miércoles, 15 de abril de 2015

TEATRO DE VOCES



Un poema que me acaban de premiar



TEATRO DE VOCES

¿Estamos solos?
¡Qué absurdo estar vestidos!
¿Flotamos ya?
Sin carne.
Sin ritos.
Nada es necesario para morir.
Todo está de más, hasta nosotros.
No hay lagos, ríos ni luces.
El olvido y la distancia
son errores de la soledad
que nada olvida ni suelta.
Agua o telaraña a lo lejos,
en la poesía, allá, en la vida.
¿Aquí?,
aquí en este punto que ya no es,
que antes estaba, estoy seguro.
¿Estaba?
¿A dónde?
¿Girando?
¿Por qué?
No.
Quisiera creer y no.
Antes tampoco.
Nada había.
Polvo tal vez.
La materia de la nada es el polvo.
Los dedos aúllan entre la tierra por costumbre.
Igual los gallos que se aferran
a sus gargantas, al canto,
negándose a perder la luz
cuando ya la han perdido.

Nada les queda.
Nos queda.

Ahora nazco sin manos, sin cabeza,
sin astros.
Sólo los dientes y las uñas
siguen creciendo,
se precipitan sin dirección
como un huracán, como una loca
a quien le han arrebatado a sus hijos.
Soy un muñón, un corte.
Nadie…
Nada.
Es noviembre un pozo
o una luna de huesos.
¿Infiernos?
Una lágrima partida a la mitad.
Los ojos son tristes en lo profundo,
en la luz del mundo.
La obscuridad
ahora
no alcanza para alegrarnos.
¿Ahora?
No hay llamas ni hielos.
El mundo es su temperatura.
Aquí no.
Por decir aquí o allá
o en todas partes o en ninguna.
Todo es un no y un sí.
Un quedarse en el aire sin sentido…

¿Sentido?

Aquí nada lo tiene.


martes, 7 de abril de 2015

AD LUCEM (III)



Desde los once o doce años ya leía poesía y por ello recuerdo las horribles clases de español en la secundaria y literatura en la prepa. La Mombi, mi maestra de literatura, sin el libro no se hallaba y a veces ni lo leía bien y cambiaba, en consecuencia, de épocas a los escritores; por ejemplo a Bécquer con Garcilaso o mutatis no tan mutandis el surrealismo pertenecía al XIX y el Simbolismo al XX. Sus clases eran un hato de hojas polvosas y vocabularios adormilados.

Nino Canún, mi maestro de español, era un gran comediante, sus mejores shows de “stand-up comedy” los hizo sobre la cuerda floja del español. Sus espectadores, sus alumnos, disfrutaban observarlo mientras realizaba su rutina,  que nunca era la misma, pues siempre variaba por el tema. Sea éste de oraciones, enlaces o preposiciones doblaba nuestra templanza y dejaba abierta la llave de la hilaridad con el enorme esfuerzo que le suponía entenderse con la gramática (quizá por ello prefería repartir su voz gangosa y gutural inteligencia con mis compañeras de clase, no lo culpo); además, recordando sus peleas colosales contra las oraciones subordinadas o contra las funciones sintagmáticas, donde casi siempre perdía, entiendo que escogiera unos territorios menos hostiles.

            Detesté a ambos porque no podía creer que fueran tan aburridos la literatura o el idioma. En casa mi hermana devoraba libros y, aunque es algo masoquista, era impensable que no disfrutara la letra impresa; además, las canciones son literatura –un gran amigo dirá que hasta lo que escribe Arjona– y una buena letra jamás te deja impávido como esa de White rabbit de Jefferson… Por si fuera poco, los poetas que en ese tiempo me empezaron a llamar la atención: Rubén Darío –jamás me ha abandonado–, Sabines –ya no soporto–, Benedetti –sus versos me dejan ciego–, Neruda –que hasta mucho después comprendí lo inmenso que era y lo minúsculo que son sus Veinte poemas de amor…–, Vallejo –que sigue siendo un cabrón–, etc., no tenían ese acartonamiento con que Nino Canún intentaba comprender nuestra lengua o con que La Mombi terminaba por embalsamar a ¡Bécquer!, Camilo José Cela o a Homero, por no mencionar sus arteras omisiones por otras, mutatis mutandis, de la propia natura en ella, pues cómo entender que haya soslayado a Góngora o que ni siquiera mentara versos como: “infame turba de nocturnas aves/ gimiendo tristes y volando graves” o ese “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” que tanto atesoró nuestra Sor Juana –aún tengo fina la cuenta del metro.

            En esas clases prefería recrearme en otros frentes y en otras frentes. Aunque debo admitir que si en ese tiempo hubiera leído a Gabriel Celaya y su “poesía cargada de futuro” o a Maiakovski no hubiera interpretado sus poemas como es debido, porque para mí, sobre todo en esas horas de clase, el futuro no era posible, tampoco la poesía, al menos la escrita, pues ésta no era transverberada en carne, por ello mis arranques líricos se los debí a esos instantes en que mis compañeras se espantaban el pelo de la frente con el aire de sus cachetes mientras la luz del sol desnudaba una claridad, un matiz que no había notado o que ni siquiera existía hasta ese instante sobre sus muslos –es sólo mi imaginación, la aberración de las faldas imposibilitaba cualquier intento de rebeldía erótica– o rodillas, sobre sus chalecos o sus labios, algunos demasiado hinchados, demasiado obscurecidos por la carne canicular de la primavera.

