viernes, 25 de octubre de 2013

DE PULQUES Y AMISTADES



Avanzo con los zapatos calados hasta los huesos, temblando de labios y dientes, con la lluvia afirmándose en el mundo, que es el Centro del DF para mí. Camino esquivando los chicles pegados en la acera, los aullidos no sé si de los perros o de aquellas piedras a medio esculpir con la mano estirada que abaten con su indolencia, con su desapego del tiempo al clima que termina por embozarme.
La prisa de los paraguas se agita en contracorriente de mí; pedazos de unos labios, de un olor, de un “cinco minutos más…” penden aún de un poste de luz. A lo lejos la esperanza de unos tacos es anunciada por el vapor de la carne y la grasa que sube hasta perderse en las volutas de la noche y los ensueños de mi estómago que en vigilia sólo añora.
Camino y pienso en la gentileza de un café, en el tacto de la porcelana caliente, en los pasteles de plátano con nutela o el queridísimo de elote que se derriten en la cuchara, pero agito la cabeza, niego, me doy valor y palmadas en los cachetes. No, me digo, no, quedé en algo. Yo que siempre fallo, al menos esta vez, que la palabra diga sus memorias, no serán las últimas, tampoco hay que ser funestos, pero quedé con aquel de cumplir una promesa, de entrar a saco y sin  mesura en el pasado común, enel que un par de senos bondadosos anuncian el tarro, espumante, casi fuera de su escote de vidrio –calenturas de una mente enferma que nunca ha ido al oktoberfest ni ha visto jamás meseras como aquellas–, y sí a un viejo chimuelo de sonrisa de brinco y de trapo acomedido que en dos por tres limpia la mesa y toma el pedido algo parco –a decir verdad– de dos pseudointelectuales uno panista –si leyó la entrada anterior lo podrá comprobar– y otro de izquierda recalcitrante; además mis recuerdos, la parte que me toca dilucidar hoy, aunque se remachan y se amachan con las cervezas no empiezan allí, si no en los pulques, manjar del jodido, del peladito o del hispter de ocasión.
            Los martes, lloviera o tronara, nos esperaban Las Duelistas, habrá mejores pulquerías, no lo niego, pero el centro y el camino de López hacia la pulcata tienen un cierto encanto, un aire de familia, por así decirlo; caminar por aquellas calles era como el tentempié idóneo, el camino de mi proceso iniciático que iría de las fiebres intelectuales hasta otras más tangibles pero más lejanas, aunque eso sí, urgentes, urentes y turgentes invariablemente. “¡Ay, mujeres de la Quinta Avenida!” o “a todas las hallo bellas y a todas favoritas.”, para terminar diciendo que no a todas, claro está.
La puntualidad era esencial en nuestros martes, como las mochilas o el estar volteando a todos lados buscando un rostro, un cuerpo como un vaticinio de que el día sería pródigo en sus bienes; además, al menos para mí sólo la mujer puede afilar y enrabiar mi imaginación, necesaria para un encuentro de tal envergadura, porque ante todo, somos escritorcillos, sí señores, pseudopoetas no del hambre sino hambriados; las hojas blancas y los lápices, nuestras armas que enristrábamos en ese jolgorio de risas y olvidos, las hojas muchas de ellas recicladas –por si algún engendro-custodio de la naturaleza lee esto– con su pulular bien nutrido de negros insectos de tinta que terminaban guillotinados por el carbón del lápiz o ahogados y machacados en los mojados círculos del tarro; todo ello era si no vital, sí el pretexto necesario para empinar los codos en todos esos mundos que nos ayudaban a soportar la vida, en hacer habitable la semana, el minuto, el propio cuerpo tan peludo y rijoso, al menos el mío, de mi amigo no hablo porque ya hasta las entradas de su pelo parecen ejes viales.
Para mí los martes eran la culminación de la semana, la base que sostenía el equilibrio de mis huesos y mantenía a raya el pesimismo que cada vez es más difícil de soportar.
Muchos dirán que es el alcohol lo que nos conjuraba, que no me haga pendejo, para qué tanta justificación, puede ser, pero entonces no tendría qué escribir y no podría cumplir con la cuota semanal en mi Vagalia. Además, no, no puede ser eso, por más pantagruelezcas gargantas que teníamos o que yo tenía, los motivos eran otros. Nadie me puede culpar de que mi constitución fisiológica fuera apta para los vicios de menor grado. Vicios de menor grado –ay, güey–. Ustedes perdonarán, tienen toda la razón, darles un valor, ponerlos en una escala es absurdo. Soy el menos adecuado para ser censor de vicios y virtudes.
Dejando a un lado la perorata, lo cierto es que nos veíamos por el mero gusto de hablar, la mayoría de las veces en la entrada de Las Duelistas, en aquellas puertas verdes que para mí siguen significando la frontera entre lo tangible y lo intangible; entre necesidades espirituales y materiales. Porque esos son los lugares que nos despojan de las máscaras de la monotonía y de las frustraciones y nos hacen adoptar otras, más resquebrajadas, más carnavalescas  -si es que aún se tiene la fuerza o la capacidad de ponerse una más-; o bien, simplemente se está con la cara que nos resta, con las moronas que aún nos constituyen como ser humano, tan mísero y desnudo como cualquier otro. Es allí donde se entronan las palabras y los gestos, que se coronan los deseos y las imaginaciones, que si bien no son concretadas sentimos su cercanía, la posibilidad de hacerlas tangibles; pero también, y no nos engañemos, presentimos que la fiesta en cualquier momento terminará, unas horas a lo mucho, pues nadie tiene tanto hígado, ni tanta fuerza para mantener el simulacro, la escisión con la vida que nos da de tragar y nos aleja del despilfarro sensitivo.
Pero bueno, al entrar en la pulcata cada uno de nosotros tenía sus preferencias, él prefería las barras –pero es justo darle un nombre, nombrémosle Patidifuso–, quizá por el ánimo de querer darle la espalda al mundo o para hermanarse con los solitarios, los desposeídos, con aquellos que sin pena piden su cubeta y ven pasar las horas de su rostro. Quizá se deba en Pati… a un ritual de su izquierdismo a ultranza –hay tanto misticismo y mártires y biblias y mitos en esos seres ungidos de rojo que alguien no iniciado como yo no comprende aún– o quizá sea un símbolo espacial de su rojizmo, bueno, la verdad no sé y es mejor no jugar con esas cosas, no se me vaya a aparecer Marx o el Ché…
