viernes, 30 de noviembre de 2012

CON LOS DEDOS Y LA CABEZA QUEBRADA


La taza está muy fría, tanto que siento cómo mis dedos se quedan pegados a la porcelana. Hago el esfuerzo por separarlos, por arrancarlos de allí. Se quiebran, siento el crujido, pero no me duele, como si mi cuerpo no fuera más mi cuerpo. Veo las falanges partidas como troncos, los huesos congelados, la sangre coagulada, ni roja ni negra, azul, de un azul de cuento, de leyenda nórdica, de bosque en invierno y de sombras y de lobos con una tela roja y triste entre las fauces.

Me miro la mano cercenada, después contemplo los trozos de carne que no pude separar de la taza, ya parte de ella, se me figuran que son una especie de garra semiinvisible apretando el seno de alguna princesa. ¿Estará igual de frío? y ¿sus pezones tendrán la agudeza y los tizones necesarios para calentar este día de diciembre?

Pero todo eso qué importa si ahora no siento, ya no digamos mi mano, sino el cuerpo. ¿Dónde ha quedado? Pero pienso que no soy únicamente yo, no hay peso en nada, todo parece flotar como el polvo y ser polvo.

Dejarse ir, eso es la vida, no forzar los párpados ni los músculos, sin resistencia los esfínteres, que todo se diluya, que salga y sea la bandera esta indolencia por dejar de ser, atrás quedó la afirmación ante el mundo y los otros. Atrás nosotros mismos.

Los sentidos están anestesiados, pero ya sería infame prender la televisión, con los ruidos de mi carne basta por ahora. Arranco la última falange de la porcelana, pongo las cinco sobre una servilleta y de pronto mis tripas me traicionan y tengo miedo de que la gula me haga atragantarme de mí mismo. Las envuelvo y trato de distraerme con el ruido en mi cabeza. Siento el aire penetrando en mi cerebro y moviendo la moneda, la pequeñísima moneda de cobre que va golpeando cada una de las conexiones de mi cerebro, rompiéndolas o haciéndolas vibrar, tratando de encender la máquina por cinco minutos, el cochecito rojo donde un niño se transforma en adulto al conducir rumbo al trabajo; o al montar en el caballo que de pronto cobra vida y el chamaco estira las pistolas de sus manos hacia el antifaz del ladrón, de ese ser que todas las noches le roba la tranquilidad, pero sin saberlo le deja disfrutar unos minutos más de la infancia.

El cansancio hace mucho que me ha endurecido los juegos y ya nada se mueve. No importa qué rápido avance el tiempo, nunca podremos seguir su ritmo. Todos los días alguien aprieta nuestros tobillos y los jala hacia la tierra, hacia el fin. No rumbo al descanso, porque el descanso es una sensación física y anímica y la muerte está descarnada y curada de cualquier rastro de humanidad.

Le falta oxígeno a mis palabras, les faltan los gestos de mis manos, el arco de mis cejas para poder vivir, ¿qué palabra tan puta y tan totalizante? ¿Y para qué? ¿Ser presente, diálogo?, ¿con quién? Con mi sombra al menos, sí, con mi sombra y que eso me baste…

La fatiga es demasiada, estos billetes que tengo los he sufrido minuto a minuto y aun así sonrío ante la inminencia de la quincena que me abrirá la oferta de deudas, de un buen fin de horas extras.

Ya debí de haber aprendido que el saldo siempre termina en números rojos, la vida siempre termina en números rojos, la carne, nuestras manos, los dedos, la noche, el descanso, el deseo, la felicidad siempre terminan en números rojos.

Siento mis bolsillos enfermos, enjutos –esta palabra cómo me lleva hacia los pueblos o el llanto o el hambre de mi país, a su cultura, hacia esas lenguas que no conozco y me enriquecen con la gratuidad de sus voces, de historias que quizá escuché de niño y aún ahora siguen cabalgando por este aire enflaquecido y pobre; pero también esa palabra me arrastra hacia las novelas de Dickens abriendo cada una de las orfandades que cargo y me hacen sentir el frío en todo, sobre todo cuando tengo la risa dispuesta en la mesa.

Mi cartera necesita un poco de amor y mi boca demasiada cultura, humanidad, aliento, pero, cómo comunicarme si a mis palabras les falta ritmo y locura, les faltan deseos de salir, de decir algo, de gritar algo, lo que sea.

