miércoles, 14 de mayo de 2014

COSTA MOSQUITO



Me he preguntado, no, no, para qué mentir; la verdad es que nada me he preguntado hasta este momento, es domingo por la tarde, zumban a mi alrededor los mosquitos y por mí como si fueran las siete de la mañana u ocho de la noche.

No me he movido ni me moveré, pese la tentación que encierra esa antología de novelas breves de Onetti que tengo casi a la mano; sería cuestión de doblarme un poco, forzar algunos músculos y listo; pero no, es demasiado para un domingo. Además, sólo con el hecho de pensar en  Onetti se me llenan de nicotina las yemas de los dedos.

Tengo ganas de leer pero me las aguanto porque eso de pensar en un día que no da para pensar es demasiado esfuerzo. Mi cuerpo es un oasis de pereza. Nada de fabular, de echar historias al aire y darme al trabajo de hacerlas creíbles, primero en mí mismo y luego en usted; si quiere eso lea Para una tumba sin nombre, que hoy como los domingos de ese Adán de Twain voy tirando, ya me cansa el sólo hecho de mirar lo que sea, de tener la vista perdida en nada.

            No, la cabeza en este momento es un peso muerto que ha sido enterrado por los calderos del domingo, por sus anafres que parecen ir calentado de apoco el cuerpo, fundirlo al sillón o a la cama. Como personaje Faulkneriano no tengo ganas de respirar, de hacer ese pequeño esfuerzo por jalar aire, por tomar una decisión por mínima que fuese. No crea que es por alguna opresión del espíritu, no, nada de eso, simplemente hay días en que uno es tan perezoso que no quiere hacer nada ni siquiera inconscientemente.

Vaya, tengo hambre, pero el sólo hecho de pensar que me tengo que parar del sillón, ir al baño y lavarme las manos; temiendo que probablemente no haya agua en el tinaco y tenga que subir la bomba, y si ésta anda de caprichosa por fuerza treparía al lavadero, buscaría la llave para quitar el tapón y llenaría de agua el tubo para poder purgar esa endemoniada bomba que nunca se instaló correctamente; después, tendría que esperar los tres minutos y medio que se tarda en subir, para al fin, poderme lavar las manos –aunque podría cocinar sin lavármelas, total, es mi propia mugre-. Enseguida me aventuraría a la cocina, abriría el refrigerador buscando qué alimentos tengo para hacer el ejercicio interior de pensar qué podría hacerme sin mucho esfuerzo de comer; para después llevarlo a cabo, sabiendo que tendría que esperar a que se calentara el sartén para poner la carne o el huevo, si hay…, después sacaría los platos, serviría, esperaría un poco a que se enfriara -tortillas ni pensar, no tengo ganas de calentarlas-, y bueno, el problema de masticar, el arduo proceso de ir cerrando y abriendo la boca, cerrando y abriendo, sintiendo el peso de la mandíbula, la resistencia de la comida que no quiere ceder, que se empecina en conservar su forma, hasta que al fin, después de un dinosaurio de tiempo convertirla en pasta, en esa papilla a que se reduce tooodo el esfuerzo que gastaría desde el momento en que decidiera levantarme de la comodidad del sillón hasta este momento de hartazgo…

No, no quiero hacer nada, aunque, a decir verdad, de vez en vez me dan unos arranques de hacer algo porque estar así echado, no crea, cansa, uno se da cuenta, al fin, de sus dimensiones y de sus años.

Pero hoy la verdad el mundo puede prescindir de mí, aunque me gustaría leer a ese pinche Onetti, pero pensar, ¡pensar!, qué digo pensar, despertar de esta modorra, no. También me gustaría hacerle al escritor, salir de ese marasmo tan brechtiano, convertirme en uno de sus hombres futuros, que sinceramente es tan utópico, pero bueno, no me voy a explicar, estoy fatigado.

Qué difícil es comprometerse con algo en domingo, quizá por ello las manifestaciones que suceden en ese día se sientan tan vacías; además, si se da cuenta, los matrimonios se hacen en su mayoría en viernes o sábado. El que se casa en domingo dice sí por pereza, porque no tiene fuerzas para luchar a favor de su instinto de conservación; pero es que pedir vida y humanidad, tener algo de temple en el último día de la semana es una mentada de madre, digo, ya el lunes nos está recordando nuestra condición de asalariados –si bien nos va-, para preocuparnos en otra cosa que no sea olvidarnos de nosotros. Y por si esto fuera poco, para mí este domingo cayó justo después de un día de madres que comí de una manera tan atascada que La gran comilona se queda corta.

No sé, de verdad quisiera disculparme con usted pero no tengo las fuerzas necesarias, desearía, lo juro, que esto que está leyendo fuese a algún lado o tuviera un desenlace, pero ahorita tengo el cerebro lleno de grasa, por no hablar de mis partes pudendas. Además, sí, es verdad, por qué no decirlo, la culpa la tiene Onetti, yo sería más activo si sus personajes no fueran tan perezosos, no sé por qué a todos me los imagino echados o mirando hacia la ventana, pero siempre fumando y bebiendo.

