martes, 21 de noviembre de 2017

El DeFe


Mi primer pensamiento de la Ciudad de México no es el águila devorando una serpiente encima de un nopal, esa es la capital vista desde los libros de texto de la primaria, la mía inició en el centro de la mazorca, porque somos hijos tanto del maíz como del “maiz”.
El encontronazo sucedió en el primer cuadro de la ciudad, no en la Plaza Mayor, mucho menos en Palacio Nacional; porque una ciudad no se encuentra en el grito multitudinario, ni en los grandes espacios históricos que no habitamos más que en la fiesta y en el turismo. La ciudad que nos pertenece debe sentirse igual a esos zapatos viejos y cómodos, a esa blusa gastada que tanto nos acomoda.   
Para mí se abrió como una tortilla calientita, fue al comer mis primeros tacos de canasta, junto con un vaso de tepache. En resumen, comencé a sentir la urbe a través de mis tripas, fueron ellas quienes me guiaron y lo siguen haciendo. Ser chilango o regiomontano o de donde sea es cuestión de intestinos más que de sesos. La razón poco sabe de querencias.
Mi abuelo fue quien me inició en los ritos de la capital. Robusto, su rostro pertenecía a la época dorada del cine mexicano. En casa sólo había un retrato de él: sombrero de ala ancha, corbata de pajarita, bigote recortado. Nunca los vimos así en casa, pero sí reconocíamos en esa foto a las estrellas de cine de su época: Pedro Armendáriz, Arturo de Córdova o Emilio Tuero. La fotografía era un ideal, era esa otra vida que jamás tuvo pero que deseó; a él siempre lo vi con un overol de mezclilla, camiseta blanca, botas industriales y sombrero de paja, aunque eso sí, el bigote bien recortadito. Podría ser el abuelo de cualquier capitalino, nació pobre y murió igual, vino de algún rincón de la provincia, cargando con la leyenda mitificada de un linaje español a sus espaldas y que toda la familia aceptó, pues eso daba “status”. Cuando yo nací, él ya conocía el primer cuadro de la urbe como nadie, como el más avezado capitalino que no chilango, esa etiqueta les correspondió a sus hijos y a los hijos de sus hijos o sea, nosotros, primero fue un insulto venido de provincia según mi madre, y ahora forma parte de nosotros, es nuestra denominación de origen porque si algo exporta el chilango son más chilangos.
Mi abuelo conocía las calles no por su nombre sino por los negocios donde encontraba más barato los materiales para construir una casa cada vez más monstruosa, en constante expansión. Todo padre de familia chilango que se respete tiene un sueño: construir un rascacielos para albergar a toda su prole; aunque no sepa nada de arquitectura ni de los sueños de sus vástagos. La capital guarda esta misma relación con los que viven en ella, es monstruosa, una pesadilla en constante expansión que no suelta, que por alguno u otro motivo no nos deja ir. Para el que llega de fuera es una bestia indómita, una pesadilla cuyo rostro nunca se conoce, pero un hogar para el que se le entrega, para el que acepta su monstruosidad porque se ha visto a sí mismo en ella.
Como decía, los tacos de canasta fueron el primer encuentro con la verdadera ciudad, los comí en esa calle muy parecida a aquel taco proletario: Corregidora.  Los hombres que transitan por ésa y por calles parecidas se parecen mucho a ese platillo repartido en bicicletas. En primera, parten de la misma entraña: del maíz; en segunda, los dos están empapados, unos de grasa, otros en sudor; en tercera, se aprietan unos con otros; y por último, son un encuentro de sabores: chicharrón, papa y frijoles, náhuatl, español, mixteco, chicano, tepiteño, norteño… Texturas, colores, sabores, olores; todo mezclado con la velocidad, con el apuro de que hay que llegar a otro lado, pues Corregidora, como tantas calles del primer cuadro de la ciudad, es un puente y un encuentro y una esperanza para aquel hombre preso en el sueño de una construcción tan grande como la propia Ciudad de México.  
Lengua y comida van de la mano. No hay nada más simple y complejo que un taco o un idioma. Es gracias a su gastronomía que se conocen los distintos lugares. Puebla tiene su chile relleno, Monterrey, sus carnes asadas, la Ciudad de México para Chava Flores y para los de mi generación y anteriores,  Distrito Federal tiene tres comidas en particular: los tacos, las tortas y las quesadillas. Platillos con un ritual característico, se comen de “a pie”; son  una pequeña pausa, un breve descanso para finalizar la jornada o para seguir con ella. Además, sus ingredientes son volátiles, inspiracionales y aspiracionales, cada “chef” siente que sus garnachas son las mejores, que su receta es irrepetible.
No hay un modelo de taco, torta o quesadilla, cada quien los prepara a su modo, al de la madre o al de la abuela que muy probablemente no nació en la capital sino vino de alguna parte de provincia. Las garnachas que comemos, por tal motivo, son un homenaje, el sabor imaginado que queda de la tierra de origen. La gastronomía, por tanto, es sui géneris, es chilanga porque aquí todos los sabores caben, se adaptan, se transforman, se amoldan a cada calle de la ciudad, a sus necesidades. La quesadilla tiene queso y no tiene queso, la torta es cubana porque así imaginamos Cuba, como una cornucopia socialista, donde la salchicha no está peleada con la salsa verde, y ni la milanesa ni los frijoles con el queso amarillo, o los huevos con la lechuga. Las salsas pican y no pican, los tacos pueden llevar papas y nopales o pueden no llevarlos. Esto nos habla del temperamento del chilango, de ese paladar multicultural creado por todo un siglo de migraciones.