Yo, al ver a las personas allí sentadas, las siento como huérfanos, solitarios que, por convicción o no, por tendencias suicidas o políticas o ve tú a saber por qué, prefieren encerrarse en las honduras del espejo que les devuelve, en primer lugar, la calva del cantinero o en este caso pulquero limpiando los vasos; en segunda, el imperceptible saludo apocado de ellos mismos que los inviste de cierta nobleza andrajosa y beoda que los sentados en las mesitas de plástico o de manera ya medio podrida no tenemos, o al menos no la notamos, porque nosotros necesitamos el mundo, sabemos que una barra nos aniquilaría porque estamos cansados de nosotros mismos y necesitamos al otro: la sonrisa de una mujer, de un cuerpo gentil escurriendo o apachurrándonos con sus dones, sobre todo si es viernes en la tarde, pues esa promesa o espejismo se aglutina sobre todo los fines de semana y más si es quincena.
            Cuando por fin entramos y después de los primeros saludos y de jugar a las sillitas y al fin quedar sentados, pedíamos usualmente un litro de curado –el estómago no daba para más, al menos en los últimos tiempos– para ir lubricando la mente, las historias, las memorias, esos trocitos de felicidad que iban aquilatando la mirada, sacando de la norma a la lengua y al lenguaje y así, como personajes Proustianos, empezábamos a recordar versos, nombres, novelas, personajes literarios, lugares que poco a poco se encarnaban en nosotros o en cualquier otro que a tiro de piedra le notáramos cierto parecido con alguien o algo; cuántas mujeres de la Quinta Avenida no pasaron cerca y tan lejos de nosotros, cuántos hombres –y nosotros mismos– nos recordaban ese poema de Bonifaz Nuño que parece un himno para todo aquel desposeído que no tiene un disfraz hipster y unos lentesotes para ir a algún baile en pro de las cochinillas de la India y que siempre, siempre alguna vez, vieron incumplida alguna cita y salieron despreciándose.
La pulcata nos hermanaba con el otro o al menos nos hacía compañeros con el de al lado; necesidad angustiante de salir de nuestro kafkianismo al menos por el tiempo en que duraba el hechizo de la conversación; porque conversar, no es presumir lo que se tiene, tampoco lo que a uno le falta, conversar es compartir, es departir los panes, su santidad –que tanto me recuerda a Pati… más que a Velarde–, pero también el dolor, la carga del mundo que parece no soportarnos más.
Mis martes eran algo sagrado porque eran un encuentro con esa parte mutilada de nosotros mismos que el siglo veinte y el veintiuno se han dedicado sistemáticamente en enterrar: nuestra parte sensible, espiritual, intangible, humanística –en memoria de…– etc. La palabra para mí, al menos en mis martes, y en la actualidad cada que veo a Pati…, tiene el don de religarme con el mundo, se desliza como el pulque, cargada de una verdad viscosa que nos acaricia el gusto, que nos llena la boca, hasta rodar densa y delicada fuera y dentro de nosotros, alimentando los minutos, esas sillas que de repente sostenían algo más que sólo dos esqueletos… Porque allí el diálogo estaba liberado de cualquier mezquindad o interés. Conversábamos en un estado puro, en una especie de ingenuidad con toda la mala leche de los años y las lecturas corridos, pero también nos desdoblábamos en maestros y alumnos, pues uno aprende bastante si escucha al otro y más si, como dije, no tiene empacho de guardarse nada, aunque a veces, en nuestras charlas, yo parecía mariachi desbocado en tristezas y Pati… siempre ecuánime, aún en los momentos de dolor, rara vez se daba a arrebatos.
            Pero a pesar de estas diferencias somos hombres –no hablo de género para que las feministas no se sientan atacadas- y porque pensamos –o nos damos ínfulas de hacerlo–, tristes; y eso mismo nos hermana; sí, es cliché, pero el dolor nos hermana, nos reconocemos como parte de un mundo, de una época en decadencia y por ello podemos seguir y sonreír de vez en vez pues alguien como nosotros también ve el espectáculo del mundo en que nos tocó vivir y se estremece al constatar lo que queda, el espacio en que tiene que desarrollar su acto o inventarse su propio guión, por ello reconocer a alguien que sea sensible y no sólo un orinal de dinero ya es motivo de goce, porque la sensibilidad, el entendimiento nos hermanará siempre. Por eso cuando pienso en Pati…, no puedo dejar de hacer lo propio con Bonifaz Nuño o con otros de mis amigos como: Ismael y Moisés; pues todos ellos tienen el don de hacerme empático contigo que lees esto y también con aquellos que no conozco; me hacen creer que la bondad es posible y que la vida es vida porque hay otro por el que puedo mirar al mundo –no me pregunten de quién es el verso.
            Por ello niego las barras y la soledad, porque soy alguien que necesita del otro para salir adelante, yo sólo no puedo y tengo que tender mi mano de letroso pobre, de intelectual malparido, de poetastro asumido, de mamón de ocasión y universitario –de la UNAM- de corazón. Por ello aquí agradezco que haya gente que se abra de capa y diga lo que tenga que decir, que miente madres, que se desespere por el país; pero del mismo modo en que agradezco las catarsis ajenas no puedo juzgar a la gente que no se mueve, pues cómo se va a mover si nacieron en el encierro de la enajenación, cómo culparlos si nunca nadie les ha enseñado los caminos del aire, de la libertad que encierra el tomar un libro o pensar que hay un más allá de la televisión y el Facebook y el dinero, pero no es fácil porque la mitad de mi país no tienen para tragar y la mayoría tiene miedo; en esas condiciones no puedo esperar que haya tiempo para leer, para recrearse mamonamente como lo hago yo desde el calor de mi casa.
Perdonen el exabrupto, iba a escribir únicamente de mis martes pulqueros, describir a la gente que veía mientras Pati… rayaba mis textos con encono –la amistad agradece ese tipo de violencia contra letras que no merecen menos–; también hablaría de lo que sentía cuando tomaba el pulque o cómo la melancolía y las risas se reflejaban y mezclaban en el vidrio sucio y opaco y recién vaciado y abandonado de los vasos en la mesa; y me iba, claro, a burlar del amigo que para eso es la amistad, pero ni modo hay veces que uno no tiene la pluma en calma como recomienda Alfonso Reyes, por lo pronto ya le corto que esto parece cuento de nunca acabar, buenas noches.

