martes, 23 de julio de 2013

DE PURO BARRIO



Camino por calles que tienen mejor aliño que el mío y el de mi propio barrio que aún no se hace a la idea de zurcir sus ropas y teñir sus colores para recuperar su juventud, que dicho sea de paso no me tocó conocer. 
              Es un viejo necio. Cada vez que lo miro, y al hacerlo lo hago conmigo, me recuerda que ya no somos lo mismo, para qué querer ser algo que ya no se es, rememoro el moho en sus piedras, la manera en que la luz hace nido en sus esquinas gastadas y romas y sé, en el fondo, que el necio soy yo, pero pocas veces reconozco mis errores.

Le gusta ver sus paredes un poco adoloridas, amansadas por la intemperie, de a poquito en poquito le gusta que la lluvia lo vaya empapando todo y entonces comienza a correr, a irse en desbandada y refugiarse en algún techito o en la panadería, por ejemplo; ya no es tan rápido pero conoce los mejores lugares para empaparse o para ver caer el agua. 
      Justo como un amor mesurado, logrado por el paso de los años, así las pinturas de sus fachadas han encontrado en sus deslavados y desencajados colores la maceración templada, el gusto por desnudarse despacio y no darse a las primeras de cambio, sino mostrarse de a poco, pero con firmeza, sabiendo lo que se posee y de lo que se carece sin miedos y sin excitaciones injustificadas. 
Sus calles, sus recovecos ya no son las llamaradas de otra época que no viví o era muy niño para fijarme en esas cosas, para sentir rubor más allá de los de mis propios cachetes, pero es hacerle justicia al decir que el temple que ha adquirido con el tiempo le ha otorgado no sólo cierta seguridad, sino conformidad con lo que ha llegado a ser.

Puedo recordar, sin error a equivocarme, la mejor hora para habitarlo, para ir asiéndolo calle a calle. A eso de las seis de la tarde me gusta caminar por él rumbo a casa y ver su diálogo con el crepúsculo, armonía de luz y de piedra y tiempo. 
   No sé por qué le sugerí un pasado imposible, un volver a un color que ya no se tiene y quizá nunca tuvo porque el recuerdo es la puta más noble y tierna que podemos tener y siempre lo vemos y se pone como nos da la gana. 
 Quizá mi barrio ya nació viejo, ya entregado a sus habitantes. El cambio es bueno si proviene de una necesidad interna y no de una moda, porque ésta es impuesta y lo mío, mi necedad, lo que quería era uniformarlo sin sentido, porque así lo había visto en otras partes, pero no, sólo hubiera deformado, vuelto opaco y monótono lo que tantos años han logrado definir.

No, cada piedra, cada cuadra y sus árboles y sus paredes me miran desde un ángulo de sabiduría, de conformidad con la vida. Al tocarlos, al respirarlos sé que no se derrumbarán al primer temblor, que si están así, ha sido porque han aceptado con gracia su destino de barrio chato y chimuelo. No quiere padecer, por lo que veo que me sugieren sus puertas desdentadas y sus ventanas de lluvia y de sol, una muerte en Venecia. Está conforme con lo que ha llegado a ser, con lo que los años han hecho de sus calles. ¿Para qué el maquillaje?, nada podría rejuvenecer su siempre vieja y pequeñita, tan poquita cosa asta bandera; que desde que la recuerdo, nunca ha tenido bandera, sólo ha ondeado un sueño, un deseo minúsculo que nunca termina de cuajar y por eso está bien que siga así, ondeando el aire, los suspiros, el anhelo, la nada, la nada que es mejor dejar al aire y coserla en alguna otra ocasión, no en ésta, no, en ésta no, ahora sólo es bueno dejar constancia que sin bandera y deslustrada como está ahora es justamente como debe de verse, para qué inventar un pasado o cambiar el presente si no se siente vergüenza por lo que se ha sido, si no hay una justificación de fondo, si no se ha cambiado en absoluto, si nada ha cambiado para qué una bandera, qué ondearía si no habría nada que ondear aún, si la patria...

