lunes, 17 de febrero de 2014

EL PANADERO CON EL PAN



Mi barrio en su mayoría es de obreros, oficinistas y comerciantes. Se les ve, ya sea, de madrugada en las paradas o en las noches, deshechos de estar todo el día de pie en alguna tienda comercial o con los ojos rojos y cansados de permanecer todo el día sentados frente a una computadora y un teléfono.

Pocas personas, a no ser gente que trabaja en papelerías, panaderías, puestos de comida ambulante, consiguen trabajo en el mismo barrio. La mayoría hace, como casi todas las personas en la capital, una hora en promedio para trasladarse a sus lugares de trabajo, sino es que más.

El lugar donde vivo tampoco se caracteriza por su belleza, no es un pueblito “mágico”, hechizado bajo la égida de un régimen arquitectónico que le obliga a la atemporalidad, al añejamiento artificioso creado exprofeso para complacer la estética idílica del turismo, a su idea sobre lo autóctono de x o z región determinada; por supuesto que en esta recreación se deben respetar algunas anacronías que faciliten la enajenación y pereza de los viajeros como el wi-fi o el room service –de lo que desgraciadamente carezco-.

Las fachadas de por acá no están pintadas del mismo color o uniformadas con tonos de rumba caribeña: amarillos, azules, naranjas, rojos… Tampoco es una platería de fachadas engarzadas, colina a bajo, en algún anillo creado por la naturaleza.   

Escaparates, espectaculares, letras de neón brillan por su ausencia a no ser las luces de los hoteles de paso o de algún bar levantado más por terquedad que por la afluencia de sus parroquianos. No hay librerías, ni siquiera una casa de cultura cerca, pero sí un walmart y un parque cruzando la avenida siempre atosigada por los escapes y los claxons de miles de autos. Mi colonia digamos es una transición, un puente siempre hacia otro lugar, pues ni siquiera es el centro de mi delegación; es más, está en la frontera entre una delegación y otra. 

Mi barrio quizá por lo dicho anteriormente carezca de personalidad propia, aunque si lo pienso bien, la suya es ecléctica, original, imaginativa, debido a que las casas cubren sus cueros con el presupuesto variable de cada familia. Y es muy loable porque lo logran a pesar de que la estética arquitectónica, el cascarón pues, no varía mucho: edificios de INFONAVIT y cubos de ladrillo de variadas dimensiones son lo que abunda.

La mayoría de las fachadas son planas o a ladrillo pelados y con muy pocas ventanas al exterior, al menos a nivel de la vista. De hecho, uno de los eventos principales de la colonia se da cuando alguien pinta su casa, digamos que es la manera de indicar el tiempo de bonanza y tener una especie de encuentro comunal, dicho de mejor modo: el suceso sirve para viborear a los vecinos.

Las calles no son tan sucias, aunque hay mucho polvo; las banquetas cada cierto tiempo se quitan y se ponen y se pintan con materiales de la más baja calidad para justificar el presupuesto que se roban los dirigentes delegacionales periodo a periodo.

La delegación, a la cual pertenece mi barrio, es conocida por ser una de las más tradicionales del Distrito Federal, de hecho casi no ha sufrido cambios, ni siquiera starbucks ha visto el modo de ganar dinero por acá, al menos no he visto uno en el centro de mi delegación y mucho menos en mi barrio.

Sí, es cierto, hay pequeñas plazas, muy piratonas, creadas con los saldos de las empresas que las conforman para que nos sintamos parte de una clase media inexistente, de un lujo que ni siquiera hemos visto, pero que unas cuantas volutas de perfume nos hacen olerlo, sentir en carne propia un verdadero traje de temporada de CK.

Pero que la “modernidad” no haya entrado a la colonia tiene sus ventajas, pues mi  cuadra desde que yo recuerdo sigue igual: chata y fea. Lo que ha cambiado es el número de mocosos en las calles, hay menos, y eso sí que me entristece un poco, porque qué es un barrio sin su barullo, pero creo que es algo de una época que ya me supera, que no entiendo y para qué hablar más de ello si no puedo mirar al presente sin caer en las nostalgias y en tantas otras algias.

Los animales, por su parte, rara vez se repiten, no he visto pugs en cada cuadra, ni muchos perros de raza; los gatos, por su parte, siguen persistiendo en enjoyar la noche con sus pupilas y sus garras. A modo de resumen, los animales se siguen guiando por su naturaleza, son más las personas que los dejan ser, que las que quieren imponerles un modo de ser que no les corresponde, ni les interesa tener, aunque hoy vi una estética canina…; bueno, un puesto ambulante que funge como tal. Pero bueno, son necesarias las utopías de vez en cuando.

