jueves, 28 de febrero de 2013

FRIDAY IM IN LOVE



Como decía en mi entrada anterior, antes de que se me acabara el tiempo, yo iba a platicarles de un viernes. Mis viernes por lo regular comienzan a las diez cuarenta. La causa se puede resumir en unos versos de Claudio Rodríguez: “si tú la luz te la has llevado toda/cómo voy a esperar nada del alba.” Porque a esa hora es precisamente donde recupero el día, donde al fin puedo abrir los ojos a la embriaguez que su claridad me ofrece, su claridad morena, de tierra húmeda, de alba y de montaña.

 El día para mí comienza con su andar por el andén de Etiopia. A veces, cuando la veo, me gusta ir en pos de ella, apresurar el paso, la urgencia que de repente es un árbol florecido, el caudal de un río que de pronto se despereza y ya quiere desbocarse, perderse en aquel paso que siento lentísimo, que por más que muerdo con mi prisa no logro allanar del todo porque su belleza parece inmóvil, aunque sus caderas sean un alud de movimiento, siendo un espejismo que nunca logro asir hasta que éste logra enloquecerme del todo; pero muchas otras me gusta, como dice Bonifaz Nuño, dejarla llegar inesperada; e incrédulo gozar y mirar del contoneo de su cuerpo, de la vibración de su sonrisa, de la pausada alegría que empieza a madurar en mi carne, hasta ser un fruto en sus brazos. Entonces, cuando al fin estamos cercados uno en el otro, cierro los ojos porque necesito nulificar mi carne por unos instantes para sentir su respiración, su cuerpo sobre lo que ya no soy, su piel sustituyendo la mía.

Pero sólo dura unos instantes esa abolición voluntaria, porque su aliento de pronto me recuerda la bestialidad del mío. El minotauro que se yergue en mis pantalones poco a poco empieza a danzar en torno a ella. La hiere con toda la ternura que tiene. La estruja en pos de sí. Entonces la cerca con el laberinto de mis brazos y yo la veo y pienso que el mundo existe únicamente para que se pudiera dar nuestro encuentro. Porque mi universo, está allí, en ese embrujo ámbar sin tiempo donde me miro, en ese cuello adornado de obsidiana que mis dedos palpan por un segundo, que mis dientes muerden. Afuera, en el andén, pasan y pasan los metros, las personas cambian, la vida empieza a magullarse a nuestro alrededor. Pero nosotros estamos dentro de un círculo, de un pequeñísimo círculo que sólo abrazados podemos construir y gobernar y que nos protege del mundo, de ése que no sabe de calmas, de mares, de sudor y fuego.

Allí, encerrados, apalabramos los labios; se urgen los alfabetos de nuestras lenguas que van escurriendo por nuestros labios, por el mentón, encima de la ropa que nos urge a salir de allí, a abolir las leyes del mundo, del buen comportamiento, de lo que somos ante los demás.

Subimos las escaleras y en nuestras manos se forja la esperanza de un mundo, de una luna, me tritura las falanges con tanta ternura que no puedo más que sonreír, que ser, y me siento “un punto –pero no muerto– en medio de la hora –que ha dejado de existir–”. Su mano le da equilibrio a la mía, peldaño a peldaño me siento, me ratifico, doy fe que soy un hombre y que ella es tangible como un mar lleno de veleros al medio día.

Se suceden las calles y descendemos a un estado primigenio, el fuego arde en nuestros corazones y comienzo a recordar historias, a crearlas en ese momento; ella abre su corazón verde y sonríe y también habla de brujas y lunas. Latimos entregados a la tregua del instante, porque es eso precisamente lo que es la eternidad. Un instante.

Pasan los autos, se cambian los semáforos de color, personas sin rostro, casas efímeras, pero nosotros vamos por el aire, arrastras uno del otro. Le digo su nombre, lo repito, lo adjetivo con el mío, con la naturaleza, con ciertos poemas que me recuerdan a la Venus de Milo o a esa belleza concretísima que es ella y que centímetro a centímetro hace que recuerde todo el universo que de pronto me habita y gira a nuestro alrededor.