            Ahora, que he dejado mi terquedad a un lado, no puedo imaginarme sus puestos de fritangas y garnachas, ni sus cocinas económicas con un pizarrón negro y gises de colores para mostrar el menú cuyos olores ya llevo pegados al cuerpo, mucho menos puedo figurarme la sastrería o la tintorería de colores pastel o sacando de su conformidad a las ollas de peltre, no, no son para adornar, los objetos sirven para algo, no para ser desposeídos de sus oficios.

Camino buscando un café, de lo que adolece, eso sí, mi barrio, donde pueda estar tranquilo y pensar, acompañando cada esbozo de frase con un pastelito de plátano con su coraza bien doradita que al romperla me muestre ese interior esponjado y ligero. Pero sé, al recordar mi barrio, pero sobre todo mi casa, que no hay mejor postre del mundo que un arroz con leche preparado por mi abuela, porque el postre va formando una cocina en particular y a una mujer de pelo algodonado y un movimiento de mano, paciente, tan paciente como los pasos en la arena de una tortuga que lentamente va dejando un millar de pisaditas en la playa, así esa mano que gira lentamente alborota los olores de la vainilla y la canela y a los jarritos de barro que poco a poco llenan sus vacíos y temen mis apresuradas manos y boca, pero no es tanta mi premura porque espero a que la nata de azúcar y leche se forme sobre la olla para ser yo y sólo yo el que la arranque toda y con ella el odio parcial e imparcial de toda la familia.

Acá, por donde ando, es pintoresco, sí; el empedrado me gusta, pero hay algo en él que huele a nuevo, a polvo recién inaugurado, sus fachadas son de colores de cuento rural, de relato costumbrista, de esos cuadrosde pueblo hechos en serie con una pared oculta por una bugambilia y una luz que parece quemar cada piedra de cada casa y de todo el adoquinado y que terminan en los consultorios médicos junto a las estatuas de don Quijote y el buen Sancho.

A pesar de sus bicicletas que emulan un pasado vivo y de las personas coreográficamente paseando a sus perros, siento que falta ese aceite quemado y ese chapuzón de masa doradita y esos ladridos vagabundos y esas viejas echando pestes de la vecina que está bien buena y dicen, aunque nunca se ha comprobado, que es una puta y por eso se levanta tan tarde; y faltan también esos tendederos con la ropa colgando como lágrimas a secar que esperan el pitido de un barco para echarse a volar hacia él; y ni qué decir de la falta de un don Pepe como el de la tienda de mi casa o de doña Venenos competencia garnachera de mi tía Marina que sumergía en el aceite las gorditas de chicharrón aprensado con un movimiento de ola ligerita con aquella mano de espuma como no he visto más; si Poseidón controlara también el aceite de cada uno de los comales seguramente el símbolo que lo representaría sería ese movimiento de mano de mi tía al deslizar la masa en las cobres aguas de su infiernillo.

            Por lo pronto tanta jamaiquería de mi parte me hace cambiar el café y el pastelito por la búsqueda de un puesto callejero que me haga abstraer el verdadero espíritu de estas calles y de su gente, porque nada como la comida para conocer las costumbres y el pulso y la alegría y antigüedad y actualidad de un barrio.


1 comentario:

  1. El barrio, como la casa, es un organismo que vive y en el que vivimos. Criarse en él es hacerse a su ritmo interno de vida y al olor de sus calles o, en el caso del mío, a su frío invernal y su plomo de luz por las dos de la tarde. Tú, que por alguna razón no te atreves a mudarte, lo tendrás más pegado a tu piel; pero con todo y la mudanza uno no deja de sentirse exiliado y falto de esa gente suya, que aunque suele ir y venir o ver pasar generaciones, no deja de habitar el paisaje y ser parte del mismo organismo en cuyo pulso nos reconocemos.

    ResponderEliminar