domingo, 17 de noviembre de 2013

EL ENSAYO IRREALIZADO



El juicio viene, su rúbrica se siente en la inminencia de los finales, de los ensayos todavía en la modorra de las clases y en el olvido de las bibliotecas, pero poco a poco las ideas para ese ensayo que no apuntamos y se han perdido para siempre empiezan a agobiarnos con mayor insistencia, mas no cedemos aún; preferimos seguir siendo –o creyendo que somos- poetas o novelistas y escribir en vez de un párrafo para ese trabajo final de filología o mexicana un par de versos malos o media cuartilla con el trazo de un personaje aún sin ojos, sin gestos, el esbozo de algo sin historia a la cual habitar y que nunca cuajará, porque más temprano que tarde tendremos que ceder ante ese trabajo final.

Al paso de los días se acumula la tensión, los arrepentimientos por haber ido a tomar el fin de semana pasado y el jueves de esta semana y el viernes y hoy mismo estar aceptando una invitación para evadir la responsabilidad de los finales; total, si no pienso en ello no existe.

            Pero el juicio se acerca con las fechas de entrega impostergables. Las sonrisas están encerradas, presas en el chasquido de dientes, en los mordiscos de labios que han perdido la monotonía de sus horas. En el bar no nos divertimos porque le damos vuelta a lo mismo, nos regodeamos en el sentimiento de culpa por no estar trabajando a esas horas; sobre la música de Panteón Rococó o Café Tacuba se impone la figura del x o z escritor que ya empieza a torturarnos, que exige sus diez cuartillas, su pequeña ofrenda para que podamos ir escalando hacia el escalafón del desempleo.

Al término de la fiesta, de la desvelada, de los litros y litros de alcohol, nos damos cuenta que no valió la pena haber ido, todos hablando de sus trabajos finales, despotricando sobre los malos maestros que aun así exigen una tesis sobre un autor que ni siquiera inspira; o comentando estrategias para abordarlos, maneras de ahorrar tiempo nalga y entregar el mismo ensayo en dos clases o utilizar uno del semestre anterior o al menos las mismas lecturas para varios ensayos. En fin, todo es un cúmulo de desvaríos que nadie concreta porque todos los que estamos allí no hemos hecho nada, bebemos esperando la última hora, porque todo se mueve con mayor fluidez en las últimas horas antes del juicio.

El amanecer después de la fiesta nos recuerda nuestra humanidad, la fragilidad de nuestro organismo. Tenemos sueño, sed, nos duele la cabeza, el colon está inflamado, imposible, imposible escribir ese ensayo de la métrica de Lope y el otro sobre Onetti y su santa ma… de ciudad.

Nos metemos a bañar con agua caliente y allí, en medio del agua, nos tomamos una chela bien fría o recurrimos en el desayuno a unos chilaquiles y una chela bien fría o ir al mercado por un buen huarache con bisteck y quesillo y, para variar, una chela bien fría. Como se ve, la mitología es muy amplia y diversa sobre la manera de cortar la cruda, aunque en muchos casos hay constantes. Para los más arrepentidos, se sustituye la chela por litros de agua, gatorade o simplemente no tomar nada para evitar vomitar o vomitar para que de una vez por todas se sienta uno bien y se calme el estómago. Todo depende de los usos y costumbres de cada casa.

Después de ver la inutilidad de los esfuerzos por contrarrestar las consecuencias de la parranda, nos encomendamos a dios, decimos que ni una más, al menos ya no tomaremos ese maldito alcohol que sabemos fue el responsable del vómito y las llamadas que hicimos y es mejor no volver a mentar. Con lo poco de sensatez y salud y orgullo propio que nos queda pensamos en el pinche ensayo y nos decidimos con dolor de cabeza y todo empezar a escribirlo -sino es que iniciamos la lectura del texto a analizar-, pero en buenas intenciones se nos va medio día.

Por momentos el dolor es insoportable y es mejor voltear hacia otra parte donde nada nos recuerde el ensayo; tratamos de negar su existencia, pero el remordimiento no cede,  y con todo y cruda nos decidimos a prender la computadora, aunque en esos cinco minutos en que tarda en entrar al pinche Windows flaqueamos más de una vez, pero al fin abrimos Word y de súbito la pantalla blanca, blanca como nuestras ideas, nos taladra la cabeza arrepintiéndonos hasta de los pecados ajenos.