La literatura entró de esa forma en mi ser, de la naturaleza hacia mi piel, de la mujer hasta la pocilga de mis vísceras; perforó mis huesos, conmovió la respiración, la sangre, el sexo, las palabras, el sexo que se derramaba en mi cerebro, en ese espacio sexovacío que llaman alma y yo hambre; porque únicamente el verbo al hacerse carne alcanza su sexotrascendencia y sólo así, hasta el día de hoy, puede tener sentido para mí.

            La poesía de Tomás Segovia en mi etapa estudiantil le dio cuerpo, carne, huesos, aliento a todas esas letras que mis profesores se habían empeñado en enterrar, además me dotó de una forma de sacarle provecho a la literatura, pues poemas como:

¿Pero cómo decirte el más sagrado

de mis deseos, del que menos dudo;

cómo, si nunca hombre alguno pudo

decirlo sin mentira o sin pecado?



Este Anhelo de ti feroz y honrado,

puro y fanático, amoroso y rudo,

¿cómo decírtelo sino desnudo,

y tú desnuda, y sobre ti tumbado,



y haciéndote gemir con quejas tiernas

hasta que el celo en ti también se yerga,

único idioma que jamás engaña;



y suavemente abriéndote las piernas

con la lengua de fuego de la verga

profundamente hablándote en la entraña?



Poemas como éste me otorgaron mis primeros escarceos y paraísos carnales, la fruta sí era conmovida y se dejaba morder a través de versos como ésos. Además, fue la palabra impresa la que por primera vez me dijo algo, me dio una respuesta, un modo de salir del foso de soledad que cada adolescente va cavando por cuenta propia; la poesía, al menos la que hablaba del cuerpo y del otro, me cimbró el esqueleto con la impotencia del deseo incomunicado, sin comunión aún, pero libre en sus propias amarras, en ese espacio transgresor que se llama imaginación.

Este soneto citado, más que una pregunta, fue el berrido de un perro apaleado por no poder contener sus instintos, por no lograr mutilarlos dentro de sí mismo y cuya impotencia lo hace, en medio de la calle, desfogarse hasta sangrar la carne viva del miembro a la vista de niñas, niños, hombres y mujeres (en apariencia respetables), y aunque intenta, es imposible no exhibir su eyaculación, el dolor de esa explosión abierta, de ese deseo que va dando tumbos, desconsolado, huérfano; porque el goce sólo llega cuando el deseo es asumido y aceptado por uno mismo, cuando no hay una moral o religión (sólo la suya) que lo cape, el deseo debe ser un turbio brillo llenándonos la comisura de los labios y parte de los muslos y del vientre para luego dejarnos suavemente, como relámpagos dormidos, aún con luz pero ésta apaciguada, equilibrando al fin todos sus fuegos.

En el momento en que fui arrollado por la claridad de la poesía comprendí el abismo entre lo que era y lo que otros me imponían, entonces comulgué desde mi soledad con mis amigos o con jóvenes de mi edad que eran avasallados por sus propios cuerpos que eran un derrumbe ante la dureza de sus falos que trataban de ocultar poniendo las mochilas sobre las piernas, amarrándose el suéter en la cintura o recargándose en alguna pared o, desesperadamente, en los barrotes del barandal de mi Jumentud cuyas barras de hierro enflaquecidas trasparentaban, torturaban la excitación bajo la tela de los pantalones grises o azules del pants.  

Es inútil domeñar un cuerpo que sigue en expansión, que es un caos a punto de ser universo; cómo controlar algo que se desconoce, que de buenas a primeras parece que tiene vida propia, cómo apaciguar la sangre si ésta bombea la vida y la muerte a la vez y el  deseo más puro, el más bruto, el más silvestre, miel negra que tenemos que volver a tragarnos porque el cuerpo, sus curvas y redondeces estaban prohibidas en ese halo-encierro de conocimiento; pero el deseo y la piel misma nos gritaban su necesidades de ser comunicados, de ser exaltados y apaciguados por unas manos devotas –Velarde, sí– y un cuerpo dominical que tratábamos de arrastrar a la penumbra del confesionario de nuestra propia carne, de la esencia de lo que en ese momento éramos: pubertosdemonios en pena –como sigue diciendo Lope de Vega-; demonios en pena que sólo después de esos primeros años de indigencias y desequilibrios, si bien nos va, nos damos cuenta de que no debe existir arrepentimiento; pues el desgarrarse de deseo y necesidad, de urgencia del otro y por el otro, al igual que los excesos de espiritualidad –allí están los místicos-, son sagrados y son únicos, porque lo sagrado tiene su propio territorio, sus ritos particulares y sólo los iniciados tienen el derecho y la obligación de cumplir con ese ritual, de trascender hacia la comunión de los opuestos a través de esa iniciación, de ese misterio que es estar, como dice Segovia: yo desnudo y tú desnuda y sobre ti tumbado.