jueves, 2 de junio de 2016

PRENSA Y LITERATURA,


Primera mesa

 Mi intención no era hacer la crónica de nada, quizá el lugar —Instituto de Investigaciones Filológicas—impuso el género. El espacio nos determina siempre. Se trataba de un congreso que tuvo una inauguración maratónica: 9:30 a.m. Por desgracia, el madrugar no es mi deporte.

Llegué a las diez, la primera ponente me hizo recordar mis años en la carrera y las clases de lingüística, a Nebrija y a la omnipotencia de la Real Academia Española. Esther Martínez Luna tuvo la gentileza de disculparse por el peso de esta disciplina en su análisis, necesario. El tema, nuestro idioma; el título: “La hegemonía del lenguaje: la pronunciación como marca de identidad nacional”.

Un criollo mexicano, antes de la independencia —cuenta Martínez Luna—, manda una carta a un diario; pregunta sobre cuestiones del idioma, sobre si es correcto o no pronunciar de tal modo x palabra. La epístola causa polémica, recorre las esferas de la intelectualidad. Unos están a favor de pronunciar según el orden virreinal y otros no. El idioma, explica la investigadora, es una toma de posición política y cultural. ¿Este problema ha cambiado? Por supuesto que no estamos en vísperas de la Independencia —detalles.

En la actualidad, ¿no nos encontramos con españoles que escriben Méjico en lugar de México arguyendo aún al acta de nacimiento del idioma?

Hablar del lenguaje es asunto ríspido, porque es un animal vivo, uno que se adapta a una infinidad de ecosistemas. Los diccionarios dan cuenta de sus transformaciones en el pasado, y al mismo tiempo son herramientas de una época y cultura determinadas, pero nada más. No predicen el futuro, y el presente del idioma siempre se les escapará, porque éste nunca deja de transformarse. El error de la Academia Española es querer fijarlo, seguir creyéndose imperio. Necesitaría una y mil excepciones para tratar de ponerle su corsé, por supuesto, es imposible.

Lo interesante de esta primera ponencia fue la importancia de la lengua, no ya como hecho estético, sino como base de ese hecho, de su apropiación, de su carta de naturalización por los criollos mexicanos, porque éste nos deslinda de los otros, es la base de la Independencia, de su conquista, y de cualquier otra; pienso, por supuesto, en la española. Imponer el idioma es imponer una visión del mundo; apropiarse del idioma es moldearlo, particularizarlo.

La segunda ponencia fue casi un regreso al Renacimiento, al conocimiento enciclopédico y humano, donde artes y ciencias eran partes fundamentales del artista. Bueno, no tanto, las ciencias duras quedan excluidas de los oficios de los intelectuales —escritores— del XIX. Según el investigador Bobadilla todos los ámbitos de la cultura y de las humanidades están representados en la pluma. La literatura de este modo es el crisol con que se representa la realidad, mejorada, porque la escritura también es un arte y un ideal por perseguir.

Era difícil seguir a este hombre, la boca era más rápida que la palabra escrita, tenía urgencia por desbarrancarse. Era una metralla que se acallaba únicamente para cambiar el cartucho. Encontré el reposo cuando dejó las hojas y se dirigió a la audiencia. Habló como si contara una leyenda de pueblo, como si estuviera entre amigos. Su voz no estaba en su rostro, me recordó la amistad. De ahí surgió la ponencia, la obsesión por una sociedad más humana, por un ideal…, sólo posible en los terruños del arte.

De la siguiente ponente no recuerdo gran cosa, su charla se perdió en datos dispersos, en anécdotas de sus cronistas que no lograban cuajar en un todo. Traía apuntes, datos que sacaba aquí y allá. Confiaba en su voz, en el enredo dulce y familiar de su voz. Por momentos, parecía que recordaba una receta de cocina muy elaborada. Una lástima, faltó levadura para capturar y encerrar todo ese aliento. El pan terminó por desinflarse, quizá mucho tiempo al horno y variaciones en la temperatura. Es cosa de checar la receta, seguir el orden e ir párrafo a párrafo, digo, paso a paso. Recuerde, no mezclar antes de poner la harina y los huevos.

Tuve problemas con la siguiente ponente, olvidé el lugar, no fue mi culpa, fue ella. Cabello en orlas, negro, húmedo, lluvia, concluía al inicio del cuello, sí, lugar común: blanco. Ojos grandes, me recordó a las actrices del cine mudo, a aquellas de Chaplin o de Keaton. Esperé la carcajada, la situación chusca, nada. Puros ojos esa mujer. El cabello escurre de la frente, una calle, un farol, siempre un crimen. Nada. Hay mucha luz en la sala, el mundo sigue —continúa hablando la ponente anterior—. Cruza los brazos, espera su turno.

¡Imposible! No puede, no debe hablar ni por todo aquello que exprime su ceño. Pertenece al cine mudo, es que no la ven, no queda claro que su mundo no es el de las palabras, al hablar se perdería, nos quedaríamos sin los sueños del cinematógrafo, nos quedaríamos, ¡horror!, con  un crítico literario.

Se pone lentes, ya es otra, no la conozco, me volteo, le niego mis ojos, quizá repasa sus hojas mientras sonríe y habla para sus adentros: Y tú que querías ser artista. Contempla, ve los párrafos, la claridad de las ideas, los conceptos atinados, justos. ¡Artista!.., ¡loca es lo que eres!

Afina la cara, el ángulo crítico, la vista se pule bajo los lentes, ya no hay rebabas de histrionismo, ya no hay ensueño ni cinematógrafo…

Escribo  —la anterior ponente aún continua rememorando su receta—, tengo ganas de ser memoria, no la mía, ganas de que esa mujer que se ha perdido dentro de ésta quede fija, viva, posea su escala al menos en este simulacro de mundo, tenga su jardín y su destino —demasiado intelectual, lo borraré —apunto.

De repente, la ponente anterior, al fin, ¡termina! El aplauso es enorme, casi vitorean por la conclusión de la ponencia y por el broche de oro: —Perdonen, ya no me queda tiempo.

Tengo miedo, ella la que no es ella se dispone a hablar. Voz geométrica, me enchina la piel —soy masoquista—, le falta orden a mi vida, nada a su ponencia. Versa sobre EI imparcial, de su distribución y precio, de sus lectores, de la ideología que defiende. Habla del sentido de lectura —me apeno de la mía—. No, no me apeno tanto, bueno sí, pero no, porque: ¿no promuevo la lectura como el mismo diario?, ¿no denuncio la impunidad del deseo?, y, ¿no es un crimen estar sentado a las diez de la mañana con la carne triste?

Lo mío hubiera llegado —quizá— a un “discurso fascinado por lo sangriento y lo macabro” si acaso hubiera existido un farol, una calle y un crimen, si ella hubiera sido una estrella de cine mudo…, quizá me podría analizar, sería su imparcial, no sé, tantos crímenes hay en el mundo…

 

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