jueves, 19 de junio de 2014

EL PASADO NO EXISTE, NI SIQUIERA ES PASADO




El humo del café se va levantando de la taza, envicia la habitación, sus libros, da vueltas dentro de mis sienes, se expande entre el maíz enternecido de las ideas, empieza a separar las palabras, las desgrana o las esconde entre sus brumas hasta asfixiarlas, hasta ser nada, sólo un denso aire, un pertrecho de oquedades.
El calor es insoportable, de tráfico en el periférico, de cuarenta grados en un salón de clases con los ventanales tapiados por las nalgas del sol, endemoniado, el último de los grandes saurios tira hirvientes dentelladas, gemidos de sangre y lava que inoculan su cáncer en la piel y en el movimiento del espíritu, Pandora del pensamiento.
El tiempo se expande como el sudor de mi cuerpo, crea una selva en mi cabeza, negra y blanca, aullidos bicromáticos bajan en forma de lianas, de elipses abiertas, su coletazo brilla como la piel verdosa de un cadáver.
Nado en mi ropa como un enfermo en sus dolencias, en sus relojes que segundo a segundo recuerdan la parálisis de todo, el fin, tan al alcance de la mano como esta dilatada silla de ruedas del sufrimiento que nunca termina, que ya casi, pero la vejez es terca, la mala yerba la tenemos muy enraizada en los huesos y nadie muere por voluntad propia, ni siquiera el suicida, el último ser verdaderamente trágico.
Recuerda, yo recuerdo, como en una pesadilla, un jardín de niños, los apedreo a todos, la frescura de sus risas, la sorpresa de sus ojos que como flores o mariposas pululan en colores, en sueños que hacen avanzar tanto el tiempo que éste desaparece. El juego es un paraíso que termina a la puesta del sol. Pero este sol se ha quedado sin juegos, no hay ni resbaladillas ni sube y bajas porque las risas han cesado del todo.
Tengo el estómago inflamado, siento cómo los gases se dan su festín, cómo me hinchan en cada trago de café que no puedo evitar tomar. Cada quien lame sus propias cadenas y se busca sus infiernos; cada uno tiene sus venenos contra el mundo, contra toda esa alegría que nos golpea, contra ese sol que desde muy lejos ya nos menta la madre, contra esos jardines y esa infancia que ya no nos pertenece, vivo expulsado de mí, sin pensamiento grito silencio.
El sudor me cubre por entero, viscoso, pesado, va enfermándome el futuro, el presente que está tan a la mano, sólo es cuestión de entrar al baño y abrir la llave de la regadera, de hacer el esfuerzo de apretar y sacar unos cuantos gases para aligerar la mañana, la vida que cae lapidándome una vez más de ese pasado que no existe, que ni siquiera es pasado, porque está aquí dando vueltas, pululando como el tiempo que no es una línea, un suceder, es un jarrón roto que unimos como podemos, que nos une y a veces amanecemos descabezados o con la verga en la cabeza o en el trasero.
Y entonces, a veces, amanezco así, con los pies en los brazos, con las ideas pisadas y entre manos, y así avanzo aniquilando cualquier prueba de lucidez, de que pienso, casi con odio, con esa claridad de no saber por qué hago las cosas y saber que son necesarias, que así es el mundo, que sólo así puedo matar los pájaros que se me dé la gana matar, que sólo así soy capaz de beberme un litro de café teniendo el estómago fregado, el sueño perdido; pero es que hace ya tanto… y no hay sueño que valga ahora cuando todos son imposibles y no hablo de volar o ser rico, hablo de estar a gusto, de estar conforme en un sillón acomodando las ideas en el único orden que vale la pena: el de ser felices.
Pero tengo que aceptar la desgracia de ser un cabrón, de haber nacido con tanto malparido pelo y tanta mala leche, porque quiero apedrear la infancia y me duele quererlo; y sonreír al tomar la taza como si apretara una piedra e imaginarla incrustada en el cráneo de algún niño que no sabe que el futuro es una mierda; es más, que no existe el futuro, sólo ese pasado que no es pasado, que está siempre girando en la cabeza y nos hace tan infelices por imposible y presente siempre, porque el mundo hace mucho que dejó de interesarme.
Vivimos fuera de él, huérfanos de él, desposeídos de todo, menos de una pinche pantalla donde abismamos nuestra humanidad para nunca recuperarla. Nuestro destino nos pertenece, ya no hay un dios que nos dirija desde la sombra, y es triste, porque no sabemos qué hacer con nuestros años, con la palabra destino que ahorita me cuelga de las axilas dentadas; destino, un archivo más, una foto que colgamos en el perfil de facebook y no dice nada, ni siquiera da la tesitura de nuestro verdadero rostro, sólo de un anhelo vacío, de un modelo geométrico de belleza que no nos abarca y sin embargo luchamos por parecernos a él, por fingir que somos esa foto y nada más.
Somos, como decía Rubén Bonifaz Nuño, o algún poeta sin suerte, los sin destino destinados, los del destino desechable; seres que cargan con todas las culpas de nadie y por ello no pueden lanzar una piedra y hacerse responsables del dolor, del sufrimiento, de la mediocridad, de tanta porquería, al menos de su porción, de la mía con la que he cavado el agujero de lo que no me pertenecía: la tierra, el mundo, los sueños que alguna vez eran una armonía que yo nunca conocí y que ahora desparasito de mi cuerpo con algunas drogas, con la televisión, con tanto alumbrado nocturno: libros, películas, juegos onanistas o algunas tazas de buen o mal café.

