martes, 26 de septiembre de 2017

PUÑO AL AIRE, SILENCIO


Nada grita tanto como un puño cerrado al aire, nada. La respiración, la misma sangre quedan en suspenso. Los ojos detienen el parpadeo, deja de existir el peso del cascajo en las cubetas. Estamos en la sala de espera de la vida, quisiéramos ser pilotes, multiplicar los brazos, cargar el techo de un edificio, sacar seis, veinte dedos de cada mano. Hay un deseo de revancha, de altanería contra la muerte.
El puño sigue levantado, y el silencio es un árbol que va creciendo, que es oxígeno y raíz, las hojas de un árbol revoloteando en los pulmones, en la garganta, limpiando la masa de polvo que hora tras hora, minuto a minuto, instante tras instante, vida tras vida, hombro con hombro hemos aprendido a mascar.
Fuimos hombres de barro alguna vez, después maíz tronchado, suaves mazorcas nos crecieron en el pecho. Respiramos profundo en medio de este silencio, y es tan verde todo, los pensamientos, la mirada, el foso negro donde el panal de nuestras orejas se agita. Volteo a ver mi pulsera: la sangre, el teléfono; busco las señas de identidad que compartimos todos los hijos del derrumbe, busco ese gesto que es sólo mío y que de repente se multiplica, que es un apretar de hombros, un tamal caliente, que es una gelatina en el transporte público cuando más cansados estamos, que son Karla, Lucía, Ángel, Diego, Jazmín, José Luis, Alison y tantos soportes para este país recién abierto al mundo, recién entregado a los jóvenes que lo cargan y le hacen mimos y le dan respiración de boca a boca, lo cubren entre sus cabellos del miedo y del odio y de la avaricia de todos aquellos que tienen la voz, pero no la palabra, que tienen el poder, pero no los brazos ni las heridas ni la fe en un futuro mejor.

Gritan, piden agua, una camilla, una manta, y yo no sé si grito o lloro o suelto una carcajada para no quebrarme, para apagar un poco la luz que ilumina mis huesos y las ganas de abrazas uno a uno a esas mujeres y hombres, a esos perros de los cuales quisiera formar parte  y al mundo entero que de repente vibra allí, en esa camilla, en ese cuerpo, en esa respiración que es México, ¡carajo, que es México!, porque nadie tiene derecho a dejar nuestro país allí enterrado, entre los cascajos, nadie que ha sangrado tanto a México tiene derecho a quedar impune, a habitar el olvido, a darnos palabras de aliento cuando son ellos quienes nos han arrancado los alientos.

martes, 12 de septiembre de 2017

DEGENERACIÓN



Estoy en la edad en que la degeneración según James Merill- me roba mucho tiempo, energía y dinero. Dinero no tanto, la verdad, soy maestro de literatura, ¿cuánto puede gastar un profesor con su refinado sueldo?

No puedo negar que la literatura me ha vuelto bastante degenerado, aunque en cierto sentido ha pulido mis gustos, mis indecencias, ese lunario erótico, a veces pornográfico con que fustigo ese sobrante de energía. Pienso en Proust y me digo que la degeneración va hacia dentro, es un movimiento que tiende siempre hacia el pasado.

Recordar es una degeneración, una bacanal imaginativa; la memoria, un diletantismo erótico; eros entendido como creación, como fecundación, ¿de qué?, de la muerte, pues, ¿qué otra cosa es el pasado invocado? “Puedo inventar dos o tres recuerdos con total impunidad”, escribió Antonio Muñoz Molina en el Jinete Polaco. Yo me la vivo imaginando la realidad, trato de hacerme dueño de un rinconcito, de una habitación propia para mis lubricidades.

¿Qué sería de los que carecemos de genio si no tuviéramos a la imaginación? ¿Podríamos soportar la realidad, así, tal cual se nos ofrece? El deseo se imagina, se sueña, y el sueño es, a la vez, un anhelo de algo. El erotismo es deseo y sueño, es dolor y placer; eres tú escurriéndote a las cuatro de la tarde por mis sentidos, entre el sudor de mis muslos, ¿eres? y eres mis manos en tus senos, la fiebre de palabras que escribo en tu blusa de rayas, es lo sublime de la oscuridad de nuestros cuerpos, es la oscuridad ahora, cuando están encendidas todas las lámparas, cuando los soles negros de la vida nos meten en un mismo horno calentado con nuestras fiebres, con el pulso de las hormigas que nos escuecen los sexos hasta incendiar el pan y hacernos ceniza cuando más necesitados estamos de luz. Eres esto y no más: el simulacro de palabras con que me incendio ahora.