Estamos a unos pasos de la nada, de caer en el vacío del otro, que es también la eternidad, y ya soy puro lenguaje, semilla que en ella encuentra su tierra y da su fruto. Entramos a un edificio, subimos más escaleras y la dejo pasar, quizá por cortesía o tal vez porque me gusta observar el movimiento de sus caderas y sus glúteos haciendo que el edificio sea, que de pronto todo adquiera gravidez y color. Busco las llaves, la reja cruje como un centinela viejo, se alza y nos sonríe con su boca desdentada y nos da el paso.

Dos vueltas a la llave, la miro, el embrujo, la clave, la entrada, traspasamos el umbral, las mochilas se precipitan al suelo, somos el hechizo. Me arranca la boca y yo las alas y la blusa, caemos, nos precipitamos hacia el fondo del otro. Estoy dentro de la alegría…

Olvidamos todo hasta que con rencor la luz que entra por la ventana nos hace recordar lo efímero que es la eternidad y lo lento que empieza a caer la espera. Ya la extraño y aún está desnuda entre mis brazos, ya la extraño y sus palabras me hieren con la firmeza del amor, de sus pechos en mi pecho, de mis ojos en su alma.

Nos vemos y seguimos tomados de las manos. Nos vestimos y siento aún sus dedos en los míos, salimos y sus manos son la bandera a que me aferro y con la que enarbolo la fe en el presente y en el futuro.

La tarde se refleja en su cuerpo y hay una luz que cae sobre su silueta que la empieza a difuminar, le aprieto más la mano, la quiero cierta, la quiero, la amo… y empiezo a extrañarla, me sonríe y antes de decirle todas las verdades que desconozco nos desvanecemos de nueva cuenta en el andén. Sólo su sonrisa queda un momento más delante del mundo, sólo su sonrisa es cierta mientras yo me diluyo solo en un mar de rostros monótonos.


jueves, 21 de febrero de 2013

MONOS Y DESEO



Observo en esta noche a las aves que van formando las frondas de los árboles, oigo sus graznidos en el viento, me persiguen con su tortuosidad de lejanía, de mar nunca encontrado. En mis venas, para paliar un poco la ausencia que van formando en mí, se agitan otras ramas, otros trinos que hacen más amables las luces eléctricas que manchan con su estridencia la avenida.

A causa de los faros de los automóviles, la humedad de mi silueta se va emparedando a las casas por donde paso, me voy quedando solo. Mi ropa es lo único que me cubre de la noche, me salva de perderme en esos ángulos de sombra que parecen devorarlo todo.

Me animo a mirar de frente, un parque en medio de la avenida, a mi alrededor una multitud de parejas sonríen, se abrazan, buscan su luna particular. Sé que debe haber algún otro solitario, algún perro ladrándole a la sombra de un gato para encenderla, para asirla y terminar con su soledad; pero sólo puedo enfocarme en las sonrisas, en las manos engarzadas, en el paso lento de quienes han decidido guillotinar el tiempo y sus trabajos.

Observo la orfandad de mis manos y pienso en las suyas: pequeñas, morenas, las uñas lo suficientemente largas para verlas hermosas sobre mi carne y temerlas al mismo tiempo.  Sonrío o al menos me imagino sonriendo. Soy demasiado tímido y la calle… No estoy acostumbrado a que un recuerdo me arranque el rostro. Un recuerdo, ¿un recuerdo? Si pudieran ser más precisos, si conservaran cada uno de los detalles de un viernes, por ejemplo. Pero los recuerdos cuando no son fieles con nosotros mismos es mejor dejarlos; y con fidelidad no me refiero a dar fe de un hecho tal y como sucedió, sino como nosotros quisimos o creímos que se dio. Bastante dolor hay en el pasado como para traerlo puntualmente al presente.

En mi memoria guardo un viernes, precisamente. Once con cuatro de la mañana; cuarenta y cinco minutos antes pensé que llegaría tarde a la cita. En esos momentos la recordaba como hace unos días, dos para ser más preciso. Su ombligo, con justeza, es el miércoles de la semana. 

Salí a las siete de la noche de mi clase y me quedé en la “sala de lectura” de la Facultad –que de sala y de lectura no tiene nada–,  leía una novela sobre animales o niños, sobre idiotas o ángeles, no recuerdo muy bien. Un amigo me saludó de pronto y eso me hizo mirar el reloj, casi las ocho. Tomé un poco de agua porque necesitaba hidratar mi boca, en el hueco formado por las palmas de mis manos comprobé el deterioro de mi aliento, estaba en el crepúsculo de su dignidad, pero aún digno.