En mi casa eso es imposible, por desgracia el colchón ya está muy viejo y los resortes son unos infelices que no les gusta compartir la cama conmigo; y la ventana donde paso la mayor parte del tiempo da a una pared, y ¿qué se puede pensar cuando el día esta amurallado, cuando la humedad del cemento es la única constatación que se tiene de la lluvia? Digo, sé cómo va a estar el clima no por mirar el cielo sino mi pared, a veces siento que si pierdo esos tabiques se me caería el mundo, vería las cosas como realmente son cuando me atrevo a cruzar la puerta de la calle, y sería terrible, eso de ver a mi tía chismosa todo el tiempo es el verdadero rostro de la desgracia. Además, no es un secreto, odio con un amor único a las personas, no me gusta tratar con gente; al menos la pared me deja imaginarme todo, crearlo a mi imagen y semejanza, desgraciadamente en días como hoy, en este domingo sin pies y sin relojes mi mente simplemente está echada y sólo veo una pared gris, inamovible, eterna; y es tan domingo el día que ni así tengo ganas de calzarme, bajar la escalera, cruzar un baño, un cuarto, la cocina, la sala, girar la perilla para constatar que el mundo vive, que allí, sentadita, viendo pasar trozos de palabras, mi tía, las hila y espera un saludo para inventarme alguna enfermedad venérea o alguna virtud que dios me libre de tener.

Por si fuera poco, he de confesar que tengo la sospecha de que el mundo desaparece los domingos,  o en esos días que no nos alcanza para imaginar ni un cuartito con un prado adentro, ya no digamos para pensar en una mujer. Ahorita ni fuerzas, ni manos, creo que me quedaría dormido a la mitad… total, si bien se ve, no es tan malo ser de vez en cuando el festín de los mosquitos.




