miércoles, 8 de junio de 2016

PISTOLEROS




Me pierdo el primer pistoletazo, rápido, ¡carajo!, dos blancos a la vez, una bala. Se toca el rostro, la barba pegada al pellejo, entrecana. No lleva sombrero, el corte sólido, brusco, una sombra del cráneo. Los lentes, más que la mirada, comprueban el tiro, justo en medio; la palabra, el cartucho.

Se divierte, es un showman, un tirador de circo —no importa el oficio mientras se tenga destreza. Curiel la tiene para disparar en el cráter de dos volcanes: Revueltas y Fuentes. No, esta vez no es Reyes, aunque se da tiempo de bromear sobre el cacique y el sheriff del pueblo. Una ráfaga de oficios, el horizonte Reyes, después se esfuma, apenas queda un eco en el público: una risa austera.

            Sonríe y porque puede señala la veracidad de lo que va a contar, el cruce de destinos con el suyo, toda una época de fratricidas. Él, frente a nosotros —ni José ni Carlos—, único sobreviviente de aquellos tiempos convulsos y rotos. Wyatt Earp rememora el camino de su vida, va templando el cielo y la pistola, no necesita de violencias, la ironía es más letal y más juiciosa —no sé, quizá no.  

            Juega, muestra el diente añejado por la vida y la escritura. Saca la pistola y ¿tira? La corbata no se mueve. La boca se calienta. Entre burlas y veraz dispara. Reímos, ¿de qué? De la palabra, la omnipotente palabra. Aunque el gatillo no nos apunte siempre una esquirla termina perforándonos.

Ante el Paricutín de Dionisio Pulido, Revueltas tiembla —y nosotros con él. No hay sarcasmos ni ironías aquí, el tiro es derecho, un hombre y un volcán, otro y sus lenguajes da cuenta de aquellos terremotos.

El sheriff es un juez, también hombre, no puede evitarlo. Ante sus ojos el bigotito recortado de Carlos Fuentes le parece un pastiche, una época entregada a las mascaradas, al exceso de lujo. Carlitos “políglota, galán, polémico, escénico”. Unos disparos cerca de los pies para que baile el dandy: “nuestro Francis Scott Fitzgerald”, “el reportaje carlista”…

 Dispara, no falla, no deja que se le escape vivo. Hay que aprender a matar si se vive de ello, hay que aprender a escribir si la mente es un arma.

 

(Receso en medio de la polémica)

—Cuál de todas.

—Allí.

—Cuál.

—Todas. La carne.

Habitado por la luz, son los ojos mis manos,

el mundo.

Un calambre me define.

Me parte un rayo la sombra, estoy desnudo. No ellas, nunca ellas.

Hablan de arte, de Revistas de revistas, de una visión monótona de mundo. Mientras haya una mujer —me confirmo en ellas— la monotonía será un capricho de intelectuales. “Son los años veintes”. Eran, ellas no. Son, siempre son. Nosotros seguimos “pasando revista a tanta niña…” A tanta niña y punto.

—Palabras, ¿en eso termina todo?

La miro. Todo empieza allí —me guardo su descripción a una mano. Agobiada de ojos, sin perder la sonrisa al llegar a la juventud. Sonrío con la infancia torcida, con los nervios apretados hacia el deseo.

—Me da pena tanto deseo.

No es verdad. ¿Qué somos sino algo que arde? “Arder como la vela y consumirse…”

Juego con las letras, un rodeo que no llega a la rabia de tus muslos, ni pensar en su mordida, en su luz,  que bello tu vello sería si…

Todo es falso en la escritura, a la palabra le falta estupidez, ser un poco descerebrada, redundante, inverosímil y con algo de retraso en la quijada.

La literatura no tiene en sus miras al hombre sino a la exactitud, a la justeza de palabra, que es tanto como buscar el verdadero nombre de dios —con minúsculas. Si está en todas partes, no le enojará la falta de sustancia.

 

 


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