También por acá, a muy pocas personas se les ocurriría llevar a sus mascotas a las cocinas económicas o a algún establecimiento de comida. El refinamiento cultural, y los buenos modales y las nuevas tendencias de higiene en cuestiones de animales no han llegado por acá, cosa que agradezco.

Me gustan los animales, no me malentiendan, estoy dado de alta en AVAAZ y no me gusta el delfín, digo, por acá ni lo venden y nunca lo he probado, y por tanto mi noción cultural me hace ver como salvajismo las prácticas de otra cultura que no comprendo. Lo que tampoco  entiendo es eso de sentar a mi perro en la mesa; en primera, no me gusta llenarme la ropa de pelos, además ni tiene manos y sus conversaciones se reducen a unos cuantos ladridos y meneos de cola. Quizá por ello, no llevo al Firulais a tomar café o a comer, para qué confinarlo en un lugar muy pequeño para su gusto; mejor que se divierta con su pelota ponchada y a ladrido pelado, además ya soy dependiente de los libros y de las mujeres, para qué añadirle una dependencia más.

Lo que me gusta de la gente de por acá, la mayoría, no todos, es que siguen pensando que un perro es un perro, no es un bebé ni un niño chiquito ni nada que se le parezca. Su animalidad, al menos para mí, debería de ser respetada, pues no creo que un perro quisiera ser humano; “-Si se parecen todos a ti cabrón, mejor chango.” Es lo que me dice la mirada perdida del Firulais.

Aunque me imagino al Firulais con lentes, jajajaja, bueno, bueno, no. La verdad es una ridiculez, no se debería tratar a un perro como a un semejante, ni tenerle las consideraciones que ni al prójimo se le tienen, digo, ¡ponerle suetercitos!, ¡ya tienen pelo!, ¿bañarlos? Por qué, para qué, ni yo me baño muy seguido que digamos. Además, su sistema inmunológico está mejor adaptado que el nuestro, pueden, y esto les abrirá a muchos los ojos, vivir a la intemperie, lo juro, pueden, además su estómago está preparado para comer restos de comida. Negarles su naturaleza es lo verdaderamente cruel.

Pero bueno, pasando a otros temas menos polémicos, las panaderías por acá son malas, tengo que aceptarlo. Tampoco hay cafeterías porque nadie está dispuesto a pagar, al menos en los dominios del barrio, por un café tomado a dos cuadras de casa. El nescafé  y el café de olla es lo común. Y lo entiendo, porque ir a una cafetería en mi barrio es un asunto de trascendencia, es un viaje, es toda una excursión gastronómica, es una inversión que reditúa en esa ilusión de creerse clasemediero; por ello es reglamentario, si se sale a comer, al menos tomar un transporte público, pues así el que regresa se siente un Ulises, retorna poseyendo o presumiendo cierto aire de mundo; de saber lo que es o al menos creerlo un buen café a pesar de ir a un lugar como starbucks y haber tomado solamente una bebida azucarada.

Pero volviendo a mi tema, lo que más disfruto de mi terruño son sus sonidos “típicos”: el folclor del pito del afilador piropeando a la pollera o el camotero soplándole a la ama de casa el dulce susurrar de su golosina; o el sonido de ese camión de los helados con su tonadita tan de película de horror que parece gobernar las miradas de los niños tras las ventanas – o las pantallas de sus celulares-, o los pasos de otros que corren tras él.

O qué decir del: “clearasol señora, clearasol…” y por supuesto la voz de Tin Tan cantando “el panadero con el pan…”; anunciando la bicicleta amarilla con la enorme charola de mimbre repleta de conchas, churros, cuernos, ojos de pancha, memelas,  donas…, que hacen que me pare a contemplar mi estado –o mi panza- y me zampe, acto seguido –pues el lunes haré dieta-, alguno de esos bizcochos sólo para sentir que estoy en casa.

Por las noches, cuando regreso de la universidad, a pesar de la inseguridad que gobierna el país, me siento protegido al entrar en el perímetro que me es tan habitual, sobre todo porque lo hago acompañado no sólo de los edificios, sino de los pasos furtivos de los gatos y por el mal carácter de un perrito, Argos, dueño de sí y de algunas pulgas, que desde tiempos inmemoriales me odia y ha jurado morderme;  pero aunque lo deteste y seamos enemigos jurados, sé que mi regreso no sería el mismo sin el callejero ladrido de su pelo, pues sin saberlo, ni quererlo, aleja a los posibles delincuentes de mi paso y me hace saber con su rabia familiar que he llegado a casa; yo sólo espero que el taquero no sea su Caronte o que alguien sienta el deseo de acogerlo en su casa y quitarle su libertad, que para eso ya varias perritas le han hecho el favor.  

Pero bueno, ya basta de tanta perorata, que mucho y nada he escrito hoy, además tengo que ir a la tienda antes que don Pepe cierre.