Después de que nada se nos ocurre, empezamos con algo que alguien más ya dijo, al menos para no sentir que hemos perdido el tiempo, escribimos o mejor dicho escribo –tampoco se cuelguen de mi ensayo-: Según Pimentel en el espacio se encuentran los valores morales y simbólicos de cualquier texto narrativo… Y de súbito las arcadas suben por mi laringe,  el espacio, el mío, empieza a girar, pierde todos sus colores en ese blanco estridente que me hace casi tirar la Lap cuando emprendí mi fuga al baño.

Vomito, ¿agua?, ¿alcohol en estado puro? ¿Alguien me puede explicar qué es lo que vomitamos cuando sólo sale líquido incoloro?  Lo pienso aún apoyado sobre mis rodillas y con las manos empotradas al óvalo crema de la taza; y de pronto pienso en una entrada para mi blog sobre estas disquisiciones; podría desarrollarse muy bien, pero en seguida el dolor me parte, se encabrita mi estómago y una arcada tras otra va llenando mi existencia.

Al detenerse voy al lavabo a limpiarme la boca y el sudor de la frente, cierro el grifo y con una mano voy tanteando la pared y con otra limpiándome los residuos de agua de la cara, así me dirijo hacia el sillón, rescato la Lap, pues con la prisa quedó con medio cuerpo fuera del sofá; agradezco a los dioses por haberla conservado y me la vuelvo a poner en los muslos. La sensación es cálida, por un momento me olvido de mi cabeza, del frío que lo circunda todo, de mi ensayo y abro, sin hacerlo conscientemente, el Facebook, le cuento a un amigo que me duele un chingo la cabeza y que no puedo hacer el puto ensayo sobre Onetti que me mira desde la cuarta de forros detrás de sus lentes con unos ojos gigantescos, apuntándome con el índice, como juzgándome, le miento la madre y volteo el libro, no sé qué pendejadas me dice el Chubi desde el chat del Face…, con tal que me manda el link de una melodía de una china o coreana o japonesa, bueno asiática y de pronto el dolor de cabeza se intensifica, trato de cerrar la ventana del Youtube pero por error cierro la de Word pierdo mi inicio –y todo mundo de letras sabe lo que cuesta el inicio de un ensayo-; por fin cierro la otra y se la refresco al hijo de la chingada que me hizo sufrir de esa manera y así entre bromas e insultos me dan las seis de la tarde.

Voy a comer algo y ahora sí me dispongo a trabajar, nada de Face…, al menos cinco cuartillas, me digo; qué son cinco cuartillas, las acabo y descanso una horita y después haré otras cinco. Por fin, rehago la frase de Pimentel y enseguida escribo: En Onetti el espacio es fundamental en toda su narrativa…

No he leído todo Onetti, pero por sentido común, digo, no hay texto narrativo sin espacio y si en algunas de sus pinches novelas el espacio es Santa María y hay un libro de crítica de Fernando Curiel sobre éste, pues entonces es lógico que el pinche espacio sea fundamental en la narrativa de Onetti- sobre todo en su novelística –remato el párrafo-.

Aquí sí cuido mis palabras y mejor acoto, porque sólo he leído un cuento de él: “Un sueño realizado”; y no la vaya a cagar al hacer extensivo lo del espacio en todo Onetti–. Continuo con el ensayo: No está de más, aunque la crítica se ha interesado mucho en ello,  mencionar las novelas cuyas acciones se desarrollan en Santa María –en la contraportada vienen cuáles son, y bueno, decir crítica es decir solamente Fernando Curiel que es el único libro que pude hojear; pero de seguro muchos críticos han tratado el espacio, es lo de hoy–.

 Ni siquiera he terminado media cuartilla y ya no sé qué más decir sobre el pinche Onetti. ¡Para qué escogí a Onetti en primer lugar!, pude haber agarrado a alguien del que vimos sólo un cuento, pero no, mi mamonería, mi pose de intelectual caguengue me hizo levantar la mano y escoger la puta novela sobre la economía del “Guardagujas” de Arreola. Si hubiera sido Arreola todo sería más sencillo, quizá ya llevaría cinco cuartillas o hubiera terminado el ensayo para esta ahora.

