sábado, 19 de octubre de 2013

BIZCOCHOS



Tengo una obsesión con cierto tipo de señoras, algunas señoritas aún, pues su fragilidad es evidente. En apariencia todas son delicadas, bondadosas indudablemente, pues son capaces de cargar con nuestros goces que muchas veces son pecadillos que se reducen a una falta de ascetismo, de continencia.

Son algo acartonadas, serias, muy, muy serias, quizá se deba a lo duro que supone guardar nuestras intimidades, el secreto es difícil de mantener cuando no se tiene pleno control de sí, y sobre todo en ellas pues con cualquier movimiento fuera de la norma empiezan a hacer muecas, a sufrir todo aquello que de nosotros saben, pero sobre todo cargan; tanto así que nuestra gula puede de un momento a otro anunciarse por la comisura de sus bocas o peor aún, rodar por el suelo al igual que nuestra felicidad.

Es imposible que no las observemos si llegan a pasar por la calle, siempre acompañadas, eso sí. Su percha causa revuelo, codicia, la frondosidad de las curvas que su piel de estrazada dibuja es imposible de ignorar. Pero, al mismo tiempo, dependiendo el acompañante saben camuflarse, ya sea como señoronas porfirianas o victorianas quienes jamás pierden ni el ritmo ni el paso; o pueden llegar a ser todo lo frívolas y corporales que puedan y afirmarse en sus siluetas, en esas redondeces que hacen gruñir nuestros… estómagos; o ir cándidas del brazo de algún pelmazo que las llevan derecho a ese festín de delicias de las cuales son ellas, siempre y siempre, sin importar lo recatadas o descocadas que sean, el broche de oro de esa mesa.

            Ellas son quizá los seres más acomedidos y bondadosos. Sus formas, entre más llenitas mejor, me hacen salivar como perro plavoviano, las codicio sobre todo muy de mañana o ya cerrada la noche. Incluso si están en la mano de otro sujeto, no me importa, yo las miro, las sigo con total deleite, con desesperación, esperando que dejen entrever algo, un poco de esas redondeces que guardan.

Hay momentos en que me figuro abriéndolas, metiendo toda mi mano, entera mi cara en ellas, impregnándome de sus olores, de su azúcar, sonrosándome los labios y la barba, toda pegostiosa de tanto sumergirme en ellas; escurriéndome en la suavidad que guardan, hincándoles la lengua, el diente, tronándolas, desesperándolas, venciéndolas al fin con mis labios hasta que sus quejidos no sean más que un murmullo en mi boca anegada por ellas. Me veo saboreando sus conchas, perdido en ese vicio incontrolable; o susurrando, mientras muerdo una oreja y veo que más me zampo, no sé qué cosas.

            Aunque, cuando al fin tengo el suficiente dinero y van entre mis brazos no puedo evitar palparlas, presumir que son mías, me encanta meterles mano, sentir sus trenzas o esas achocolatadas cortinas que las cubren o apretarles los bombones y asir con un absoluto dominio sus teleras. Son mías y me gusta presumirlo. No puedo evitar ser tentón y sí, un poco golosillo, es inútil fingir alguien que no soy. A veces sólo les arranco un suspiro, otras me paso de listo y lengüeteo sus ombligos de Venus, cuando los hay. Es imposible, por más que intento que lleguen enteras, no puedo, termino merendándomelas antes.

Cuando al fin entro a casa y las ven todas voluptuosas, bien dadotas –me da pena confesar lo siguiente– o cuando dos de sus amigas me acompañan –la verdad una no se daría abasto– la ceguera se apodera, no sólo de mí, sino de mi familia, nos olvidamos de todos los modales y etiquetas; las abrimos, las desgarramos con desesperación, las palpamos, nos apoderamos de ellas, olvidándonos de nosotros mismos.