1 comentario:

  1. No puede negarse que, con sus largas pausas e incluyendo los comentarios, esto de las entradas empieza a tomar un poco la forma de una correspondencia. Ya se había hablado de los diarios, de las bitácoras de vida en las que se vertía toda la sensibilidad, parte de la intelectualidad y los recuerdos. Y aunque sonemos como viejos melancólicos y empolvados por un cambio de siglos que también empieza a olvidarse en la aceleración del presente, hemos encontrado un espacio nuevo que pueda llegar parcialmente a suplir, ya en viernes, ya cuando tengamos el espacio para leernos, la comunión rutinaria de esos martes que "la edad y la salud nos han huído". Sí son experiencias hondas, comuniones con un otro que me da a creer de pronto que el mundo no está tan muerto, una convivencia necesaria que nos arroja de pronto a la vida, como cuando mi padre se preocupaba por el niño que no salía de su cuarto y de los libros y lo mejor que pudo hacerle fue obligarlo a jugar americano; comuniones que nos dimensionan incluso entre los vapores del alcohol y nos hermanan como un buen par de nalgas que se vuelven el caliz (qué herejía) de consagración de una amistad entre iguales, como querían e hicieron (nosotros a humilde escala) LaBotie y Montaigne, y que quizá algún día den pie a ensayos u otros textos, pues las entradas no siempre dan para decirlo todo, si fuera posible decir todo. Saludos.

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