No, no, la verdad ahorita ya no puedo hacer nada, son las diez de la noche y no sé en qué se me fue tanto tiempo, mejor lo dejo, al menos por hoy, estoy trabado y con mucho sueño, la verdad así no sale nada, para qué forzar las cosas, pero mañana serán cinco y pasado otras cinco y las últimas cinco en tres días, ese pinche Onetti me la pela y así el siguiente fin ya estaré libre para lo que se presente.

domingo, 10 de noviembre de 2013

CALACAS



 Todo el asunto de la muerte es una cuestión de alimentación, un proceso digestivo nada más, podemos reducir la vida a tragar y ser tragado o a tragar y defecar o ser defecados. El fin último de nuestra vida es abonar el suelo para las futuras generaciones. En octubre se hace evidente este ciclo, se encarna, o para ser más exactos, se cocina.

Comer huesos de pan o calaveras de azúcar va más allá del canibalismo o de ser irrespetuosos con los difuntos. El alimento trasciende la burla, la carcajada misma es introspección y retraimiento, un no olvido de la futilidad de nuestros esfuerzos por hacer perdurable, cada vez más, el propio pellejo. Porque comer es un rito, y como todo rito, está lleno de simbolismo, que no es otro que el de tragarnos a la propia muerte. Queremos tenerla en nosotros quizá como talismán contra ella misma, o para recordar que, a su vez, no somos más que una ofrenda de huesos, harinas del mundo.

Por ello podemos chancear con ella, embromarla con toda la seriedad debida porque la hemos digerido completamente, pero además somos nosotros quienes la alimentamos, quienes horneamos la dieta de sus huesos, que son los nuestros. Estas fechas nos van refrescando la memoria de lo que somos y de lo que seremos. Reímos porque no podemos hacer otra cosa ante lo inevitable, para qué llorar ante la única verdad segura sobre la tierra, la única inamovible e inconmovible.

El banquete crece y se renueva cada año, se madura en las barricas negras de nuestro cuerpo, somos el platillo principal y por ello, de cierta forma, los festejados, y no hay festejo en que no participe la familia, la comunidad, sus risas, pero también el tiempo que marca constantemente un año más, una celebración más hasta que el festejo sea sólo memoria colectiva, día en que se recuerdan a todos los muertos:

En tu frente de azúcar llevas

un letrero, mi nombre. Muerdes

un regusto hipócrita a tristeza…



Sí, hipócrita y triste, escribe Rubén Bonifaz Nuño, sobre el hombre; porque la risa que le enseñamos a la muerte es un intento por jalar aire, por vivir sabiendo de antemano que es la carcajada de la muerte la última, quien nos cerrará la boca, quien morderá nuestros labios, nuestra voz, dejando un descarnado silencio.

Hipócrita porque llega un tiempo en que sólo nos queda el consuelo de la muerte, su caricia ante el cuerpo que ya no tiene asideros seguros en esta vida, que no tiene mirada ya para ver los colores del horizonte, hipócrita porque queriendo morir sonríe pidiendo un día más por el temor de no saber nada del lugar al cual iremos.

A veces la muerte se presenta piadosa, otras inmisericorde llegando demasiado pronto o bastante tarde como en el caso de Rubén Bonifaz Nuño a quien la muerte le fue devorando los ojos, las manos, pedazo a pedazo el alma, hueso a hueso el esqueleto, la vida misma y que en su último poemario Calacas la muerte cobra la familiaridad del dolor, del azúcar que va resbalando sobre nuestro nombre, endulzando y acibarando esos versos de última danza, de postrera alegría y sorpresa que sólo obsequia la poesía.

Poemas que me afloran la tristeza y el recuerdo, porque son hospitalarios, pan de muerto que nos engorda el ánimo para aceptar el trago que nos es dado en la fiesta de los convidados. Porque también “Encajonado, oigo mi nombre,/ de cuerpo presente, en esta misa/ de difuntos; muertos ya, me velan.” Y me ven y me juzgan y al mismo tiempo me deshuesan, me agarran del cogote pidiéndome silencio; pero cómo callar si lo que más tengo y he tenido siempre es hocico y hablo y me defiendo y berreo y doy un sinsentido de sentidos ante el temor de morir que es una mano que va subiendo entre mis entrañas, que arranca un poco de mi hígado, que aprieta e hincha mi colon, y yo confieso hasta lo que no debiera por alargar un poco las cuentas de mis días a pesar del dolor o quizá porque duele en un punto aún soportable me amacho y me cubro de mí y de la vida que me tocó en suerte. Quiero vivir porque siento milímetro a milímetro mi ser ajado, porque sé que me he ganado las horas de mi vida y el sueño de la noche y el placer que sólo el cuerpo de una mujer me puede dar para seguir soportando mi existencia sobre esta tierra.

