jueves, 30 de junio de 2016

El chef de los platos


Hablar de Manuel Gutiérrez Nájera sería imposible sin mencionar la labor titánica de todos aquellos a quienes debe el rescate de su obra. Lo leí primero como poeta —desconozco una buena edición de su poesía—, quién no recuerda el: “quiero morir cuando decline el día…”; poema que ciertamente cala cuando se es joven y está en la posibilidad de ser y deshacerse completamente, en que la muerte, por lejana, no se le respeta. A los trein…, a mi edad —quiero decir— queda únicamente la melancolía imaginada de “ese sol que lento expira” y la tristeza puntual de nunca haber sido “algo muy luminoso que se pierde”.

 Sin conocer en aquel tiempo el juicio de Luis G. Urbina sobre la obra en prosa de Manuelito, y harto de las lubricidades de aquellos dedos ensalivados y rojos por tragar fresa tras fresa, me topé con un libro de crónicas del poeta y casi me cago —perdonen la expresión, la sinceridad en México era un valor estético en el XIX, aunque las vulgaridades por supuesto que no lo eran—, les decía que casi me cago al comprobar la flexibilidad, la armonía y el ritmo de su prosa. Por supuesto, no fueron en esos términos que me expresé de Nájera. Yo, que siempre he querido ser escritor, no pude más que sentirme aplastado por un tipo que sudaba —para evitar la cacofonía de lo escatológico— crónica tras crónica —ups—, y mantenía en ellas una calidad endemoniada. Por ejemplo, podía escribir en un texto político una sentencia así: “Aquellos hombres estaban enamorados del imposible, y este amor engendra los héroes, pero no la paz” o “Yo no busco jamás los términos medios, porque pensar a medias es, como decía Voltaire, vivir a medias”, por último —es que ya le agarré el gusto—: “La revolución no se hace con promesas, se hace con odios y con descontentos”. Así que mi ceguera para vislumbrar los acontecimientos de mi entorno, mi carencia de genio para hacer de lo que sea un texto literario, la falta de disciplina y un largo, larguísimo etc., afloraron al devorar ese librote. Fue tanta la impotencia, mi rabia, que todo eso fue expresado como casi siempre lo hago de todo aquel artista que envid…, digo, admiro: ¡Hijo de la chingada!, ¡qué bien escribe este cabrón!

—Escribía…

—Siempre me corriges, pero no puedo dar por muerto a alguien que dejó en mí un pisotón que sigue doliendo y seguirá, porque Belem Clark de Lara… ¿Por qué me miras así?, ¿no conoces a Belem Clark de Lara? No es posible. Bueno, sí lo es, pero es una deslealtad de todo aquel que haya leído a Nájera, como tampoco se puede ignorar los nombres de Yolanda Bache o Ana Elena Díaz Alejo… A las dos últimas no tuve la oportunidad de conocer, a la primera hace poco la escuché en una ponencia cuyo asunto parecía contrastar con el lugar en que fue dictada: el templo Najeriano, el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM; porque trató sobre el humor…

—¿Allí, en ese lugar? Ahora resulta, ¿humor?, ¡por favor!

—Lo juro, fue sobre humor.

—¿En Filológicas?

—¡Que sí hombre!, humor, humor…, bueno, carnavalesco, pero el carnaval es universal y popular, ¿qué no?

—¿Rabelaisiano?

—Era necesario un molde.

—¿Aderezado con Bajtín?

—No se puede hablar de carnaval sin él, hay de risas a risas.

—Vaya, mucho humor hubo.

—Me reí.

—Porque eres idiota.

—¡Ay, estúpido! Desbordado, que es diferente.

—¡Vaya, todo un gracioso! Si ellos tienen tu humor… Pero bueno, me figuro que al menos calcularon los ingredientes.

—¿De qué?

—¡Del humor!

—Obviamente, no queremos que se nos sale, mucho menos en un menú cuyos platos corrieron a cargo del autor que nos ocupa… Y ya, no me desvíes, decía que seguirá doliendo el pisotón porque Belem…

—¡Qué igualado eres!

—¡Come caca! Y decía que Belem, Be-lemmmm, “B-e-l-e-m” anunció que sacará otro libro, quizá el número XIV o XV —ya perdí la cuenta— de Manuel Demetrio Francisco de Paula de la Santísima Trinidad Guadalupe Ignacio Antonio Miguel Joaquín Gutiérrez Nájera.

