martes, 6 de octubre de 2015

SOMBRAS SIN CABEZA









Hay momentos que definen el día o lo cambian: una puesta de sol, un vaso de agua, la maquinaria del café sobre el corazón, la sonrisa de quien lo sirve, una mirada capturada en su secreto, unas piernas que parecen mirarnos, el juego que da vida a los niños y a las calles o el breve temblor de unos senos en el transporte público.

            No podemos ser felices en soledad, para vivir necesitamos algo más que nuestra desnudez, que el consuelo amargo del pensamiento. No estamos hechos para el silencio, tenemos voz, oídos, manos, un cuerpo hecho para entregarse al mundo, para que el mundo se nos entregue todo, en un instante o en plazos.

            La misma literatura es una unión con otra persona y con otro universo diferente al nuestro; todo arte es comunión, y es un camino que nos conduce a algún lado —hasta el sinsentido tiene sus rutas—, quizá más cerca o más lejos de nosotros mismos, pero siempre encontramos algo en ese viaje.

            Hoy no quería salir de casa, porque siento un peso enorme sobre el pecho, como una plancha de metal aplastando lentamente mi carne, triturando huesos, descosiendo venas, reventando órganos, sin vocación de odio, sin juicio, por azar o como si hubiera sido yo quien hubiera decido colocarme abajo para colapsar mis pulmones, el aire, el tiempo mismo.

Porque hay veces que la cabeza es abierta por manos invisibles; no sé cuántas, que empiezan a revolverme, a amasar, a anudar los pensamientos, y todo se vuelve denso, se vienen abajo en un instante los minutos, las horas; y el nudo cada vez aprieta más, tanto que no parece estar en mi cabeza sino enrabiado al cuello.

            Una casa es demasiado cuando se necesita respirar, cuando todos los colores se han secado a pesar de que la lluvia no para, de que todo es una tarde tras los cristales empañados. Todo es demasiado cuando no queda más de nosotros que una mirada negra y la propia sombra parida ad nauseam en pasillos y cuartos, oscureciendo muros, adensando alfombras, llenándonos de una sola silueta dislocada, fría, inconmovible, nuestra.

            Es precisamente allí que un cuchillo, de la nada, pende sobre la nuca, y es mejor colgarse la mochila a los hombros e intentar salir, tirar la llave del regreso —no vaya a ser—, quizá al volver encontremos otra casa llena de claridades y una llave que nos la abra.

            Hoy precisamente salí casi arrastras, sin pies; porque cuando uno va perdiendo el mundo, cuando la tristeza o el spleen se apoderan de la garganta y de los ojos, uno empieza a borrarse, la cabeza choca consigo misma y se rompe sin ruidos, cae del cuello sorda, y no sabemos dónde ha caído, en alguna parte de ese laberinto de vísceras y sangre en el que estamos confinados, pero dónde.

            Cuando uno anda así, se debe de ir a tientas, palpar las boronas de luz, perseguirlas como las persiguen los ciegos, esquivar las sombras y buscar ese indicio de sol porque siempre los ojos apuntan hacia allá. Cuando lo encontremos, hallaremos la cabeza y ésta subirá solita por los hombros, dichosa de encontrarnos un poco más claros que antes; ya sólo será cuestión de aventar un poco más los pasos, de girar un pestillo para ir haciéndonos con nuevos pies. Esos pies que se forman con el camino, sobre otras sombras más frescas que es necesario beber y guardar para ir lavando las que quedaron en casa y nos descolocaron la cabeza.

            Debemos salir para ir desinflando esos monstruos que vamos alimentando en soledad, hay que salir para que las aguas del pensamiento no se estanquen y sigan produciendo peces alados y flores como mujeres y niños mercenarios que nos acuchillen la mala cara, la zozobra que de la nada empieza a habitarnos siempre.

Lo maravilloso de la vida es que no sabemos con qué o con quiénes nos toparemos al echar a andar. El encontronazo con el azar es un encuentro también con la infancia, esa época de milagros diarios, de flores que siguen el camino del sol, de semillas venenosas que es mejor ni tocar, y de pactos, de amores eternos grabados en las cortezas de los árboles, en un beso que quizá nunca se dio y que siempre nos hincha los labios; todo ello seguirá allí, a pesar de nuestros olvidos, a pesar de nuestra falta de fe, de nuestras muertes cotidianas.


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