Pero vaya, ¡en qué estoy pensando! ¿Humanidad?, ¿cultura? ¿Hoy? ¿Cómo ir en contra de mi época?, ¿cómo sobrevivir a pesar del tiempo que me tocó vivir? Sí, es una utopía, lo sé, ¿en qué periodo de la Historia ha importado el arte?, ¿en cuál ha sido moneda corriente para todos? Pero no entiendo o no quiero comprender cómo alguien puede querer vivir así, amputado, deformándose día a día en algo inarticulado, deshebrado. Cómo es posible que alguien se niegue a ser, porque no sé para qué puede servir pensar si no es para ser, al menos para tratar de…

Yo no creo que primero sea el pensamiento, pero sí que la existencia se va enriqueciendo de éste y éste a su vez del vivir, de ver las cosas y así, irlas tejiendo para poder entenderlas mejor cada día, para abrigarnos con ellas. El lenguaje es el que nos permite trazar nuevas aristas en lo que antes sólo era un esbozo. Son las palabras las que le dan su voluptuosidad al cuerpo, al otro, al deseo, a uno mismo.

Abro los libros de texto que les hacen comprar a mis alumnos y sangro. Los cierro. Me duele la sombra del sillón, las ausencias de la mesa, la falta de letras para decir esto que no puedo decir y que necesito vomitar ahora para curarme de este veneno de realidad.

Tiemblo, de pronto suenan todos los despertadores del mundo. Me pongo el saco de ayer, la mancha sobre la camisa es una especie de sonrisa, una bandera que ondeo ante tanta solemnidad pendeja, porque el conocimiento y el respeto no vienen con un traje o del dinero; y que se chinguen los que se tengan que chingar, que yo hoy me visto de Sancho y esta ínsula es mía, porque un loco me la dio en pago de mi cordura.

Tomo los malos libros de texto que les exigen a mis alumnos, qué enjutos y congelados y cercenados se ven allí Unamuno y Azorín, Machado y… ya ni hablar del de Literatura Mexicana y de este títere que se levanta, abre la puerta y tiene que basarse en esos enjutos textos para dar su clase, para preparar a sus alumnos para un examen hecho por una entidad desconocida y que como un dios malparido pretende que todos los docentes –no merecemos la palabra maestro– tengan los mismos conocimientos y deficiencias y digan un discurso ordenado pero sin sentido, sin vitalidad, y lo que es peor, hecho con las patas.

Cómo es posible normar la cultura, el arte si estos son entidades orgánicas, vivas, son hidras de mil cabezas. Son el cúmulo de un pueblo que no muere porque sigue dialogando con nosotros; ¡cómo chingados tener una sola definición de Garcilaso o de Góngora, de Baudelaire o de Keats, de Muñoz Molina o Juan Marsé, de Julio Torri y Alfonso Reyes! Un ser humano va mutando, vive, piensa y si es artista aprehende el mundo de diferente forma con el paso de las horas, a lo largo de su vida va acentuando unas obsesiones y otras dejarán de torturarlo.

Desafortunadamente la vida académica de la preparatoria y por desgracia, muchas veces de la universidad, se reducen a un pinchurriento examen o a un ensayo tan tieso que es imposible reconocer la volubilidad de lo que es la esencia misma de un ensayo.

¿Qué son una enumeración de nombres y de fechas y de obras que dejan fuera el verdadero valor del conocimiento?, ¿Cómo encontrar en ello el goce de adquirirlo, de paladearlo, de sentirlo?, porque el arte se siente, aun por el conducto de la razón éste pasará inexorablemente por los sentidos, devorándolos, haciéndolos arder, haciéndolos, eso, haciéndolos, formándolos. Es frustrante leer de literatura sin la literatura misma.

Ustedes me disculparan por lo que dije ayer, hoy y mañana, es mi falta de sentido ya lo ve. Quizá se deba a que terminé pensando en la juventud y eso me hace querer llorar y las lágrimas nos anegan, nos van fincando al cuerpo cada vez más y cuando nos damos cuenta la mente ha quedado muy lejos, ebria y dolida de sentir. Pero, díganme, cómo estructurar una idea si hoy por más que he tratado, he vomitado el saco y la corbata y ni ganas de hablar de Unamuno sin Unamuno.

Hoy me gustaría quedarme encerrado en mi casa, no doy una. Sería relajante ver a mi sombra enrojecer ante una taza fría donde los pájaros han presentido el invierno y han emigrado a un lugar mejor, quizá sea el momento de seguir su ejemplo y no estar cerrando la puerta por fuera, mientras pienso que se me hace tarde para llegar a la “escuela”.

En el bolsillo de mi pantalón acaricio la servilleta con las falanges de mi mano, quizá pueda alegar que sucedió rumbo al trabajo y me regresen a casa.

1 comentario:

  1. Pues todas estas reflexiones que tanto nos han ocupado y todas estas frustraciones derivan del contacto con una realidad lamentable. Pienso en los colegas que usan el conocimiento literario como un capital y objeto de presunción; en los que estudian muchísimo y no viven nada de lo que estudian; en los que pasan por la universidad para ser docentes y hacer cuadernillos de trabajo. El mundo es helado e inerte, y triste.
    Quise buscar una explicación a tu percepción de la realidad, la encontré en el primer párrafo de tu texto: tienes sangre azul en las venas, mi rey. ¿Quién es más ken ahora?

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