—Nombre es destino, no cabe duda.

—Ni cómo negarlo. Bueno, decía que la ponencia trató tangencialmente de la próxima salida de otro tomo de Nájera publicado por la UNAM —¿por quién más?—. El principal tema fue el dar a conocer el eje rector de esa próxima recopilación literaria: El humor.

—¿A poco?

—Ya, ¡déjame seguir! El humor como medio para desencajar la mandíbula de la sociedad y verle las muelas, los caninos e incisivos carcomidos por las caries de la vida diaria —los políticos. Temo mucho que seguiremos reflejándonos en sus palabras. El libro reirá con el lector; pero hacia dentro quedará el vinagre de los refranes, proverbios, del humor negro y la ironía de la pluma del “Chef de los platos”. Es necesario que la carcajada nos devore  —parafraseo a BELEM— para resucitar y renovarnos, para adquirir una consciencia —no una nueva, la verdad pocos son la que se hacen con una—, chiquita, esmirriada pero que esté allí, antecediendo los temblores del esqueleto, dándoles un rumbo.

En ese sentido las crónicas dejarán la individualidad y el egoísmo intrínsecos de todo acto de lectura y se erigirán en plaza, donde estaremos desquiciadamente convocados junto al rey momo para arder en la pira purificadora que nos permitirá seguir conviviendo en esta sociedad cada vez más fragmentada, global y sola.

—Tú no estás solo, me tienes a mí.

—Una pira purificadora para aventar y gozar, en el espectáculo del fuego, con el dolor, con el desgajamiento de todo aquello que no nos permite convivir en esta sociedad…

—Ojete.

viernes, 17 de junio de 2016

CARTAS DE UN LOCO



El silencio rebota en las paredes, destempla las cabezas. Murmullos, quebradero de ecos, se arrastran, reptan de un lado al otro, lamen los pies, los muslos, la garganta, uno más y otro, son tantos. Encadenados oímos el ruido de nuestro cuerpo y el de los demás. Estamos lejos, alados, allá abajo la pocilga de vísceras, allá abajo… huesos, nada, estructuras vacías, arrumbadas.

No es una voz, son miles a la fuerza entrando y saliendo de nosotros. La consciencia de la locura está en todas partes. El loco es un espejo fragmentado, vemos el brillo de las esquirlas allá abajo, los crujidos que ella recogió, los filos de memoria, todos, en su voz —arquitectura blanca—, las luces de Hilarión Frías y Soto.

Ella, Ana Laura Zavala, bifurca la escritura entre el adentro y el afuera, entre el demente y los otros —quizá tú o yo; ¿quién eres? El tiempo y el espacio son parciales en la fiebre, sobre todo, si no cesa. “El paciente se despide de lo propio para ir en pos de lo otro”. ¿Más allá del espejo, qué encuentra Alicia? Yo mismo, ¿qué busco en Hilarión, en la memoria de sus ojos, en aquellas palabras? ¿Nostalgia?, ¿por la locura?

“El loco se exilia de la sociedad”, y también el cronista, el crítico, el escritor, y sí, sí, también tú, lector, “mi hermano, mi semejante”. Todos dejamos de ser en algún momento. Los amantes son precisamente amantes porque no existen como individuos sino como deseo, como muerte y mordida. Su locura es parcial porque está fincada en la carne. —¿cuál? —¿Acaso Importa?

Piernas, vientres, grito, manos, senos, cabellos, mordidas, ojos, sexo, sangre… Qué es la sangre sino la consciencia de estar despiertos en el sueño, qué es la sangre sino la ternura de este pájaro taladrando mis orejas, qué es la sangre sino la sombra de nuestro futuro, esa mancha negra en la pared que nadie levantó y está allí, cegándonos, triturándonos el cuerpo.

Todo se derrama. La locura no es lago, acaso río que va a dar a la mar que no muere, fluye, sólo fluye en torno y dentro de sí a perpetuidad. Únicamente los animales y los locos no mueren, desconocen tal estado, son inmortales hasta que los reclama la tierra. Son, nunca dejan de serlo.  