Traté de peinarme un poco, de alisarme la playera y acomodarme la chamarra. Enseguida, me dirigí a las jardineras del Ágora. Me gusta esperarla allí, a esas horas ya ha obscurecido; la única luz proviene del edificio de la facultad, que para mí comienza en las escaleras. La vida misma parece ser alumbrada desde ese punto, aunque estoy casi seguro que surge de más arriba, de ese lugar sin límites, inalcanzable donde depositamos nuestra fe, nuestras esperanzas y deseos. 

Me imagino que las escaleras entre más ascienden se van difuminando en aquella claridad; porque más arriba la luz debe ser total, una especie de infinito, de eternidad desde donde ella desciende con su sonrisa en las manos para buscarme. Quizá ella, en su esencia, no sea más que una gota de esa luz, y ese cuerpo y ese rostro que tanto busco e imagino, se los he dado yo, mi deseo que desde hace mucho buscaban un cuerpo y un rostro como el suyo, no sé porque busco una explicación a lo que probablemente no lo tenga, porque siendo sinceros, quién puede hablar racionalmente de la belleza, quién puede explicarla en términos científicos. No, la belleza siempre tiene algo de misterioso, de inexplicable, de muda palabra, está allí como un espejismo, como una verdad no dicha, que abrasa los sentidos y la razón, que trastoca el mundo y lo hace habitable.

Pero me desvío demasiado, estaba hablado de la escalera, de ese otro mundo que está más allá de mi vista. Sí, lo sé, muchas veces he subido y bajado por allí. Sé perfectamente que la escalera da a posgrado, pero eso sucede en la mañana-tarde; por alguna extraña razón cuando espero en las jardineras parece que llevara hacia alguna otra parte, un lugar que me está vedado. Al menos, los miércoles de siete a ocho de la noche pareciera que se transfigurara o que la facultad ascendiera a otra dimensión, otro espacio y tiempo, si allí se puede creer en el espacio y en el tiempo.

He intentado –no crea que no– subir por allí, pero por alguna extraña razón siempre pasa algo que me desanima o que hace olvidarme de mi deseo, haciendo de la obscuridad, de la jardinera el lugar donde suceden los milagros, donde ella se materializa e inaugura la noche, porque la obscuridad o ciertas horas del día, pocas veces se pueden llamar noche.

En esa hora de espera me quedo contemplando esa escalera blanca que de tan iluminada y concreta, pareciera que no existiese, que fuese un espejismo, un fruto de mi anhelo por escuchar la suela de sus tenis, mirarlos descender; y ni hablar de la tela de sus pantalones rozando sus muslos, transfigurando mis sentidos, mi propio cuerpo en una especie de ser primigenio, de animal nocturno, mono obsceno, pelambre de la lívido, aullido de semen que se va desdibujando hasta ser sólo una mancha de espera ante aquella claridad, ante tanta nitidez de peldaños, de barandal, de loza, pero sobre todo de belleza. Ella, tan contundente como la escalera misma, tan cierta como la luz, tan entera como la alegría de mirarla bajar y sentir sus brazos próximos a los míos. Al verla no puedo evitar preguntarme: ¿será?, ¿estará ahora aquí? ¿“Será esa felicidad imaginada, ahora dicha concretísima”?  Me da un poco de miedo tratar de indagar sobre esos asuntos. Además, ¿quién puede negar que “los sueños, sueños son”? Y si la felicidad es esto, ¿para qué querer buscarle una explicación? Esa es la mejor manera de jodernos la vida.

Por fin baja, veo sus tenis, su pantalón de mezclilla lamiendo sus muslos. Baja con la sonrisa que aquel lugar le ha dado. Baja y su pelo se agita un poco, negro maullido ante tanta blancura que la rodea. Me pierdo en la rosa de su rostro moreno, pétalo a pétalo lo desfloro. Su cuerpo de barro tiene la forma de un cántaro de agua entre la curva de mis manos; su cintura es un puñado de niñas haciendo la ronda, mis dedos la ciñen y al tomarla se funden. Voy por ella como un navegante ciego, como un sediento en el desierto le acerco la súplica de mis labios.

