domingo, 12 de octubre de 2014

LESA HUMANIDAD

Nos habían reventado, abierto en canal, la ropa deshecha, sangrando, espesándose, más que nosotros, presos, empalados en el miedo, asesinados en el blanco miedo. La costra de las heridas como rocas clavadas en la frente, en las espaldas, en los genitales que han sido pateados sin descanso, en los agujeros de las rodillas, en las clavículas deshechas, en la memoria, en el Chango;  arrancadas una y otra vez y otra y otra vez, arrancados.
Buscábamos su cara en el cemento blanco, abierto también, con los ojos salidos, descarados del Chango,  de pronto arrancados de sí, encarados en nosotros, en la garganta que no puede, en la boca desencajándose a lágrima viva,  y en los otros, todos, que nos quedamos tirados en las llantas de los camiones, reventados, aleccionados por el álgebra y la física infalible (fuerza es igual a masa por aceleración) de los balazos. Después un soltar de nudos: súplicas, gruñidos, aullidos, el Chango y después… el polvo, esa tierra que nunca se quedará quieta, seguirá allí, levantando sus muertos, su polvareda, la cara terrosa del Chango, tranquilo ya, atrás, muy por encima de nosotros, de este cemento donde somos desajusticiados; de esta sangre, de este odio donde a nadie se le sacrifica nada, no hay dioses, sólo un rencor vivo, sofocante, sin fantasmas ni sueños.
Me llevo las manos a la cara, encojo los brazos, el cráneo, los pensamientos y lo poco de corazón lo guardo para mí.  Siento la piel besándome el cráneo, codicio mis pómulos, mis labios, mis párpados, empiezo amar este pedazo, este terruño mío, sin importancia, tan pequeño para nadie, tan sin amor… El Chango de cara al cielo ¿de cara? La mía aquí, acariciando el frío del pavimento, sus machetes, sintiéndola en toda su fealdad, en cada hinchazón, a cada golpe, con cada rabia que le han hincado, sumida en el miedo sin raíz, sin centro, obscuridad de mediodía, obscuridad, una grosera obscuridad.
Amo cada milímetro de mi rostro pegado al hueso, al suelo frío; amo este rostro humano, desfigurado por el hambre, por el temor, abierto al llanto, por las excreciones que no puedo mantener adentro, y es que tampoco puedo sujetarme a mí, me desujetaron y caigo… y  por el amor que… ya nunca, no más… Y sólo mío cuanto más lo pego al suelo, a la mierda del suelo, cuanto más roto el tabique de la nariz, cuanto mis ojos estallan en el cemento y son un lodo gris, una tumba pegada a otra tumba, dentro de una tumba.  Sin dientes la sangre baña mis labios, moja el suelo, se calienta un poco y es cálido,  mío, mi muerte que inició en ese silencio después de que al Chango le arrancaran su patria, su identidad, las bondades, su imbecilidad de hombre, de juventud, las furias de su cara.
Ellos se fueron calzando las botas, el sadismo y el asesinato con nuestros cuerpos; pero la desnudez dejó de ser, nos abandonó, no era nada, no allí tirados, no, ya no éramos, no podíamos ser ese amasijo de cuerpos. Las injurias, las amenazas se adherían a la carne que habíamos dejado atrás, sin nosotros, sin nadie.
Yo estaba allá, con él, con el Chango, en ese instante en que la violencia enloquece sus toletes… Y yo no entiendo de dónde, no sé por qué, pero tan clara y dura como este suelo, como lo será el cráneo del Chango en unos días. La violencia se ve, pero llega precisa, viene de la nada y lo cubre todo en un instante. La mañana está rota, le han arrancado sus rostros, el sol se quema en su propio ardor, en su propia mordedura enceguecida.
Sin rabia ya, vacíos de nosotros, sin ojos, todos se los quedó el Chango, una orgía de miembros marchitos, un árbol que escapa de nuestro cuerpo y se lleva todo el oxígeno, cada una de las raíces, cada uno de los huesos que antes eran nuestros y de todos y eran abrazo y… ahora allí, enfosados, sin poder levantar un solo dedo, una alegría, tan sólo quedó un pedazo de carne, de nopal, de espinas  con un pico de águila clavado en el culo, con un México sin garganta, baleado, pudriéndose poco a poco, juntándose de mierda, orines y ratas.
Sólo el pico y el veneno quedan del país; y de nosotros el miedo, en los ojos del Chango que llevo aquí, aquí mientras cierran los míos para sangrar sus calaveras, sus soldados,  su estado de sitio, su violencia, dejándonos vacíos, mirando hacia el cielo, con la sangre que no deja de manar, en mis ojos, en los tuyos o en los del Chango apretados hacia la nada, hacia mi boca, en el corte de cartucho y en el cañón que aprietan mis dientes entre lágrimas, sin miedo, sin súplica, como un último acto de vida, mío, sólo mío y después ya nada, sólo un cuerpo entre otros más.

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