Sus palacios, la tierra de nadie, La Castañeda, San Hipólito —“Gritos desgarradores me saludan/y brazos epilépticos me aprietan”, allí los infiernos de la razón y sus orgías, allí el árbol con las raíces hacia el aire, allí Hilarión —desciende por los peldaños de la voz de Ana Laura. Nos gobiernan los ecos de la monstruosidad. No de ellos, no los locos, sino de todos aquellos que los arrojaron lejos de la memoria, fuera de nuestras cabezas. Nos hacen falta, necesitamos un poco de su demencia, del descontrol. Hay tanta vida presa en paredes de granito, en cuartos blancos iluminados con luces y pantallas blancas, en el tormento de los despertadores, en los volúmenes cuadrados de los relojes.

Ella desentierra las hojas del otro lado del río. Me gusta el oleaje, desesperado por ahogar todo lo que toca, hay tanta hambre en el agua, una sed infinita lo apresa. Llega a otro tiempo, mira y nosotros con ella. Son cartas, cartas de un loco, otro espejo, éste, hecho a medida de Frías y Soto.

El delirio debe negarse o escribirse para hacerse menos duro, menos siniestro. El delirio debe negarse para hacerse… Escribo, lleno de voces, el delirio debe negars…, la palabra me desdice, es una piedra que nos parte en dos, en tres, en cuatro el cráneo. ¿Cuántos estamos aquí, cuánta soledad en estos mundos de sombras?

Caen las cubetadas de agua dura, elástica, un latigazo helado tras otro. Tiemblan los dientes, sudan, florecen las llagas y las ratas en la carne, ¿qué somos para el verdugo, para el médico que olvida el cuerpo para sanar el alma (¿la mente?), para el médico que vive entre enfermedad y enfermedad, entre carne rota, entregado a las inmundicias de los otros?

En la locura estamos Hilarión, voces y palabras destejidas, caos y creación, nuestros propios dioses, somos, todo aquello que negamos, ¿somos? No hay lugar fuera de aquí, jaula y pájaro, no hay lugar fuera de aquí, Hilarión, me he arrancado la oreja, demasiados trinos, demasiados picotazos, ten, es tuya Hilarión tus dementes somos silencios gritos espejos sombras…

miércoles, 8 de junio de 2016

PISTOLEROS




Me pierdo el primer pistoletazo, rápido, ¡carajo!, dos blancos a la vez, una bala. Se toca el rostro, la barba pegada al pellejo, entrecana. No lleva sombrero, el corte sólido, brusco, una sombra del cráneo. Los lentes, más que la mirada, comprueban el tiro, justo en medio; la palabra, el cartucho.

Se divierte, es un showman, un tirador de circo —no importa el oficio mientras se tenga destreza. Curiel la tiene para disparar en el cráter de dos volcanes: Revueltas y Fuentes. No, esta vez no es Reyes, aunque se da tiempo de bromear sobre el cacique y el sheriff del pueblo. Una ráfaga de oficios, el horizonte Reyes, después se esfuma, apenas queda un eco en el público: una risa austera.

            Sonríe y porque puede señala la veracidad de lo que va a contar, el cruce de destinos con el suyo, toda una época de fratricidas. Él, frente a nosotros —ni José ni Carlos—, único sobreviviente de aquellos tiempos convulsos y rotos. Wyatt Earp rememora el camino de su vida, va templando el cielo y la pistola, no necesita de violencias, la ironía es más letal y más juiciosa —no sé, quizá no.  

            Juega, muestra el diente añejado por la vida y la escritura. Saca la pistola y ¿tira? La corbata no se mueve. La boca se calienta. Entre burlas y veraz dispara. Reímos, ¿de qué? De la palabra, la omnipotente palabra. Aunque el gatillo no nos apunte siempre una esquirla termina perforándonos.

Ante el Paricutín de Dionisio Pulido, Revueltas tiembla —y nosotros con él. No hay sarcasmos ni ironías aquí, el tiro es derecho, un hombre y un volcán, otro y sus lenguajes da cuenta de aquellos terremotos.

El sheriff es un juez, también hombre, no puede evitarlo. Ante sus ojos el bigotito recortado de Carlos Fuentes le parece un pastiche, una época entregada a las mascaradas, al exceso de lujo. Carlitos “políglota, galán, polémico, escénico”. Unos disparos cerca de los pies para que baile el dandy: “nuestro Francis Scott Fitzgerald”, “el reportaje carlista”…

 Dispara, no falla, no deja que se le escape vivo. Hay que aprender a matar si se vive de ello, hay que aprender a escribir si la mente es un arma.