Lo mismo sucede con los estilos arquitectónicos: El corazón aún abierto de Tenochtitlan, la sensualidad barroca de las iglesias, la prudencia mojigata del neoclásico representado en edificios como el MUNAL, la accesibilidad de la Bauhaus en la arquitectura de los setentas…, pero además, el país de ciegos: las construcciones de madera y lámina en las zonas limítrofes de la ciudad. Todo ello, son los anillos de un árbol ancestral, nos dan cuenta de la antigüedad de nuestra capital; pero también de las grandes desigualdades sociales, de los abismos que están allí y no están para nosotros. Mi urbe también es un dolor, son los meados que olió María Félix en el Centro Histórico, es la suciedad y el desamparo de los niños de la calle custodiando los monumentos de los hombres que nos dieron patria o de grandes libertadores y pensadores mexicanos e hispanoamericanos desde Indios Verdes a Garibaldi, de Garibaldi a Hidalgo, de Hidalgo al Pedregal; pero es también la Universidad Nacional Autónoma de México con sus murales entre la vanguardia y el mestizaje, entre la apropiación de un arte que será universal, sí, pero sobre todo Mexicano. Educación y barbarie, pobreza y opulencia se encuentran al cruzar una esquina, de un barrio al otro.  La Ciudad de México no es sólo el crisol de nuestro país, sino de nosotros mismos, porque es la mirada, el cuerpo, quien la construye, quien le da sus contornos, quien hace sus tajantes divisiones.
Pero no todo es arquitectura, ya decía Carlos Fuentes que vivimos medio año ahogados por el sol y el otro medio año por la lluvia. Nadie puede negar la  hermosura del Paseo de la Reforma, con la voluptuosa Diana y con el victorioso Ángel de la Independencia, pero hay que tener cuidado con el Tláloc que nos incita a entrar al museo de Antropología, es voluble, si le reñimos un poco, o nos tomamos demasiadas fotos en las alas doradas que están entre el museo y el bosque de Chapultepec es capaz de inundar media ciudad, es celoso, además, cómo comparar una divinidad diluviana con unas alas sin rostro, unas alas que nos apropiamos para tomar “vuelo”, ¿a dónde?.
La lluvia es intransigente con el automovilista, pero no con el peatón, conocer “La ciudad de los palacios” bajo la lluvia hace tener despierto el olfato al pan y a los cafés, sobre todo si uno camina sobre ese naufragio porfirista que es La Roma-Condesa, donde casonas, edificios art déco han sido adaptados para el vicio de este inicio de siglo XXI. El agua hace que despierten las piedras de la ciudad, les da su brillo, entenebrece las fachadas antiguas, como si los minerales fluyeran con la misma lentitud que los árboles que se empeñan en no ser talados, en conservan su vida y de paso la nuestra. Qué sería la Alameda sin su vegetación o Ciudad Universitaria y la Narvarte sin sus jacarandas. Sí, es un monstruo nuestra capital, pero uno que florece y ofrece sus milagros a quien abre sus sentidos a ella.
Mi cuidad es un veneno de amor y de odios, en mi infancia fue los tacos de canasta más que su catedral; en mi adolescencia, unas cuantas calles cerca del metro San Cosme, la intimidad de unos muslos a la vuelta de la iglesia de San José, ese primer beso marcado en un árbol en bosques de Aragón donde en la noche iban las parejas a quemar la noche en los pastos nunca recortados. Fue el kiosko morisco de Santa María la Rivera en las tardes cuando las colegialas salían de la preparatoria y tenía la necesidad de ponerme la mochila sobre los muslos. Fue un hotel de paso cerca del metro Revolución en una callejuela cercana al Museo Universitario del Chopo donde ese arte era incomprensible para mí y ese museo no fue mío hasta que me llegó determinada edad. Y la Ciudad de México es ahora esas largas caminatas desde Bellas Artes, con sus conciertos y sus luces eléctricas, hacia Chapultepec y desde la Roma a Polanco, de Polanco a Azcapotzalco y los Huaraches de la Reynosa.
La Ciudad de México es una y es múltiple, se transforma con nosotros, a veces pienso que se construye desde el interior, nos da un itinerario por descubrir dependiendo nuestra edad, es parte de nuestra soledad y está siempre junto a nosotros cuando estamos acompañados. El Distrito Federal, sí, El Distrito Federal está en las líneas de nuestra palma de la mano, porque el que ama esta ciudad no puede deshacerse de ella, no puede soslayar que su destino empezó allí y quizá termine allí.
No podría vivir sin los sopes de pata recién descubiertos o las quesadillas de chicharrón con queso Oaxaca o los tacos de suadero en los Cucuyos; tampoco sin la geografía que guardo de ella en mi memoria, porque allí, en esa ciudad de mis recuerdos están guardadas mis mayores revelaciones: el amor, la muerte y la esperanza de un futuro. Allí me veo en distintas etapas de mi vida tratando de domar una ciudad que es indomable, porque en ella están sueltos todos mis monstruos.

