viernes, 27 de marzo de 2015

AD LUCEM (II)


La primaria fue difícil, fui un gordo inocentón, aunque animoso. Si bien, fue el rostro de las mujeres lo que empezó a excitar mi curiosidad (sobre todo “esas frentes amplias como de fiesta”), el secreto bajo las faldas fue lo que realmente desembocó en una sed por el conocimiento, por descorrer los tejidos de obscuridad que me eran vedados.

En mis primeras etapas estudiantiles la máxima sabiduría provenía de las furtivas expediciones hacia las bragas. A veces no eran más que juegos o pequeños frutos de insubordinación ante las madres del colegio, pero en éstos también había aprendizaje, aunque la experiencia duraba poco más que unos segundos, el tiempo del fisgón.

No era por vicio o porque buscara un recuerdo que excitara mi pantagruelezca virilidad, aún la mirada ni se hacía vidriosa ni espumaba veneno. No, era por descubrir algo que se ocultaba y que me estaba negado por una santísima trinidad genética: por ser macho, por ser rechoncho y por ser chaparro.

Descorrer el velo de la ropa, asomarme bajo los flecos de las faldas eran las formas de violar la prohibición, de revelarme ante una condición milenaria, católica y santurrona que veía en la carne la esencia del pecado. Además, yo de alma goliarda, necesite desde muy joven y sigo necesitando de todas las turgencias del mundo para vibrar.

Al llegar al Jumentud (mi escuela secundaria), el mundo de faldas se volvió triste en comparación con las secundarias de gobierno, cuyos dobladillos dejaban orear las rodillas y partes de los muslos o era permitido -al menos no estaba prohibido- el uso de pinzas para resaltar los glúteos y las caderas; por si fuera poco, las faldas de secundaria llegaron a ser erotizadas y se renovó el fetiche por aquel disco de Molotov –en ese tiempo ni había leído Lolita ni me imaginaba la maravilla que haría muchos años más tarde con mi pellejo–, y ése sí me proporcionó un desfogue de virilidad en varios sentidos, pues canciones como “Puto” nos permitían burlarnos de algunos compañeros, otras nos hacían desgañitarnos de “rebeldía” y nos habrían una veta crítica hacia el mundo y su sistema político que no habitábamos más que por el bisel de nuestros padres y que el mismo sistema educativo soslayaba, pues no había cabida, ni la hay en un salón de clases, para la expansión de furia e inconformidad que todo puberto experimenta: con su cuerpo, con sus progenitores, con los maestros, con la vida, etc. No digo que esté mal la educación, se tiene que tener un orden, poner a funcionar ciertas reglas para tener apaciguado a ese zoológico que es todo alumnado. Pero Molotov, en una escuela con una rigidez bastante marcada, nos permitió desfogar y abrir la entraña para no enloquecer dentro de nuestros pantalones, para sentirnos, como dice un gran amigo, machos alfa, “el todas puedo."


    El otro inconveniente, a parte del tamaño desproporcionado de las faldas, fueron las malditas licras. En la primaria aún se tenía fe en los varones y las madres dejaban abierto el campo de algodón extra virgen; en la secundaria, el campo ya no tan virgen, rara vez se podía vislumbrar; ni qué decir de admirar los pliegues y curvaturas de unas bragas. Sobre todo era horrible que las bragas –que linda palabra, tan de rasga y rompe– fuesen negras, pues parecía que un muro de sombra, que una oquedad había difuminado lo que natura había dado, como si de buenas a primeras las mujeres se hubieran quedado sin glúteos y sin sexo. Ello no impedía que una manada de perros hambrientos moviera la cola, pegara sus hocicos, narices y falos a los vidrios que daban a la escalera de hierro amarillo para ver subir el espectáculo de muslos y glúteos que se daba cada mañana después de romper las formaciones. Para mí más que un ritual, era una necesidad, el vuelo de las faldas aireaba la mañana y permitía sobrevivir las primeras clases, era lo que me incitaba a levantarme día con día para ir a la maldita escuela. Mi vida sin saberlo estaba predestinada, porque en esencia qué otra cosa es el cuerpo sino belleza –bueno, no todos–, y yo aún persigo esas formas aunque, tristemente, la mayoría de las veces es por medio de la palabra.

            Si mi secundaria y preparatoria son recordadas y queridas, lo son por ser el crisol de primeras experiencias que fueron un deslumbramiento, una base de lo que sería mi futuro; la primera revelación y la principal fue el sexo, fue comprobar su rotundidad, sus dientes, el ardor y el dolor, sus pétalos anchos de olores profundos y negros que me fueron hincados en esos seis años escolares.

Mi sonrisa era sonrisa porque estaba sostenida en la vitalidad de la femineidad que empezaba a abrirse, que maduraba más aprisa que nosotros mismos, niños hasta el fin de la preparatoria; nuestros cuerpos no eran como los de las mujeres de doce y quince años que ya se revelaban ante las faldas bajo las rodillas y los chalecos que no podían impedir la exuberancia, en algunas bestial, del tiempo; los cuerpos femeninos iban en contra del uniforme del Jumentud y de sus poseedoras, que empezaron a sentir la mirada espesa, embrutecida, la mayoría de las veces, embobadas de ese ganado al que sigo perteneciendo…

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