 

(Receso en medio de la polémica)

—Cuál de todas.

—Allí.

—Cuál.

—Todas. La carne.

Habitado por la luz, son los ojos mis manos,

el mundo.

Un calambre me define.

Me parte un rayo la sombra, estoy desnudo. No ellas, nunca ellas.

Hablan de arte, de Revistas de revistas, de una visión monótona de mundo. Mientras haya una mujer —me confirmo en ellas— la monotonía será un capricho de intelectuales. “Son los años veintes”. Eran, ellas no. Son, siempre son. Nosotros seguimos “pasando revista a tanta niña…” A tanta niña y punto.

—Palabras, ¿en eso termina todo?

La miro. Todo empieza allí —me guardo su descripción a una mano. Agobiada de ojos, sin perder la sonrisa al llegar a la juventud. Sonrío con la infancia torcida, con los nervios apretados hacia el deseo.

—Me da pena tanto deseo.

No es verdad. ¿Qué somos sino algo que arde? “Arder como la vela y consumirse…”

Juego con las letras, un rodeo que no llega a la rabia de tus muslos, ni pensar en su mordida, en su luz,  que bello tu vello sería si…

Todo es falso en la escritura, a la palabra le falta estupidez, ser un poco descerebrada, redundante, inverosímil y con algo de retraso en la quijada.

La literatura no tiene en sus miras al hombre sino a la exactitud, a la justeza de palabra, que es tanto como buscar el verdadero nombre de dios —con minúsculas. Si está en todas partes, no le enojará la falta de sustancia.

 

 


jueves, 2 de junio de 2016

PRENSA Y LITERATURA,


Primera mesa

 Mi intención no era hacer la crónica de nada, quizá el lugar —Instituto de Investigaciones Filológicas—impuso el género. El espacio nos determina siempre. Se trataba de un congreso que tuvo una inauguración maratónica: 9:30 a.m. Por desgracia, el madrugar no es mi deporte.

Llegué a las diez, la primera ponente me hizo recordar mis años en la carrera y las clases de lingüística, a Nebrija y a la omnipotencia de la Real Academia Española. Esther Martínez Luna tuvo la gentileza de disculparse por el peso de esta disciplina en su análisis, necesario. El tema, nuestro idioma; el título: “La hegemonía del lenguaje: la pronunciación como marca de identidad nacional”.

Un criollo mexicano, antes de la independencia —cuenta Martínez Luna—, manda una carta a un diario; pregunta sobre cuestiones del idioma, sobre si es correcto o no pronunciar de tal modo x palabra. La epístola causa polémica, recorre las esferas de la intelectualidad. Unos están a favor de pronunciar según el orden virreinal y otros no. El idioma, explica la investigadora, es una toma de posición política y cultural. ¿Este problema ha cambiado? Por supuesto que no estamos en vísperas de la Independencia —detalles.

En la actualidad, ¿no nos encontramos con españoles que escriben Méjico en lugar de México arguyendo aún al acta de nacimiento del idioma?

Hablar del lenguaje es asunto ríspido, porque es un animal vivo, uno que se adapta a una infinidad de ecosistemas. Los diccionarios dan cuenta de sus transformaciones en el pasado, y al mismo tiempo son herramientas de una época y cultura determinadas, pero nada más. No predicen el futuro, y el presente del idioma siempre se les escapará, porque éste nunca deja de transformarse. El error de la Academia Española es querer fijarlo, seguir creyéndose imperio. Necesitaría una y mil excepciones para tratar de ponerle su corsé, por supuesto, es imposible.

Lo interesante de esta primera ponencia fue la importancia de la lengua, no ya como hecho estético, sino como base de ese hecho, de su apropiación, de su carta de naturalización por los criollos mexicanos, porque éste nos deslinda de los otros, es la base de la Independencia, de su conquista, y de cualquier otra; pienso, por supuesto, en la española. Imponer el idioma es imponer una visión del mundo; apropiarse del idioma es moldearlo, particularizarlo.