La ciudad se prolonga y se seguirá prolongando en cada uno de los mexicanos que la habiten, no importa el tiempo de la estancia, si vienen por estudios o por trabajo; al partir la ciudad se irá con ellos y ellos tarde o temprano regresarán a su monstruosa capital a rendirle el debido sacrificio.

lunes, 13 de noviembre de 2017

CLOACA D.F.


Se aglomeran, los policías esperan tras las rejas a que se junte todo, el rebaño baja a las seis de la mañana, camina perdido, en el sueño aún; abajo, más abajo de ellos mismos, de esos pasos torpes, sin ángel, entre la mierda, las agujas, las pruebas de embarazo que corren en las cloacas y las ratas, otro mundo sueña, ¿tienen derecho a ello? Un exilio de rencores y desamor exhala por las coladeras su tozudez por vivir. Su existencia y sus anhelos no los conocemos, ¿quién se atrevería a preguntar por ellos? Su alegría queda fuera de esta ciudad, libre de las rejas que pronto los policías abrirán para dejar pasar al andén de Indios Verdes a miles y miles de personas que vienen de Ecatepec y de más allá hacia la Ciudad de México.
Ellos aún duermen, no están sujetos a horarios porque nadie les daría trabajo, son apenas sombras, hedores y dolores hasta que escupen la mano hacia nuestra prisa; frustran nuestros perfumes, fruncen la ropa planchada, la seriedad del peinado y nos da miedo saber que seríamos iguales a ellos si no hubiéramos tenido suerte de nacer en una familia parcialmente desintegrada, sin grandes excesos de violencia y odios.
Es horrible mirar la sinceridad de los espejos. Giramos la cabeza, olvidamos los ojos en cualquier parte, negamos la existencia de aquel punto donde se concentra el miedo y el asco. No deberían de estar a las salidas del metro, en las plazas, en las calles; no es justo que levanten sus rostros hacia nosotros, mucho menos que acerquen su corporeidad, ese estigma, esa marca de apestados no va bien con nuestra jornada de ocho horas, con la higiene que nos exige nuestro cubículo, con el futuro que creemos posible. Su existencia es un malestar del alma, algo de ellos nos dice que el mecanismo está roto, que en alguna parte no vamos, no podemos ir a pensar en un futuro mejor cuando todos ellos nos ensucian los sentidos. ¿Es nuestra culpa? Da miedo cualquiera de las respuestas.
Intentamos imaginar un mundo mejor, de levantar una utopía a través del dinero y sus posesiones, nos matamos todos los días para que ahora ellos vengan a alterar nuestro mundo. La ciudad es nuestra, nos pertenece, la hemos hecho a nuestra imagen y semejanza: cemento, acero, smog y vidrio; pero también forjada de desperdicios: doce mil ochocientas noventa y tres toneladas de basura diaria. No hay cabida para ellos, que los niños perdidos se queden en la ciudad subterránea, en su propio cementerio; el nuestro se construye hacia arriba, rozamos el cielo con nuestra podredumbre amigable con el ambiente que termina aniquilando la flora y fauna del planeta.