 Enumero a mis muertos, junto sus fotografías en el altar y pienso en Rubén Bonifaz y en Góngora y los trasplanto a mi árbol familiar y me enrabio contra el último diente que se les quedó clavado para siempre; pero también sé que aún queda espacio, siempre sobra pared para una más y me veo reflejado en el vidrio de la veladora y sé que me esperan, pero falta, yo sé que aún falta y por ello río porque aún puedo, porque aún tengo dientes para plantarle cara al futuro.

Sé que la muerte no es justa o injusta, no entiende de leyes ni de sociedades, es amoral, no está casada con una religión u otra, sólo llega, es el único trámite que no firmamos y debemos de pagar.

Pero… cómo no berrear, cómo no extraviar la línea y las palabras y perderme en el cúmulo de rememoraciones por los idos; y hoy en particular, hoy que hace frío y me siento enfermo y me pesa la muerte tuya, Rubén; porque si la calaca embistió contra el montón de harapos que eras, tú y no ella me carió para siempre mis abecedarios; tú llenaste la pila de mi parca bondad, atigraste las flamas de mis pesadillas, calaste a la mujer, a todas ellas a mi lujuria, en la hondonada del espejo la flama del deseo se agita tan hondo moviéndose ciega dentro y fuera de mí, por tu culpa, por tus versos de desterrado y amigo, “de caldo gordo de sufrimiento”, de dolor mujer al lado de la costilla.

Aquí, junto a mi padre y mis abuelos y al bueno de don Luis, en este esqueleto que ni para pan ni gelatina, ni para disfrazar de muerte esta muerte que resucita hoy, contigo, en este primero carcajada y buey venido sin adornos te llevo y te procuro con calabaza en tacha, con ponche, cañas y tamales y moles y flores.

Invoco a la flaca porque necesito morir de apoquito para vivir un día más, porque quiero ver tu sonrisa de malecón Rubén, porque escucho esos versos tuyos: “aburridos de morir, quisieran que algo me tornara a dar vida” y por ello levanto este hilado a lo bruto y con él te siento a mi mesa y parto mi pan y libo en tu nombre para que te apresentes y celebres la cerveza y el pollito con mole.

Y por eso me empecino también en poner una toronja para mi padre y una coca-cola a mi abuelo y un litro de pulque, y un champurrado para quien ya no pueda con tanto frío y con tanta muerte. Rubén, aquí tienes tu mesa un poco dolida y desdentada, pero en pie, aún en pie y con muchos convidados que están deseosos de una mano y unos buenos versos. Aunque, a decir verdad, yo sólo los acompañaré un ratito, no me vaya a gustar mucho la cena, además hay cosas que disfruto de esta vida y como tengo aún quincena y hoy no ando tan feo no es día para desaprovechar tus consejos:


Que habiendo viejas y dinero,

pinche Pelona, me das risa.

  
Así que Rubén, amigos, familia un trago más y nos vamos.