Un rayo me recorre la columna, la sangre, los monos del falo gimen, luchan, se golpean, se muerden, sangran, tocan sus tambores, se hinchan, crecen, se agigantan, tienen el tamaño de mi deseo. Ciudad Universitaria es ahora un puntito en el fondo, allá abajo. Pega su cuerpo al mío, su noche, sus estrellas. Sus manos marcan una constelación en mi espalda. Desde las Islas y sólo aquellos que en ese momento se desesperan pueden observar la cartografía estelar que ella va dibujando en mí –si el orgasmo tuviera una forma sería ésa–.

Cruzamos la frontera de luz que se condensa en ella, me quema la boca. Bebo su saliva. Sin saber cómo y cuándo estoy fuera del mundo. Camino con ella, la detengo, le doy el ramo de mi urgencia y el tiempo empieza rabioso a ir delante nuestro, empieza el descenso, pero la detengo a punta de besos en Derecho, en Economía y Odontología. Mi necesidad se apresura a su cuerpo, a ella, repito su nombre y conjuro la eternidad.

     Atravesamos el pasillo de las facultades, ahora somos dos gatos buscando una calle, la miro y un brujo deseo me arranca la piel, jamás el deseo mismo. La beso, aprieto sus glúteos en el abismo, le pongo sus manos dentro de mi pantalón. Aproximo su cóccix a mi urgencia, pero el tiempo empieza a ladrarle a cada uno de nuestros maullidos. Es tarde, ella conjura unos minutos más y después, al cumplirse el plazo, nuevamente nos vemos en medio de un río de mochilas.

La miro y la deseo aún más, el tiempo aunque avanza se detiene en sus ojos y yo me quedo con ella aunque me veo sólo en el andén y ella me sonríe y se despide desde el vagón que ha cerrado con encono sus puertas. Un borrón va quedando de la noche, de su rostro, de su ropa. Los rieles quedan vacíos. Me veo sólo en medio de la multitud. Camino medio muerto a casa, sin alma, con el cuerpo lleno de recuerdos, como ahora que avanzo sobre Polanco viendo a todas esas parejas que se solazan en su dicha; y les decía que hay días que recuerdo con tal precisión como un viernes, pero creo que ya me he extendido demasiado, será mejor dejarlo para otra ocasión.

viernes, 15 de febrero de 2013

CITAZAR



Pero yo tengo la culpa, ¿quién me manda a desear verla? Porque de otra manera el equilibrio hubiera permanecido como siempre. Al día siguiente, en la noche, entre penumbras y con una facultad semivacía su sonrisa sería toda mía. En cambio, por soñar demasiado, por poner mi mente en ese encuentro, ¡pum!

Esto lo menciono porque de un tiempo para acá tengo la certeza de que la Facultad está embrujada, deseo algo y de repente, delante de mí, allí está. Aunque la mayoría de las veces el cumplimiento se da de una forma si no ridícula, al menos anormal. Por ejemplo, en esta ocasión de buenas a primeras me entraron unas ganas enormes de ir al baño. Por lo regular siempre voy al de la biblioteca, pero esta vez, no sé por qué, decidí ir al que está dentro del edificio principal; y allí, de tanto querer verla, que se me aparece, como si me aguardase. Bueno, no exactamente de ese modo porque puso una cara de susto, digo de sorpresa; finalmente yo escribo esto y tampoco me voy a quemar.

La verdad, en su defensa, debo de decir que no soy muy agraciado, y aunado al hecho de que nunca me había visto sin barba el efecto fue mayúsculo. La entiendo, no es la primera que se asusta, ni el primero. El perro del vecino que es un perrote (perdonen que no les hable de razas, la verdad ignoro totalmente el tema)  me tiene miedo. No sé por qué, siempre que me ve se enconcha, mete la cola entre sus patitas dobladas, baja las orejas y empieza a gemir muy quedito como si lo acabaran de sacar de una tina de agua helada o lo hubieran agarrado a palos. Yo por más que le sonrío o lo trato de acariciar, nada, sale despavorido. La vecina me ve horrible, con asco, ni siquiera me responde el saludo, de seguro piensa que algo le habré hecho a su peludo, pero qué le podría hacer al pobre de Lobo.