¿Con qué cara llamarlos “niños de la calle”, si no soportamos su andar entre nosotros? ¿Cuitláhuac, el árbol muerto de la noche triste, los Indios Verdes y el monumento a la Raza a quiénes pertenecen? ¿No son estos monolitos condecoraciones tristes de una larga derrota, de un mundo liquidado, relegado por el Starbucks y McDonald’s?, estos sí, símbolos de nuestro tiempo, del poder adquisitivo y la masificación, de una sociedad sin paredes que no hace diferencia de credo, de orientación sexual o política, siempre y cuando se tenga el dinero y la pulcritud suficiente para pagar y estar allí, sin perturbar al otro con las perturbaciones fisiológicas propias de todo animal.  
No los queremos en la calle, a nuestro lado, codo a codo, nos desvirtúa su presencia, devalúan el monto catastral de nuestras propiedades, la higiene y pureza ―siempre de puertas hacia afuera― de nuestros barrios. No entendemos que la ciudad es más suya que nuestra, como perros la marcan, la quieren, la conocen como su cuerpo mismo, es su cuerpo: llagado, sucio, violentado, enfermo; y un perro, dice Jonathan Swift, ensucia a quienes ama. La ciudad es su madre, aceptan sus caries, sus estrías, los tumores que le crecen a diario, no la amputan en zonas rojas o barrios bravos como lo hacemos nosotros; la urbe es la perra completa, no sólo la cabeza, no sólo esos ojos que se nos graban fijamente a la espalda.
Y a pesar de todo, los hemos arrojado de ella, entran como intrusos, como las ratas suben de las coladeras, buscan un trozo de pan, esquivan las trampas, las muertes que hemos sembrado en su camino. Ejercemos el silencio en contra de ellos, arrojamos nuestros vicios en los de ellos. Vemos sólo la mugre en su piel, las liendres entre sus cabellos. Es una ficción que el agua sea gratis, que sea para todos. Son un censo de tinieblas imposibles de contabilizar, son el cochambre en la mancha urbana. Son tripas, vísceras, sangre, hedores, excreciones contra nosotros, contra estos cuerpos y estos rostros sin olores ni forma propios; vivimos en la apariencia y de la apariencia, vacíos abordamos el metro, cumplimos un horario, vacíos es la única manera de gozar la ciudad que hemos construido para nosotros, no para ellos. ¿Cuántas fuentes ha quitado el gobierno porque son utilizadas por ellos para limpiarse un poco?, ¿cuántas jardineras han sido herradas para que no se acuesten en los pastos de los parques públicos?
Camino, son las seis de la mañana, observo las coladeras, en una, el humo se eleva como en un horno de pan, me recuerda el arribo de un nuevo Papa. La urbe despierta desde adentro, desde ese doble fondo de olvido donde tiramos nuestras culpas. Y es tan blanco el humo, tan claro, imposible no verlo, pero la luz nos ciega, nos hace girar la cabeza hacia otra parte donde la ruina sea más comprensible, menos dura con nosotros.
Estoy por la Juárez, escucho en alguna parte a Led Zeppelin; Robert Plant se desgarra en la lujuria de su voz, la calle está muerta, oigo, tarareo, camino, mis piernas vibran, un calambre sube entre los muslos, agito la cabeza de un lado al otro, debajo de mis pies la música, el infierno de escalas entre los dedos de Jimmy Page. En lo profundo una orgía, una rabia, risas, alguien golpea desde abajo el techo del suelo donde estoy parado, miro hacia abajo, en la coladera: carcajadas, gemidos dentro de una oscuridad que no descubro; imagino que estiran sus manos, que agarran mis tobillos, sus dedos resbalan por mi piel entre los pantalones y los calcetines.