La segunda ponencia fue casi un regreso al Renacimiento, al conocimiento enciclopédico y humano, donde artes y ciencias eran partes fundamentales del artista. Bueno, no tanto, las ciencias duras quedan excluidas de los oficios de los intelectuales —escritores— del XIX. Según el investigador Bobadilla todos los ámbitos de la cultura y de las humanidades están representados en la pluma. La literatura de este modo es el crisol con que se representa la realidad, mejorada, porque la escritura también es un arte y un ideal por perseguir.

Era difícil seguir a este hombre, la boca era más rápida que la palabra escrita, tenía urgencia por desbarrancarse. Era una metralla que se acallaba únicamente para cambiar el cartucho. Encontré el reposo cuando dejó las hojas y se dirigió a la audiencia. Habló como si contara una leyenda de pueblo, como si estuviera entre amigos. Su voz no estaba en su rostro, me recordó la amistad. De ahí surgió la ponencia, la obsesión por una sociedad más humana, por un ideal…, sólo posible en los terruños del arte.

De la siguiente ponente no recuerdo gran cosa, su charla se perdió en datos dispersos, en anécdotas de sus cronistas que no lograban cuajar en un todo. Traía apuntes, datos que sacaba aquí y allá. Confiaba en su voz, en el enredo dulce y familiar de su voz. Por momentos, parecía que recordaba una receta de cocina muy elaborada. Una lástima, faltó levadura para capturar y encerrar todo ese aliento. El pan terminó por desinflarse, quizá mucho tiempo al horno y variaciones en la temperatura. Es cosa de checar la receta, seguir el orden e ir párrafo a párrafo, digo, paso a paso. Recuerde, no mezclar antes de poner la harina y los huevos.

Tuve problemas con la siguiente ponente, olvidé el lugar, no fue mi culpa, fue ella. Cabello en orlas, negro, húmedo, lluvia, concluía al inicio del cuello, sí, lugar común: blanco. Ojos grandes, me recordó a las actrices del cine mudo, a aquellas de Chaplin o de Keaton. Esperé la carcajada, la situación chusca, nada. Puros ojos esa mujer. El cabello escurre de la frente, una calle, un farol, siempre un crimen. Nada. Hay mucha luz en la sala, el mundo sigue —continúa hablando la ponente anterior—. Cruza los brazos, espera su turno.

¡Imposible! No puede, no debe hablar ni por todo aquello que exprime su ceño. Pertenece al cine mudo, es que no la ven, no queda claro que su mundo no es el de las palabras, al hablar se perdería, nos quedaríamos sin los sueños del cinematógrafo, nos quedaríamos, ¡horror!, con  un crítico literario.

Se pone lentes, ya es otra, no la conozco, me volteo, le niego mis ojos, quizá repasa sus hojas mientras sonríe y habla para sus adentros: Y tú que querías ser artista. Contempla, ve los párrafos, la claridad de las ideas, los conceptos atinados, justos. ¡Artista!.., ¡loca es lo que eres!

Afina la cara, el ángulo crítico, la vista se pule bajo los lentes, ya no hay rebabas de histrionismo, ya no hay ensueño ni cinematógrafo…

Escribo  —la anterior ponente aún continua rememorando su receta—, tengo ganas de ser memoria, no la mía, ganas de que esa mujer que se ha perdido dentro de ésta quede fija, viva, posea su escala al menos en este simulacro de mundo, tenga su jardín y su destino —demasiado intelectual, lo borraré —apunto.

De repente, la ponente anterior, al fin, ¡termina! El aplauso es enorme, casi vitorean por la conclusión de la ponencia y por el broche de oro: —Perdonen, ya no me queda tiempo.

Tengo miedo, ella la que no es ella se dispone a hablar. Voz geométrica, me enchina la piel —soy masoquista—, le falta orden a mi vida, nada a su ponencia. Versa sobre EI imparcial, de su distribución y precio, de sus lectores, de la ideología que defiende. Habla del sentido de lectura —me apeno de la mía—. No, no me apeno tanto, bueno sí, pero no, porque: ¿no promuevo la lectura como el mismo diario?, ¿no denuncio la impunidad del deseo?, y, ¿no es un crimen estar sentado a las diez de la mañana con la carne triste?

Lo mío hubiera llegado —quizá— a un “discurso fascinado por lo sangriento y lo macabro” si acaso hubiera existido un farol, una calle y un crimen, si ella hubiera sido una estrella de cine mudo…, quizá me podría analizar, sería su imparcial, no sé, tantos crímenes hay en el mundo…