Bueno, pues lo mismo me pasó con mi novia. Estaba con una de sus amigas y ésta al verme la miró como diciendo: ¿de verdad?, ¿éste?, parece mono. Yo me hice el tonto y como que no escuché, mientras miraba para otro lado, digo, no quería que me viera de frente y con tanta luz, así, así al tiro pues sí espanto. Pero, ¿quién no se sobresalta ante lo inesperado?

Además, quizá mi novia nunca me ha visto bien y las palabras de su amiga podrían desatar la catástrofe, incitándola a que me viera como la cruda realidad me había hecho o, mejor dicho, contrahecho; y no como veladamente le había dicho que era en realidad –las palabras enmascaran un poco tanta fealdad o al menos la hacen más dócil.

Con tal que los minutos que pasamos con su amiga se me hicieron eternos, quizá fue menos de uno. Siempre me ha dado miedo estar con los amigos de alguien que me gusta o que anda conmigo, porque pienso que siempre están juzgando, aunque no lo hagan. Siento que me miran y empiezan a formular una idea de mi carácter u observan cómo me comporto para determinar mi personalidad. Lo peor es que cuando estoy en una situación así, siempre me pongo muy nervioso y nunca puedo actuar como realmente soy, porque de verdad, lo juro, soy una finísima persona. Pero no, a sus ojos termino siendo un mamón, por decir lo menos, porque las palabras de repente desaparecen y mi cuerpo parece que no fuera mi cuerpo porque se pone tieso, incómodo.  Entonces es allí donde se empiezan a encarnizar, buscan el punto o los puntos flacos de uno, los defectos más nimios para hacerlos insalvables, obscenos. Me han dicho misógino porque prefiero el pelo largo en una mujer, es un fetiche que tengo; digo, tanto leer a Baudelaire tiene sus consecuencias, además tampoco las obligo a dejárselo largo, sólo menciono mi gusto por la cabellera larga si me lo preguntan; también he pasado por ser un ogro, un freaky, un burlon, un intolerante, un amargado, un idiota, un analfabeta, un mi-rey, un hipster, puts…

En el breve tiempo en que salgo con sus amigos, y que yo siento que es interminable, ya tienen el veredicto definitivo sobre mí y que es imposible de escuchar, sólo padecer; pues le será dicho en total confidencialidad a la dueña de nuestras quincenas –bueno, para los que trabajan–.

Salir con sus amigos es ser un condenado sin derechos, no hay abogado y ni siquiera nosotros podemos defendernos, porque ni sabemos de qué se nos acusará. Para que quede en actas, una vez me enteré –y eso de una manera muy azarosa– que fulanita había decidido terminarme por mi alergia al polvo, porque siempre me ando sonando y para ella era demasiado desagradable andar con un –cito textual–: “moco viviente”. Aunque la ruptura vino después de que salimos con sus amigos.

Pero bueno, después del primer juicio que no sé si pasé o no, la acompañé a su salón de clases y allí el mundo se terminó al aproximarme a ella. Centímetro a centímetro, al irme viendo en las ágatas de sus ojos y al ir su cintura succionando mis dedos, comenzó la finisterre. El tiempo, aunque fue abolido por los trabajos de nuestras bocas, retornó en un segundo y adelantó todos los relojes del mundo, los susurros –que no les diré lo que traían, porque ultimadamente, qué les importa– fueron desvaneciéndose, hasta que la premura en todo lo que nos rodeaba era la señal que el término –cual vil Cenicienta– de la cita había concluido. Me fui corriendo a mi clase y todo transcurrió más lento, pesado, necesitaba aire, su aire, pero en vano, me esperaban dos horas inmensas y yo confinado a un cuerpo que no quería responderme, que sólo dejaba el grifo abierto de la mente para torturarme en pasadas presencias y con la vejiga hinchada, presencia sin pasado, que hacía aún más lentos los minutos, pues, como supondrán, no fui al baño en mi encuentro.