miércoles, 7 de mayo de 2014

SILENCIO

Si uno pudiera prescindir de las palabras, si por ejemplo, todo fuese un juego de miradas y de sombras, lenguajes siempre abiertos, dados a las mil y una posibilidades del azar, del deseo con que miramos, el mismo con que se nos enjuicia. Pero si así fuese, la duda crecería, haríamos de un guiño de ojos –ése que únicamente nosotros imaginamos que vimos– un caldero de lujuria, porque la brújula no es sincera, no muestra el mapa completo, nos da lo que nosotros queremos obtener, lo que deseamos.
Interpretamos, siempre interpretamos, pero sin el apoyo de la palabra –a pesar de que ésta siempre nos traiciona, porque nunca sabe, ya lo dijo Villaurrutia, lo que nombra-, siempre veríamos un sólo lado de la moneda, el nuestro.
Si el silencio fuese suficiente para airar la cabeza, para que tomara su vuelo la imaginación y peso las ideas. Pero no, es imposible, es más, ¿usted puede pensar en el silencio sin nombrarlo?, ¿puede estar en silencio absoluto, esto es sin tener una sola idea, sin moldear un pensamientos?, ¿puede quedarse completamente callado, vacío sin usted mismo, sin esa poca o mucha reflexión que usa al interpelarse?
No, no se puede. El silencio es una necesidad de la palabra, es su envés, el reverso del calcetín que guarda la otra parte de la memoria y de la historia, la que no se puede gritar a voz viva, la que es íntima y por ello se engarza más fieramente a nosotros, la que nos interpela con más rabia, la que abre un diálogo silencioso que nos tasajea de forma constante e inmisericorde.
El silencio es raíz, vaso que comunica el pasado y el presente, pero nunca al futuro porque éste se da únicamente en la concreción de la palabra, en esas posibilidades que queremos y expresamos quizá en soledad o en compañía de alguien, pero que muy pocas veces vemos cumplidas.
Es el cimiento de todos los lugares y su fin último. Al principio fue el verbo, pero antes que éste ya el silencio lo acunaba; la sola contemplación de un mundo, el quererlo ver en movimiento, agitado sobre el hombre que lo imaginó hizo que éste lo pronunciara, que fuera árbol, mujer, letra viva. Así mismo, en las antípodas de la muerte es la última estancia de la palabra. Esta renovación del silencio es la apertura y la clausura del ciclo, es la boca de la serpiente cerrándose sobre sí misma. No es el grito quien renueva la vida, sólo la anuncia, le hace su fiesta.
El grito es la pérdida del silencio, el desgarrón que quiere mentar todo a la vez y no puede, es machacar el punto de lo que somos para indicar que existimos, que estamos, que somos cuerpo, pues la voz no es expresión del alma, no, la voz es expresión e impresión de nuestra humanidad en el mundo, de su fugacidad en el tiempo y en el espacio.
En cambio, el silencio únicamente se da hacia dentro de nosotros mismos, más allá de esos huesos que nos sostienen; por ello, aunque Villaurrutia diga que la muerte es el silencio definitivo, lo es pero sólo hacia los demás, hacia el otro, nunca hacia el que muere. El que muere deja de estar en silencio porque éste siempre es expresión de lo vivo, de todo aquello que no tiene forma porque está en constante cambio, en movimiento hasta que al fin lo encerramos en los fórceps de las palabras. El que está muerto no está, ya no hay verbo, movimiento que lo habite, por tanto el silencio y en consecuencia la palabra no tienen cabida en él.
Sí, es cierto que el silencio es intransmisible pero se debe a que es interior, sólo aquel que lo padece sabe que lo padece, por ello se parece más al deseo que a la muerte, que según Cernuda, es una pregunta cuya respuesta nadie sabe. Es movimiento que nos devora el cerebro, las tripas, el estómago sin hacerlo realmente, porque no existe, no tiene un espacio y a pesar de ello los ocupa todos y a pesar de ello nos clava sus dientes en el lugar donde más nos duele.
Pero entiendo a Villaurrutia porque el silencio mayor es pensar o estar en la muerte, que es lo mismo de permanecer completamente abismados en nosotros mismos, es masticar el grito para poder digerirlo y así renovarlo. De otro modo no podría existir la imaginación, no podría articularse, porque el silencio es la dentadura y la atadura del pensamiento, pero también hueso a hueso forma el esqueleto para que exista la entelequia y la concreción de la muerte.
El silencio es el caos creador y la voz es el ordenamiento de ese caos, es verlo construido; la poesía es flor y canto porque es, uno: contemplación hacia dentro y hacia fuera de nosotros –flor-; y dos: expresión de sus aromas, sus texturas, sus colores, sus sabores –canto-. La creación no puede existir sin el silencio, porque éste no es un recipiente vacío, al contrario, es una chistera mágica donde se forjan las ideas que serán concreciones de nosotros mismos: artes, humanidades, ciencias; huellas de nuestro paso por el mundo.
También es importante señalar que es imposible vivir en el silencio, es imposible habitarlo de una forma total y descarada, a lo bruto, porque el silencio es frágil y agudo, es una estancia transparente y volátil, es el vaso de cristal de Gorostiza y la pirámide del sueño, retiro espiritual, de Sor Juana.
 Sus dones se ganan, no es tan fácil adquirirlos porque se dan a través de un ejercicio consciente, de la consciencia y para la consciencia; que es, por paradójico que parezca, palabra y sobre todo en llama; convicción que nos ata al mundo y nos deja poseerlo, para poseernos, y de este modo poder gritar todo aquello que somos y nos falta para ser.
Porque si no es así, si no hay un ejercicio introspectivo, el grito, ya de por sí desarticulado, carecerá de furor, será sólo un metal opaco, un alarido sin presencia, un gesto de desamparo que ni siquiera la persona que lo profirió entendería, porque no sabría cuál es su origen, mucho menos podría salir de tal orfandad.
El silencio es un estado de perpetua vigilia, es la sombra del monstruo esperando el perfume, pronto a ser tronchado, de la virginidad para darle forma a la baba, al sudor, al horror que guarda en sí mismo. Sólo dentro de sus fueros se escucha la tormenta, la lluvia, la huella del jaguar y los dientes del cisne al ser desplumado; sólo en sus fueros se profetiza, únicamente en ellos se comprende la magnitud del mundo o se deja poseer por esa revelación que nos supera y que nunca se deja definir: poesía o divinidad; porque el exterior, la realidad cruda de cada día sin el silencio no existe, no podríamos experimentarlo; si no pensamos en el mundo éste pasará de largo, será nada, porque el silencio es pensamiento o el pensamiento es silencio, da igual, pero de ellos se desprende la experiencia que será memoria e historia.
Por ello el oído está, también, en relación directa con el silencio, porque nos deja definir lo definible y lo indefinible, describir el mundo, lo visible y lo invisible, en pocas palabras nos hace imaginarlo. Es el ritmo necesario de la oración, de la fe, de la divinidad porque nos retrae hacia nosotros mismos y al mismo tiempo nos expulsa de ese exudado de humanidad que somos; nos eleva por encima de los huesos para contemplar todo aquello que no podemos asir con el berrido de la palabra que el silencio zurce hasta darle forma, hacerlo diálogo, comunión.
No, vivir en el silencio es imposible porque al final éste es una espada de palabras, es ese árbol de Bonifaz Nuño que va creciéndonos por dentro y nos mueve hacia arriba y hacia abajo, a un lado y hacia el otro y nos lleva de la mano a ver y declarar la injusticia, a condolernos del sufrimiento de los demás, de su aislamiento porque nosotros lo sentimos, es el mismo en el que estamos; al menos es el mío, porque es parte de este silencio que se transforma en escritura, en brújula de sentido para indicar el sinsentido de hablar por hablar, de pisar el acelerador sin pararse a pensar en el peatón que se tiene delante, en ese otro que caminaba bajo la lluvia de sus inútiles silencios.