sábado, 2 de noviembre de 2013

EL MES MÁS CRUEL



¿Por qué octubre es uno de los meses que más le gusta a la gente? o ¿será que exagero y sólo obsesiona a los perversos, a las personas que les escurre la lujuria por los dientes, que tienen un complejo de satanismo o de chinche brujeril o una filia extraña por los huesitos de las calacas?, pero, no puedo negar que también a los  melancólicos o depresivos –si pensamos en una taxonomía actual–, las noches de octubre los arroba, los alela, como si un estigma de pronto despertara de su piel; además -y esta comprobado- los suicidios por ahorcamiento o por fuego, jamás por agua o por algo tan vulgar como un cuchillo o una pistola, aumentan en este mes. Quizá es debido a la luna, a su inmediatez con nosotros, digo, que se ve más grandota, para que me entiendan, pero no sólo es la cáscara de la luna, es algo más sireno, algo que nos hace ir a un ritmo más pausado y más hondo; su cercanía inflama la sangre; materializa en los onanistas los aquelarres místicos y aquellos vicios que es mejor callar para no quemarme tampoco; o quizá este apego por octubre se deba a sus vientos, a esos que agitan los árboles y secan las ramas y precipitan la caída parda de las hojas que hace más visible nuestra propia fragilidad, ya que nos hermana con la podredumbre y con todos esos "ríos que van a dar a la mar que es el morir"; porque no hay mayor cercanía, ni mayor incertidumbre para el hombre que los avatares y los lindes que inician allende la descomposición. Quizá por ello también amamos porque amar es también una especie de muerte y de misterio; es estar presos en esas incertidumbres que nos arrancan de nosotros y nos depositan en una costa ulterior, en una zona invocada pero siempre oculta, en un aire denso que existe sólo como un eco o una sombra o nombre y nos muestra nuestra orfandad, lo necesitados que estamos. Mitades de un sueño o deseo que buscamos completar y nos va carcomiendo en lo más hondo de la entraña, porque nada nos completará, nacimos malformados, hijos de un mundo contrahecho. Pero, perdónenme por esta retahíla de sinsentidos, es absurdo formular una definición sobre el amor, porque éste es movimiento y cambio. El misterio se vive, no se nombra. Octubre por ello es el mes del amor y de la muerte, de los suicidas y huérfanos, de los perversos y los onanistas, de la desnudez a destajo, de la luna fría, titán descarnado y triste, nuestro hermano, nuestro semejante.

II

No es Abril, como afirmaba T. S. Eliot, el mes más cruel; porque éste no es un espejo como lo es octubre y no hay mayor crueldad que la de un reflejo que advierte, que interroga, que se ensaña sin palabras, que se quiebra y se desmorona entre nuestras manos al mirarnos. En él vemos lo risible que son nuestros esfuerzos por dejar constancia en este mundo tan voluble. Además, es un mes largo, tan largo como la espera, porque su tiempo es interior, es un espacio de retraimiento, de reflexión y memoria; amargo como una mujer en el litoral de una ausencia, febril y hondo como el arpón de un capitán en la negrura. Octubre se estira a nuestro ritmo y al ritmo de la agonía, tanto así que llega a deshuesarse hasta el dos de noviembre. Por ello, no se engañe nadie, sus noches aún ululan en el despertar de nuestros muertos. Son las lunas de octubre quienes los convocan, quienes exigen y encabezan y descabezan el banquete y nuestras risas que van creciendo más y más hasta descoyuntarse para acallar el rechinar de puertas y memoria que destejen y tejen nuestras sombras familiares.

La parca llega en octubre, no en noviembre. Noviembre es el salón después de la fiesta, es la nevada estéril, es amartillarse en el esqueleto para soportar la brutalidad del frío, allí no hay nostalgia, sólo la tozudez por aguantar, por llegar a fin de año; es transición, es camino, puente, no puede ser el mes de la muerte porque ésta llega puntual, no espera, no es una vereda por recorrer, es un fin y un inicio, es un ojo gigantesco marcándonos el alto, es el último reflejo que nos queda en la baraja. Una ofrenda no es, ni puede ser la procesión, por ello octubre es el templo, el altar de la homilía negra, la culminación del esfuerzo humano por perpetuarse más allá de los huesos, por encarnarse en la muerte y ser muerte vivida, carcajada de memorias, azúcar en el luto.

Noviembre es un mes donde la muerte ya nos ha tomado completamente como inquilinos y es tanta su familiaridad que empezamos a olvidarnos de ella, a perderla de vista y nos pensamos libres, que tenemos todavía un futuro por delante y así vamos sembrando nuestra parcela de desmemoria y nos creemos que tenemos todos los huesos completos, nos portamos indolentes, sin saber que es una burla más del destino, pues la muerte sigue allí, riendo, deshuesándonos lentamente hasta el próximo octubre en que de nuevo se muestra entera, lista para finiquitar la deuda que tenemos con ella; sino es que antes ya terminó de clavarnos toda su quijada, cortando al fin el dorado mecate de nuestra vida.