Dejo de moverme, no puedo continuar, miro la calle, el horizonte, los edificios, los cables eléctricos, imagino un pájaro dormido en ellos, me da vergüenza este miedo, me da vergüenza no hacer nada y no tener palabras ni cuerpo, no saber qué hacer ante ese mundo que en instantes está aquí, es, y es una verdad como el suelo que piso… Aprieto el paso hasta cruzar una cuadra y luego otra, hasta no sentir la música, hasta el olvido, hasta que el día despliegue su batallón de puestos ambulantes y marchantes. Entro a un café: “Memorias de un barista”; respiro, huele a los granos en el molino, no puedo calmarme, trituro mi corazón, la cobardía de estar aquí y no saber qué hacer conmigo mismo; busco una mesa, ordeno y me siento; en mi cabeza, en mi cuerpo: “Stairway to heaven”; escribo estas palabras con toda la vergüenza y honestidad posibles, escribo estas palabras como un deber y un recordatorio de que tengo que hacer algo, de que debo hacer algo, de que lo hago. 

miércoles, 1 de noviembre de 2017

BOINAS


No sé desde cuándo empecé a usar boinas, quizá en preparatoria, a esa edad los apodos eran muchos, los más usuales: españolete y Benandio. Era normal y los entendía, yo mismo pude ser más cruel, así que “salí bien parado” de mi etapa de puberto.
     La primera que usé pertenecía a mi padre, era musgosa, de pura lana y de patria inglesa. No lo recuerdo usándola, pero a mí me olía a fábrica y a chofer de autobús, a trabajo y madrugadas al pie de un bote de tamales y champurrados.
     La boina no es un artículo de lujo, es tan importante como los zapatos, es parte de la cabeza del asalariado, allí van cómodos sus sueños, la imaginación que siempre se precipita sin dejar constancia de sus suicidios, es la boina quien los resguada del tráfico, de la entrada al trabajo, de soportar una jornada de ocho o más horas. Es la palmada en la cabeza del amigo, la caricia que calma los pensamientos más desesperados, es la definitiva resolución de salir y ganarse los pesos.
No puedo, como hacen otros, ver en la boina un artículo de excepción, para mí no muestra la sensibilidad única del artista, no es parte de su uniforme ni debería serlo; ellos ya tienen sus extravagancias propias o sus horribles sacos, sus camisas de rayas o cuadros, sus suéteres de viejitos o sus manchas de pintura o de barro  y esa manera tan exagerada de ver la lluvia y a los hombres fumando un último cigarro antes de abordar el transporte público que los llevará a casa.
 Para mí el arte es un oficio de obreros, el genio poco o nada tiene que ver con esto, es un trabajo diario, hecho a horas y a deshoras y mal pagado. Las manos del orfebre, de la manicurista y del albañil tienen su símil en las deformidades mentales que con paciencia se van irguiendo dentro de las cabezas de los escritores. En estos, es el cerebro quien se curte, al que le salen callos sobre los callos de la memoria y sangra sus obsesiones en cada uno de sus textos. Al final del día todos terminamos cansados, fastidiados de luchar con el hierro o con las uñas, con la maldita hoja en blanco o con las arbitrariedades de un jefe de sección o las envidias en el hormiguero donde seis u ocho horas de nuestra vida pasan con más pena que gloria.

No queda más que aguantar el golpe del despertador, calentar un poco de café y, si hay tiempo, desayunarse unos huevos o unos tacos de frijoles; después cambiarse, tomar la boina y abrir la puerta, ver el horizonte  y ajustársela bien ahora en serio hasta las orejas, como si apretáramos el corazón a los pulmones, como si quisiéramos que ésta nos protegiera de todo mal, de ese primer paso que nos marcará el rumbo de todo el día.