martes, 22 de marzo de 2016

ANA MARÍA SHUA EN LA UNAM




No soy muy asiduo a los encuentros con escritores, de hecho no me gusta salir a ningún lado. En lo concerniente a los literatos, no voy a firmas de autógrafos, a presentaciones de libros, a sesudas charlas sobre la novela actual y su papel en la era electrónica, etc., porque ni hay vino de buena calidad en los cocktails y, además, tiendo a idealizar a los que me gustan.

Sucede que aún tengo fe en que un gran escritor es un ser bondadoso, sencillo, “humanista”; pues su trabajo se centra, esencialmente, en el hombre, en sus derrotas, en sus búsquedas, y en menor medida, en sus victorias —siempre parciales. Estos intelectuales deben amar —según yo— al hombre para escribir de él. Desgraciadamente la historia literaria, en su faceta de chisme cultural, nos da nutrida cuenta de lo equivocado que estoy con respecto a esos bichos de tinta.

            Fui al Coloquio de Letras Hispánicas para conocer a Ana María Shua por varias razones, la que importa aquí es su escritura. Me parece de una sinceridad y bondad excesivas, con esto me refiero a que su obra no es pedante ni engolada; no finge ser lo que no es, no trata de apantallarnos con un caudal de sentones ni retórica vacía; al contrario, el bagaje cultural está al servicio de los textos, es una tesela más, de las muchas que forman esos azulejos de escritura, esos malabarismos de palabras, de filos delgados que muchas veces nos dejan con las bocas y las manos abiertas, con los ojos vueltos al aire, observando los cuchillos de tinta que no se deciden a descender a nuestras manos, a reincorporarse al juego que en un principio se había establecido y que de repente ya es otro.

Los cuentos de Ana María Shua son fronterizos, su patria está en movimiento continuo, podemos ser espectadores y actores, estar dentro o fuera de un territorio múltiple, como la realidad, el sueño o la imaginación o como tantas maneras de mirar contenga la ficción.

El extrañamiento, la sacudida que nos generan sus cuentos, la pirueta y el salto mortal son vuelos sin red de seguridad, son un azar para nuestros ojos perfectamente calculado por la escritora. En la charla con universitarios mencionó —no con estas palabras— que: el giro, ese golpe, esa sorpresa en el lector se puede dar al final como al principio de un texto o extenderse a todo lo largo de él. Por ello, cada narración nos deja sin asideros, sin posibilidad de predecir la cuchillada. A veces es el mismo título del cuento el que nos asienta el golpe definitivo —no el único—; en “Inmortal”, por ejemplo, perteneciente a Fenómenos de circo, el ejercer una profesión no del todo grata, se agrava cuando se es, precisamente, inmortal.

Las ficciones de Ana María Shua muestran la ceguera del hombre ante hechos que pasan delante de él, deja patente que lo terrible no está tanto en lo monstruoso que puede llegar a ser un individuo, sino en cómo ese individuo se ve así mismo o lo ven los otros.

Fui a su charla porque su prosa es de una pulcritud y sencillez cortantes, de una claridad que ciega si no se sabe mirar la luz, porque ésta requiere una vista entrenada; la luz deforma al igual que aclara; habla, al mismo tiempo que mantiene el silencio; es diáfana y densa; interrogación más que respuesta.

Por todo lo anterior temía un desencuentro con una escritora que admiro, tenía miedo de que me pasara igual que una de las minificciones que leyó en el evento, “La que no está”: Ninguna tiene tanto éxito como La Que No Está. Aunque todavía es joven, muchos años de práctica consciente la han perfeccionado en el sutilísimo arte de la ausencia. Los que preguntan por ella terminan por conformarse con otra cualquiera, a la que toman distraídos, tratando de imaginar que tienen en sus brazos a la mejor, a la única, a La Que No Está.

Sí, no quería que esa mujer, madura, hermosa, que sonríe satisfecha y algo tímida, fuera en realidad algo muy distinto a La Que No Está, a ésa que había imaginado únicamente a través de su escritura. No fue así, cuando empezó a hablar sus palabras fueron cálidas, amigables, hacía bromas consigo misma como cualquier ser humano; la cordura no la había abandonado, tenía los pies en el suelo y la disposición de responder cualquier tipo de pregunta, de tornarlas, incluso, inteligentes.

Al ruedo desfilaron estudiantes que la admiran, que eran capaces de decirlo en un aforo casi lleno, de desnudar la pasión que sienten por su obra, de enseñar las entrañas sin sucumbir a odiosos pudores que llegan con la edad. Desafortunadamente, yo soy demasiado tímido para tener un arranque como el de aquellos.

Y esa timidez hizo que, cuando la tenía delante de mí antes de iniciar la charla, ni siquiera la saludara. Ella vio que la miraba, quizá esperaba que le alargara un hola, digo, la fui a escuchar, es lógico que al menos quiera saludar a la escritora a la que fui a ver; pero no, me quedé callado y perdí mi oportunidad. La segunda vez que pude hacerlo, fue en la firma de sus libros, traté de organizar unas palabras, de expresarle al menos un poco de mi admiración, pero cuando uno es tímido y abre la boca las palabras generalmente son de una rareza apabullante. Ni una foto le pedí, vaya de que cuando los hay, los hay.

Agradezco profundamente a la escritora que haya aceptado la invitación de los estudiantes de Letras de la UNAM que hacen un coloquio con escasos recursos económicos —me gustaron sus playeras negras, por cierto. Cuando me enteré que iba a venir la autora de La sueñera no podía creerlo, puesto que no se le iba a pagar un sólo quinto. Otra razón fue para ver concretizada la tozudez de los compañeros de letras en traer a Ana María Shua, en especial la de Lorena Sofía Granados, logró lo que a mí me hubiera parecido imposible,  ¡felicidades! Que por muchos años más viva el Coloquio de Letras, y que nunca deje de ser eso, ¡un coloquio!, un espacio para la inclusión de ideas, diálogo, encuentro de sensibilidades puestas al servicio de toda la comunidad universitaria, de todos aquellos que sienten una especial inclinación por los asuntos del espíritu humano.