Al salir fui corriendo y de regreso nuevamente la encontré, pero nadie es feliz dos veces, al verme la noté incómoda, yo no sabía si desaparecer o no. La verdad, privó en mí el egoísmo y se tuvo que aguantar, quería estar con ella, así que caminó conmigo por todo el pasillo de la Facultad. La sensación era algo asfixiante en ella, su andar, nervioso, su sonrisa si no forzada, al menos no era ese manantial de luz de hace unas horas. La Facultad se empezó a hacer más y más diminuta, ella veía mares de gentes contra nosotros, la observaban, cuchicheaban sobre nosotros, se empezaba a ahogar, le di algunos besos para tratar de volver a nuestro propio mundo, pero su boca estaba cerrada a cal y a canto. Con tal que apuró o apuramos, o alguien superior a nosotros lo apuró, el paso y llegamos en un santiamén al Ágora. Allí hizo un supremo esfuerzo en tomarme la mano –porque finalmente me quiere, digo andar con un peluche viviente por la universidad dice demasiado de ella–, escuché las bisagras de sus brazos rechinar hacia mí, estaba como acartonada, era un émulo de ese robot flacucho y dorado en aquellas películas de Starwars, por mi parte yo era ese perro peludo enorme –bueno, no tanto, la verdad soy bastante chaparro– que aparece en la misma película: Chubaca. Traté de probar suerte con mi boca pero sus ojos permanecían abiertos, buscaban una salida, un modo de huir, yo chupé mis pómulos para ocultar un poco mis cachetes a ver si así lograba que se sintiera mejor, pero era inútil, por más que trataba ella sentía sobre su cuerpo todas las miradas del mundo: sus amigas, sus exnovios, sus padres, sus hermanos, Johnny Deep, la del tipo que le hacía de superman adolecente, Muciño, Garrido, Bob Esponja… Con tal que ante esas apariciones, me vi vencido y lo mejor fue despedirme dignamente. Le di un beso, recatado, sin lengua y sin babita –y vieran lo difícil que fue– y me dirigí a la salida completamente erguido, pensando que al final las dádivas otorgadas por gracia de una divinidad siempre se pagan de una manera u otra.

sábado, 9 de febrero de 2013

FRUTO DE TI



Si algo he aprendido de la poesía es que ésta es y cumple su función en el instante en que encuentra su lugar en el mundo, en nosotros, por el simple hecho de que es una “materia de paz” que congrega, que da la mano o que grita si el otro grita. Ruben Bonifaz Nuño fue el poeta que me enseñó el oficio de cantar –desgraciadamente he sido mal alumno–, y éste no sólo está fincado en el ejercicio con la hoja en blanco, en ir a punta de cincel afilando una a una las palabras para que vayan formando y formándonos en eso que llamamos poema.

La poesía es sobre todo acto, justo grito que a pesar de ser desgarradura, alivia; porque el canto, cuando en verdad lo es, nos arrebata de nosotros, es catártico, nos purifica al término de la lectura y al entablar un diálogo con nosotros nos acompaña y palia un poco nuestra soledad; porque hay alguien (el poeta o esa esencia intrínseca que contiene todo poema) que también –como dice Bonifaz– se quema en contra de lo que nos hiere “por amor, por ser hombre;/ por amor de ser hombre[…]”

Por tal motivo, la poesía sin amor y sin humanidad es sólo un tronco hueco, es sólo retórica, un ejercicio racional que no nos lleva a nada. Rubén daba al mundo con su poesía –y lo seguirá haciendo– lo que al parecer es gratuito, anodino por ser intangible, la mano a quien la necesitase.

Cuántos de nosotros ponemos una mano contra la injusticia cotidiana –y no me refiero a las grandes iniquidades, sino a la de todos los días que vemos y nosotros mismos llegamos a realizar o a padecer (en la universidad, ¿no apañamos el único libro de la biblioteca que nos dejó leer el profesor?, ¿hemos cedido el asiento o la sonrisa en el transporte público?, ¿hemos dado una palabra de consuelo a nuestro hermano o nuestros padres?, ¿hemos sido fieles con nosotros mismos?, etc.)–, cuántos, desinteresadamente hacemos algo por aquel  que nos necesita y no tiene voz para pedírnoslo.

Bonifaz era un hombre de sonrisa fácil en un rostro duro. Su timidez, si bien odiosa para él, era creación,  era soledad que en la escritura encontraba la manera de comunicarse, de estar con nosotros, de poseernos y devolvernos llenos de fe al mundo, de mirar, pero mirar realmente al otro, de entender el dolor que sufre e indignarnos y amotinarnos contra éste:



Mientras me queden rabia y voz y aliento,

nadie podrá decir que sufre

sin que yo grite, al menos, que no es justo.