lunes, 2 de junio de 2014

UNIVERSITARIOS A PIE DE PALABRAS








Cuando pienso en la Universidad, pienso en la UNAM, en sus alumnos, en la vida intelectual, artística y sensible que aportan. Esta trinidad se resume en una palabra: movimiento; que permite tanto a la institución educativa como al país seguir respirando, que se transforme, que pueda subsistir a pesar de tanta deshumanización.

Por ello, cada alumno comprometido verdaderamente con su casa de estudio –cuando ésta tiene como principios rectores el humanismo (que no es otra cosa que ser sensible al otro) y el desarrollo del pensamiento–  es un espejo de ésta y por ello foco de rebeldía crítica que hace visible el traje nuevo del o los emperadores “democráticos”, el envés de la palabra y la escenografía que los gobiernos y sus pitonisos –los medios de comunicación– quieren imponer sobre la fraternidad, igualdad y libertad, que deberían ser la base de cualquier movimiento revolucionario o democrático.

Por ende, el universitario en esencia debe ser un ser pesimista –que inconformes lo son todos-, pero al mismo tiempo un motor de esperanza, pues pone a girar las interrogantes que muchos no nos atrevemos a formular: políticas, culturales o religiosas.

El servicio social del universitario radica en poner el dedo en la llaga. A la abuela, por ejemplo, un día le expone la pedofilia de los sacerdotes –a veces sin mucho tacto-; al padre o a la madre le llena de hormigas laborales la cabeza; a la hermana o al hermano le desmaquilla un poco el mundo,  desentalla unos centímetros su vocabulario para airear ese cerebro atiborrado de marcas y futbol. Por un instante su voz llena más la sala que la telenovela de moda, que todas esas marchas que los noticieros y los políticos tratan de amordazar y que amordazan. El universitario es o debiera ser un conjunto, un universo de voces dispares, de geometrías en constante expansión, caos que en esencia busca una utopía de fuerzas en equilibrio.

Por ello mi molestia fue mayúscula  –sin comprobar primero– al comprar un libro homenaje donde aparecía el nombre de Rubén Bonifaz Nuño –universitario y joven por excelencia–; pues su hechura era de un lujo que no he visto en ningún poemario de éste: las tapas eran de tela con letras doradas, el papel grueso, como si fuese de los que se usan para los libros de pintura, las letras tenían –por el exceso de tinta– cierto volumen que casi me saltan de la hoja.

            Tanto gasto se me hizo excesivo, pues no eran textos de Bonifaz –que sí merece ediciones de lujo–. Pensé, primero, en el narcisismo tremendo de los profesores, en querer ver sus ponencias en un libro tan enjaezado como sus egos. Me dio coraje porque nuestro Boni..., jamás hubiera querido algo así, para él la palabra es un oficio de y para el hombre, un dar la mano a quien la necesite.

Pero al fin y al cabo lo compré por dos razones, la primera porque para mí es muy querido el nombre de Rubén Bonifaz Nuño y la segunda, me costó treinta pesos porque estaba en los libros de saldo de la Facultad de Letras. Y ¡qué bueno que lo hice!, pues al abrirlo pude tragarme el agror de mis pensamientos, pues no era un libro de profesores, más bien era una pulsera amorosa a Rubén hecha por alumnos de Letras Clásicas.

El libro está constituido por ponencias que se leyeron en presencia del homenajeado el 12 de noviembre de 2007, y en el cual yo y un amigo –obsesivo de los templos amorosos del poeta– tuvimos la fortuna de asistir. Mi sorpresa radicó principalmente en la vida que tienen esos textos, en la sinceridad y limpieza con que están escritos. No es un libro que trate de grandes hallazgos críticos en la obra de Rubén Bonifaz Nuño –es imposible por la brevedad de cada una de las ponencias–, pero es un libro necesario para conocer el encuentro de estos jóvenes –reflejo de muchos, de mí mismo– con el humanista, el poeta y traductor; pero sobre todo con la gran persona que era Rubén.

Me gustó su lectura  porque tiene un aliento desmedido y caprichoso –como es toda expresión amorosa- que permite reconocernos y recordar cómo fue el primer acercamiento con nuestro escritor o escritores favoritos, o con esos genios que guiaron nuestra elección sobre x o z carrera y contribuyeron con lo que somos.

Es un libro de memoria, de testimonio vivo, orgánico porque despierta el recuerdo de nuestras juveniles elecciones; por lo mismo es un libro motivado por el amor y, por ende, es un abanico de sensibilidades, de voces a pie de grito, a pie de escritura, si bien limpia, descoyuntada por la emoción de hablar sobre esos seres que iluminaron un poco el camino que pisamos y que, a nuestras posibilidades, homenajeamos con sincera fraternidad.