A mí la verdad me da pena y un poco de terror ver a mi madre sobre ellas, pues no por nada es la más experimentada de la familia en los asuntos bizcochiles, le gusta tomar su tiempo, observarlas, palparlas, acomodarlas en un riguroso orden de desesperación que desconozco. Tampoco he sido muy observador, en esos momentos prefiero estar coqueteando con dos o tres al mismo tiempo; pero ella no, a cada una le da su lugar y su tiempo, le gusta particularizarlas, saborearlas en lo que tienen de únicas.

La verdad la envidio por tanta paciencia, pero al mismo tiempo me compadezco de las Panchas y las Garibaldis que caigan en sus manos. Hay veces que quisiera arrancarle una de sus presas, pero es inútil, yo con qué cara, además es la cabeza de familia, la que primero escoge –y aquí la envidia me corroe–, la que tiene la última palabra si están o no en su jugo, si pachoncitas o ya se están endureciendo o secando.

Mi hermana es algo quirúrgica en sus métodos, no se conduele con nada, cuando una de estas pobres cae en sus manos, no le importa destrozarles el vestido, o las falditas de pliegues rojas, le gusta desmembrarlas, ver sus entrañas, el tesoro que guardan y que un segundo después irá resbalando sobre ellas; sé que en sus manos… no, es demasiado, demasiado para poder describirlo; porque si en algo es virtuosa mi hermana es en la tortura, en la lentitud con que sus dientes cercenan y degluten esas capitas doradas o esos rellenos cremosos, tan juveniles y puros que a punto de turrón caen entre los garfios de sus manos.

Yo, qué les puedo decir, padezco de desesperación, como si hubiera sobrevivido a una guerra. Con un poco de pena he de confesar que de dos o tres mordiscos les doy fin, quisiera pensar que se debe a que no me gusta verlas todas destrozadas, mutiladas, que me gusta recordarlas tal y como fueron, cuando éramos uno, cuando en mis brazos el mundo era poca cosa porque ellas me llenaban enteramente los sentidos.

Sí, me gusta engañarme al pensar que lo mejor era ese golpe de luz de la primera vez que las vi y me fueron entregadas a cambio de unos billetes, que son mías, todas mías; y ellas, sin palabra ni obra, sin poder opinar, rendidas y con el espanto en el cuerpo se vienen con su nuevo dueño, con su caníbal. Y así nos vamos juntos, juntitos y muy quedo. Aunque tengo mis gustos, no crea que compro nada más por comprar; me tomo mi tiempo en seleccionarlas, y no dejo que nada fuera de mi propio gusto me determine; y no es racismo pero yo prefiero la blancura sobre todo; que las conchas sean blanquitas, por ejemplo, no me gustan las negras, ni que estén chamuscadas, y nada que me digan que están tostaditas por el sol y esas cosas que ni Salomón le creyó a la voluble Sunamita; no, me gustan sin mancha, suaves entre mi boca, que su piel tenga un color parejito, que se les vea lo lechoso y con un poquito de rubor. Las disfruto más sabiéndolas pachoncitas y claras, tiernitas, sí, sobre todo me gusta agarrarlas tiernitas. 

Yo no diré el modo en que las devoro, no tiene caso, hay momentos en que la privacidad debe reinar, en que la palabra debe quedarse tras la puerta... y ahora con su permiso, es de mañana, y tengo ganas de ejercer mi voluntad en alguna de estas inocentes. Buenos días. 

1 comentario:

  1. Cuánta voluptuosidad!! ¿Quién no reconoceel salvaje crujido de una oreja mordida en pleno jaleo y los temblores que provoca? En honor a la raza, o quizá sea un asunto pasajero, prefiero por ahora las conchas achocolatadas, eso sí bien suavecitas y estrechables. Lo vago se te nota en tu modo de brincar de las sensualidades lúbricas a las del paladar sin decir ¡leche va! (pues estas delicias con agua serían una tristeza). De no ser las tres de la tarde y tener que salir corriendo al trabajo, haría una escala en alguno de esos "giros negros" con el (otra vez) "santo olor de la panadería".

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