso es lo de
menos, es su monstruo, su semejante, es su libertad y su derecho de ser, no
importa el modo, lo que importa es expresar algo, vivir para vivir, sentirnos,
quizá sin mucha consciencia; pero en esa hoja, en esa frase huérfana de
belleza, hay un reflejo de alguien, de un espacio y un tiempo determinados que
significa porque esa persona hizo un esfuerzo por delinearlo, por verlo moverse
y latir como él mismo.
Awww, cosa!! Tus líneas cada vez van figurando más una poética, una justificación del oficio que parece producto de una desesperación por ser escuchado en un mundo sordo, mudo y ciego. Las palabras somos nosotros, somos lo que decimos o lo que pensamos y no nos atrevemos a decir. Te veo con la pluma cada vez más caliente para los ensayos.
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