Que nadie lo merece, que no puedes

haberte merecido el sufrimiento.



Sí, nadie merece sufrir, pero todos en mayor o menor medida lo experimentamos. La lucha es no sólo injusta, parece inútil porque la vida, este mundo que hemos hecho a “imagen nuestra” nos niega, nos cercena y en última instancia nos devora. Nos tasa y nos pone un código de barras, un valor que va en contra de lo que es humano, de lo que la sangre y el aliento significan. Por ello, en momentos, el poeta, mi poeta, mi amigo Rubén Bonifaz Nuño –y que me perdone la academia por negarme al uso del yo poético– piensa que su labor podría servir de nada:



Y yo quisiera. Yo pregunto

si el amor no puede ser inútil.



Pero sin amor, y lo sabe Bonifaz, no existiría nada, no habría reconocimiento, lugar para la ternura. Sí, en el amor también se gesta la cólera, la rabia, la insatisfacción, hay frutos amargos; pero sólo por gracia de éste es posible estar en el otro, en ver en su mirada la nuestra, en sentir en su carne el ardor que nos devora o mirar cómo su tristeza desfigura nuestro rostro.

El amor, el Eros, hace que el mundo sea habitable, porque desarticula -quizá por unos segundos- la soledad. El amor une, funda sociedad, camaradería, religión –en la más primitiva de las acepciones–, famila, compañía, fidelidad:



De cólera y ternura estoy poblado

porque estás triste y sola. Desde el fondo

me quemo en contra de lo que te hiere.

Por amor, por ser hombre;

por amor de ser hombre, estoy diciéndolo.



Lo que nos hace humanos, hombres es precisamente ese sentimiento. Es ver en el otro a nosotros mismos, es querer para fulanito lo que quiero para mí y cuando no se logra, cuando vemos que el tiempo se encaja rabioso sobre el otro, no podemos menos que:



Contra el dolor que tienes,

que no puedo negar porque no es mío,

mi orgullo de ser hombre se me enciende

como un árbol colérico; te busca,

me hace temblar el corazón, me lleva

hacia ti y hacia todos, y te miro

como parte de mí, como a mis brazos,

como a mi hermana enferma.



Para mí, Bonifaz ha sido por mucho tiempo mi escudo y mi espada, ha sido la guía que ha dictado la mayoría de mis actos, porque su poesía es profundamente ética, está en la raíz del hombre, su canto lo invoca, lo recrea; danza en torno suyo para enseñar el modo de salir renacido del laberinto y ser parte del mundo, de la vida.

Pero para hacerlo es inevitable que el poeta y que el propio lector sufran, se encolericen ante la iniquidad que nos rodea, porque sólo así podrán estos, nosotros –ustedes que lo han leído y leer es padecer–, sufrir una metamorfosis (no un mimetismo, sí un querer ser por el otro, otro y el otro al mismo tiempo):



Creciéndome por dentro,

sacando oscuras ramas por mi boca;

alzándome los brazos, estirándolos

hacia arriba, hacia enfrente, sin descanso;

sin descansar moviéndose,

la ternura y la cólera, al oírte,

me han ocupado todo.



Pero al final, y Bonifaz lo sabe y pide ayuda, los trabajos del poeta terminan en nosotros, porque hay preguntas que sólo el lector o el oidor de poesía pueden responder, deben responder, porque sólo así podrá cobrar sentido el poema:



Y yo quisiera ver de qué te sirvo;

de que le sirve al mundo que yo sepa

que el dolor de los otros es injusto;

que no están bien las cosas, que no marcha

el reloj como debe, que el resorte

central… Y tantas otras.



De qué nos sirve la poesía ahora, de qué recordar una muerte, sufrirla, hacerla nuestra, llorarla. Estoy alegre por haber conocido a un ser humano en toda la extensión de la palabra. Puedo creer que la bondad es aún posible, que no todo está perdido, que quizá pueda salvar a alguien o al menos ayudarlo en algo. No estamos solos en este mundo. Quiero decirle a Bonifaz y a ti que yo también estiro la mano y espero…